Ars longa, vita brevis — Hipócrates

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Aprender no es una actividad más del ser humano. Aprender es la actividad que nos ha hecho humanos. Desde los primeros gestos imitados en la infancia hasta los sistemas de conocimiento más sofisticados que hoy pueblan la inteligencia artificial, nuestra historia es una historia de aprendizaje. Sin él, no habríamos domesticado el fuego, ni inventado la escritura, ni podríamos interrogarnos por el sentido de la existencia. Aprender es un juego infinito: no se gana, no se termina; se juega porque el juego en sí es el que sostiene la vida.

Antropológicamente, aprender es una estrategia evolutiva. La antropóloga Sarah Blaffer Hrdy subraya que lo que distingue al Homo Sapiens no es su fuerza ni su tamaño, sino su sociabilidad: nuestra tendencia a observar, imitar y cooperar con otros. En este contexto, el aprendizaje no es solo acumulación de información, sino una forma de inserción en una cultura. Margaret Mead, pionera de la antropología cultural, lo ilustró bien: no hay infancia sin aprendizaje, y no hay sociedad que no moldee ese aprendizaje desde sus propios ritos y símbolos. El humano nace radicalmente indefenso, pero con un cerebro plástico, diseñado para absorber patrones, normas, relatos. El paleontólogo Stephen Jay Gould hablaba de la “neotenia” humana: mantenemos características infantiles durante mucho tiempo para poder seguir aprendiendo más y mejor. Somos, como decía el psicólogo Jerome Bruner, animales que cuentan historias para aprender a vivir.

De la tribu a la escuela, y más allá

En las sociedades tribales, el aprendizaje se da a través de la imitación y la oralidad. Aprender es vivir con otros, repetir lo observado, interiorizar lo transmitido. No hay distinción entre aprender y hacer. Es con la llegada de la escritura y, posteriormente, de la escuela, cuando se formaliza una separación entre aprender y vivir, entre teoría y práctica.

Esta institucionalización permitió preservar y transmitir el conocimiento a gran escala. Pero también implicó jerarquías, burocracias y currículos estandarizados. Como denuncia Sergio San Juan en su libro Aprendizaje Infinito, el sistema educativo moderno aún ofrece “café para todos”: un mismo ritmo, un mismo contenido, un mismo molde. Esto, que busca equidad, a menudo acaba ahogando la curiosidad de los más inquietos y frustrando a quienes van a otro ritmo.

Zygmunt Bauman describió nuestra época como “modernidad líquida”: cambiante, inestable, incierta. En este contexto, el valor del aprendizaje se vuelve aún más crucial. Ya no basta con aprender una profesión para toda la vida. La capacidad de desaprender, reaprender y reconstruirse es la nueva competencia esencial. El filósofo Foucault hablaba del cuidado de sí, una práctica que implica no solo adquirir conocimientos, sino transformar el modo de estar en el mundo. Aprender, en este sentido, es una forma de ética. No es solo preparación para el trabajo, sino una forma de esculpir el carácter. Nassim Taleb lo expresa en términos de “antifragilidad”: lo que sobrevive al caos no es lo fuerte, sino lo que aprende del desorden. El conocimiento no es un escudo frente al cambio, sino una vela para navegar en la tormenta.

Aprender como forma de libertad

En el corazón del proyecto ilustrado está la idea de que el ser humano puede emanciparse mediante el uso autónomo de su razón. “Sapere aude” (atrévete a saber), lema de la Ilustración. Pero saber no es simplemente almacenar información. Saber es aprender a pensar, a discernir, a elegir. Sergio San Juan insiste en esta diferencia crucial: el estudiante obedece, el aprendiz cuestiona. Mientras que el estudiante busca aprobar, el aprendiz busca transformar. El estudiante mide su éxito por la nota; el aprendiz, por el impacto. Y este impacto puede ser íntimo —una vida más coherente— o colectivo —una sociedad más justa—. Como señaló Paulo Freire, el aprendizaje verdadero no consiste en “llenar vasijas vacías”, sino en leer el mundo y transformarlo. Un aprendizaje que no cambia la forma de mirar y vivir está incompleto.

No podemos ser ingenuos. Aprender también ha permitido lo peor. Hitler aprendió a manipular masas. Oppenheimer aprendió a dividir el átomo. Saber sin ética es una bomba de relojería. Por eso aprender no puede desligarse del preguntar por el bien. La filósofa italiana Luigina Mortari, en su Filosofía del cuidado, recuerda que educar y aprender no son actos neutros: implican una relación, una responsabilidad, una apertura a la vulnerabilidad del otro. Aprender sin cuidado es acumular poder sin sentido. Aprender con cuidado es construir humanidad compartida.

Aprender no es solo una herramienta para el presente, sino un legado para el futuro. Lo que aprendemos y enseñamos hoy será la base de lo que otros puedan aprender mañana. Susan Pinker, en El efecto aldea, señala cómo el aprendizaje no solo ocurre en soledad, sino en relación. Somos animales sociales, y aprendemos mejor con otros, a través de vínculos. Esta perspectiva conecta con la idea de “buen ancestro” de Roman Krznaric: aprender bien es también dejar mejores herramientas para quienes vienen detrás. Por eso aprender es un acto político, cultural y existencial. No es solo una cuestión de eficiencia, sino de qué tipo de humanidad queremos cultivar.

Seguir jugando el juego infinito

Aprender no termina nunca. No hay meta final. El saber no es una cima, sino un camino. Sergio San Juan lo dice con claridad: el aprendiz juega un juego infinito: el arte es tan largo que nunca acaba. Aprender es un acto de resistencia frente a la entropía, un gesto de esperanza frente a lo incierto. En una época de ruido y velocidad, detenerse a aprender —con lentitud, con profundidad, con ética— es una forma de rebeldía luminosa. Por eso, más que nunca, necesitamos aprendices, no solo estudiantes; buscadores, no solo consumidores; humanos que sigan eligiendo aprender como forma de libertad.

Y ahora me gustaría compartir la humilde entrevista que le he hecho a Sergio San Juan, en torno a su libro Aprendizaje Infinito. Con él exploro qué significa aprender mejor, vivir aprendiendo y no dejar nunca de empezar.

Pregunta: Sergio, en tu libro dejas claro que Aprendizaje Infinito no es un libro sobre el sistema educativo, sino sobre el aprendizaje. ¿Cuál fue el punto de inflexión que te llevó a escribirlo?

No hubo punto de inflexión. Como casi todo en la vida, ha sido un proceso mucho más orgánico de varios años. Dos profesoras, una en primaria y otra en bachillerato, sembraron en mí la curiosidad por la escritura y la filosofía. Años más tarde, en paralelo a la carrera, monté un podcast con un amigo donde conocimos a gente súper interesante. Empecé a escribir artículos para el proyecto sobre lo que iba aprendiendo y cada vez me sentí más cómodo uniendo letras. Me abrí una newsletter, y después de dos años, me escribió el director de la editorial Arpa con una propuesta de libro. Coincidió que justo había dejado mi trabajo y vi dar forma a mis ideas alrededor del aprendizaje como un bonito reto. Casi dos años después, el libro ha visto la luz.

Libro Aprendizaje infinito

P: Hablas de un sistema educativo que “sirve café para todos”, pero también de una necesidad personal de estímulo intelectual. ¿Qué te faltaba como aprendiz que no encontraste en la universidad?

Siempre saqué buenas notas pero me aburría mucho en clase. Muchos profesores se limitaban a explicar, incluso a leer, el manual de la asignatura. La mayoría de alumnos preguntaban obviedades, porque no prestaban atención o –y estos eran los peores— porque con ello subían la nota. Yo echaba en falta retos y conocer la practicidad y el valor de las ideas que tratábamos en clase. En definitiva, en la universidad encontré muy pocos contenidos, personas y profesores que me estimularan intelectualmente. Posiblemente parte del motivo fue la carrera que elegí.

Esta falta de estímulos fue lo que me empujó a buscar otros espacios donde aprender por mi cuenta. Por suerte estamos en el siglo XXI, y gracias a Internet encontré divulgadores, contenidos y personas increíbles de las que y con las que aprender.

P: Una idea central del libro es que el aprendizaje es un juego infinito. ¿Cómo influye esa noción en nuestra forma de vivir y tomar decisiones?

Quien se acerca al mundo como un juego finito se centra en ganar, en conseguir resultados, en aprobar el examen, en pegar el pelotazo profesional. En cambio, quien se acerca al mundo como si fuera un juego infinito se centra en seguir jugando, en disfrutar del proceso, en mejorar sus habilidades y en crear una vida profesional sostenible. Son dos formas completamente diferentes de acercarse al mundo.

P: Dices que el aprendizaje es inseparable de vivir, y citas la frase “solo los autodidactas son libres”. ¿Qué implica esa libertad? ¿Qué gana —y qué pierde— quien se atreve a aprender por su cuenta?

Esa libertad implica responsabilidad. Se ganan todas las posibilidades que pueden abrirte las nuevas tecnologías como Internet o los modelos de inteligencia artificial generativa. Ahora puedes aprender casi cualquier cosa sin el permiso de nadie. Y que no se confunda esto con un camino solitario. Tú y yo somos amigos gracias a que hemos aprendido y compartido aprendizajes fuera del sistema tradicional.

Se pierde esa sensación de (falsa) seguridad. Ya no puedes echarle la culpa al político que no actualizó el plan de estudios o al profesor que no te dijo que el temario de su asignatura llevaba 3 años desfasado. Pero es una pérdida positiva. Un precio que creo que merece la pena pagar.

P: En el libro hablas mucho de la curiosidad genuina como brújula para aprender. ¿Cómo podemos distinguir entre la curiosidad auténtica y la que nos “programa” el entorno?

No lo sé. La línea entre lo genuino y lo programado es más difusa de lo que parece. A todos nos gusta pensar que nuestra curiosidad es auténtica, pero somos demasiado buenos (auto)engañándonos como para fiarnos del todo de lo que pensamos.

Y también es importante decir que no todo lo programado es malo o hay que rechazarlo. El entorno es una fuente valiosísima de información, y muchas veces lo más inteligente que podemos hacer es integrar lo que nos “programa” en lugar de combatirlo.

Por no evadir la pregunta: sí creo que hay una diferencia entre la curiosidad auténtica y la curiosidad “impuesta”, entendiendo esta última como aquella que no está alineada con quienes somos. ¿Cómo distinguirlas? Para la curiosidad auténtica, me sirve la frase del juez Potter Stewart cuando intentó definir la pornografía: «Lo reconozco cuando lo veo».

P: Me gustó mucho cómo conectas aprendizaje con vocación, con identidad, con preguntas esenciales como “¿Quién quiero ser?”. ¿Crees que la autoformación puede convertirse en una forma de esculpirse?

Sin duda. Aprender está conectado con el autodescubrimiento. Me gusta mucho la idea del poeta Píndaro de «llegar a ser el que se es». Por eso dedico un tercio del libro a intentar responder a la pregunta «¿qué aprender?», que pronto se transforma en otra mucho más complicada: ¿quién quieres llegar a ser?

Y para llegar a ser el que eres, tienes que quitar todo lo que sobra: los miedos, las expectativas ajenas, los caminos que no son tuyos. En ese sentido, aprender es una forma de esculpirse a uno mismo.

P: La dimensión ética del aprendizaje aparece de forma sutil pero firme. Dices que aprender puede cambiar el mundo… o destruirlo. ¿Qué responsabilidad tiene el aprendiz?

Leer Los peligros de la moralidad, de Pablo Malo, fue un baño tremendo de humildad. Por eso alerto en la introducción del libro de los riesgos que tiene aprender ciertas ideas, como las que llevaron a Adolf Hitler o a Mao Zedong a encabezar genocidios. Porque el aprendizaje, en los lugares equivocados, puede acabar con la civilización tal y como la conocemos. Esa es la responsabilidad del aprendiz: filtrar con cuidado las ideas para vivir una vida buena y mejorar la sociedad.

P: Muchos lectores pueden verse reflejados en la imagen del aprendiz que salta de una idea a otra, buscando sin terminar de profundizar. ¿Cómo encontrar el equilibrio entre explorar y comprometerse?

Depende de cada uno. Del momento vital, de los riesgos que puedas y quieras asumir, de las responsabilidades, y del número y la calidad de las alternativas que tengas a tu disposición. Saltar de una idea a otra puede ser la mejor estrategia si eres todavía joven y no has encontrado un problema que merezca la pena. Pero también puede ser una distracción si ya tienes claro qué hacer. Cada uno tiene que encontrar su equilibrio, que será algo dinámico. El dilema entre explotar o explorar puede guiarte, pero al final, cada aprendiz debe decidir cuándo es momento de explorar y cuándo de comprometerse.

P: Nombras a diferentes referentes. ¿Cuál de estas figuras ha tenido un impacto más profundo en tu propia forma de aprender?

La suma de todos ellos. Pero si tuviera que quedarme con uno, sería Richard Feynman. Partiendo de que es un genio: recibió el premio Nobel de Física por simplificar con diagramas lo insimplificable (la física cuántica), su divertida aproximación al aprendizaje y a la vida me ha inspirado mucho. Su forma de jugar con las ideas, de cuestionar lo establecido, de priorizar el lenguaje claro y simple, y de pasarlo bien por el camino está muy presente en cómo yo entiendo el aprendizaje.

P: En una época de ruido constante, ¿cómo se cultiva el “pensar meditativo” que mencionas en el capítulo sobre el silencio?

Me encontré con la idea de pensar meditativo en el libro Wanting, de Luke Burgis. Burgis coge prestado del filósofo Martin Heidegger la división entre pensar calculador y pensar meditativo. El pensar calculador está orientado a alcanzar objetivos con la información externa. El pensar meditativo es preguntarse, antes de resolver cualquier problema, si ese problema merece tu tiempo; en otras palabras, escuchar el silencio. ¿Cómo cultivar este tipo de pensamiento?

Protegiendo el espacio y el tiempo para escuchar lo que el silencio tiene que decirte. Puedes empezar por unos minutos nada más despertarte o justo al acostarte. Y mi consejo es que te armes con papel y boli. Porque a la mente le ayuda tener un soporte externo donde volcar sus preocupaciones y sueños.

P: Para cerrar, si pudieras resumir en una sola frase lo que te gustaría que el lector interiorice al terminar Aprendizaje Infinito, ¿cuál sería?

Nunca dejes de aprender.

Foto: Jr Korpa.

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Cuca Casado
Soy Cuca, para las cuestiones oficiales me llaman María de los Ángeles. Vine a este mundo en 1986 y mi corazón está dividido entre Madrid y Asturias. Abogo por una nueva Ilustración Evolucionista, pues son dos conceptos que me gustan mucho, cuanto más si van juntos. Diplomada en enfermería, llevo cerca de 20 años dedicada a la enfermería de urgencias. Mi profesión la he ido compaginando con la docencia y con diversos estudios. Entre ellos, me especialicé en la Psicología legal y forense, con la que realicé un estudio sobre La violencia más allá del género. He tenido la oportunidad de ir a Euromind (foro de encuentros sobre ciencia y humanismo en el Parlamento Europeo), donde he asistido a los encuentros «Mujeres fuertes, hombres débiles», «Understanding Intimate Partner Violence against Men» , «Manipulators: psychology of toxic influences» y «Los dilemas del progreso». Coautora del libro «Desmontando el feminismo hegemónico» (Unión Editorial, 2020).