Justin Trudeau tiene ciertas semejanzas con Pedro Sánchez. Es joven y bien parecido, lidera, o lo hacía hasta recientemente, un gobierno en minoría, con unos socios que le hacen desplazarse hacia la izquierda. Trudeau, como Sánchez, se sentía cómodo en ese desplazamiento siniestro. En el caso de Sánchez, incluso, son los socios ultras quienes parecen advenedizos. Ahora que Trudeau ha abandonado el poder, es el momento de repasar su figura.
Los dos han ejercido un poder personalísimo, con desprecio y peligro para las instituciones. Y ambos han amenazado la libertad de expresión, que es sólo una de las libertades civiles que han sufrido bajo su mandato. La insignificancia exterior y el fracaso económico acompañan a ambas presidencias.
En 2024, Trudeau reformó el Código Penal para dar un contenido más estricto a los delitos de odio. Pero es sabido que es muy difícil definirlos con precisión. Y más difícil aún es escribir una ley que le sirva para perseguir unos determinados discursos, pero permitir a otros que florezcan, sin tropezarse en un juzgado
Bien conocemos el caso de Pedro Sánchez, pero la presidencia de Justin Trudeau, que es muy significativa, no es tan conocida para nosotros. Hijo de un expresidente, Trudeau se convirtió en primer ministro de Canadá en un ambiente de cambio y esperanza. El cambio llegó, pero la esperanza sólo la mantuvieron los enemigos de Canadá, aunque estoy seguro de que no habrá ninguno. Acaso, Donald Trump.
Este presidente-Mortadelo, que se ha disfrazado de todo lo imaginable, mantiene una imperturbable sonrisa y una soltura ante las cámaras que resulta cautivadora desde que expresó una famosa elegía a su padre cuando tenía sólo veinte años.
Tiene una confianza en sí mismo totalmente infundada. En su mensaje de despedida dijo ser un “luchador”, pero no supo explicar por qué abandonaba. Es más, parecía no entender qué le había llevado a esa situación.
La confianza de Justin en Trudeau se fundamenta, entre otras fuentes, en una ideología que no deja prisioneros. Esa ideología, plástica y dúctil, pero firmemente “transformadora”, ha de chocar constantemente con las instituciones. Por eso Trudeau las ha obviado, empezando por su propio gabinete. El presidente elige a los ministros, que tienen una iniciativa y un impulso propios; los coordina y lidera la acción política. Pero en su caso, los ministros se habían degradado a ser meros portavoces de Trudeau, que era quien les proveía de las decisiones de sus departamentos.
Porque esta es su concepción de la acción política: Justin Trudeau pretendía gobernar todo el país, con todos los poderes que tuviera el Estado, bordeando la legalidad por dentro o por fuera, de forma centralizada, y por una exigua y muy seleccionada camarilla política. Las instituciones no tienen para él una entidad propia, sino que son meros instrumentos al servicio de su imaginación política. También en eso se parecía a Sánchez.
Rober Asselin, es miembro de la Munk School of Global Affairs and Public Policy de la Universidad de Toronto. Desempeñó un papel destacado en la campaña de liderazgo de Justin Trudeau en 2012 y en las elecciones federales de 2015. Ha escrito un juicioso y desapegado artículo sobre el presidente. En él recoge este aspecto personalista y autoritario del líder progresista, y concluye que
«Esta centralización también debilitó la rendición de cuentas. Los ministros, constreñidos por el dominio de la oficina del primer ministro, carecían de control sobre las decisiones clave. Como resultado, la ejecución se resintió y a menudo no estaba claro quién era responsable de los fracasos políticos, como hemos visto recientemente en la debacle del reembolso del IVA o en el anuncio del impuesto sobre el carbono para el Canadá atlántico».
El canadiense tiene metido en el entrecejo el temor a la libertad de expresión. Canadá no disfruta de la misma protección de esa libertad que en su vecino del sur. No es ya que la primera Enmienda, la primera, sea una defensa explícita de esa libertad. Es que el Tribunal Supremo, que empezó con mal pie sus decisiones sobre este asunto, se ha convertido en un gran defensor de la libertad a expresarse de los ciudadanos de aquél país. Y, como señala Michael Taube, ex asesor de Stephen Harper, el Supremo descartó en 1992 que se pudieran aprobar leyes de delitos de odio, mientras que el órgano homólogo canadiense les dio vía libre dos años antes.
Para Trudeau, eso no ha sido suficiente. Introdujo la Ley C-10 que incluía el discurso en internet dentro de la regulación administrativa de los contenidos audiovisuales. Pese a las quejas de la oposición, y gracias a sus socios de ultraizquierda, lo ha sacado adelante en el Congreso. Pero el Senado no ha convocado esa comisión administrativa, por lo que políticamente está sin efecto.
En 2024, Trudeau reformó el Código Penal para dar un contenido más estricto a los delitos de odio. Pero es sabido que es muy difícil definirlos con precisión. Y más difícil aún es escribir una ley que le sirva para perseguir unos determinados discursos, pero permitir a otros que florezcan, sin tropezarse en un juzgado. Acaba distinguiendo entre “detestación” y “humillación”, sin un criterio claro para separar la una de la otra. Su aplicación sólo puede ser arbitraria.
Estas son sólo sus últimas contribuciones a la persecución de la libre expresión. Pero tiene más. Durante la pandemia, paraíso de todo político con espíritu autoritario, Trudeau invocó una ley de emergencias de 1988 para congelar las cuentas corrientes de los camioneros y otros ciudadanos, por el simple hecho de que se manifestaban en contra de los confinamientos y demás medidas autoritarias del gobierno.
Prohibir comportamientos legítimos es autoritario. Pero al menos deja margen para que la persona haga otras cosas que no están explícitamente prohibidas por la ley. Más lesivo para la libertad es obligar a adoptar un comportamiento específico, porque no deja margen de maniobra. Trudeau promovió el procesamiento de un alcalde porque no había alzado la bandera multicolor durante el mes (que ya es un mes) del orgullo gay. Y hacerlo era obligatorio. Por cierto, que el ayuntamiento carecía de un mástil donde colgar la bandera; ese era todo el problema.
Casi más significativo es este caso del que habla Jonathan Turley en The Hill. Lo cito in extenso porque merece la pena:
«Uno de los momentos más trágicamente irónicos para Canadá se produjo el año pasado, cuando el gobierno de Trudeau bloqueó la ciudadanía de la disidente rusa Maria Kartasheva por tener una condena en Rusia. Había sido juzgada en rebeldía por un juez sancionado por Canadá por su ejercicio de la libertad de expresión en Rusia al condenar la guerra de Ucrania. El gobierno canadiense informó a Kartasheva de que su condena en Rusia se corresponde con un delito del Código Penal relacionado con información falsa en Canadá.
Piense en ello. El gobierno canadiense estaba preocupado porque Kartasheva había violado leyes contra la libertad de expresión similares a las suyas. Los rusos la condenaron por difundir «información deliberadamente falsa», y Canadá condena a personas en virtud de leyes como el artículo 372(1) del Código Penal de Canadá por intentar «transmitir, hacer transmitir o procurar que se transmita información falsa con la intención de alarmar o perjudicar a alguien».
Todo ello viene acompañado de un decaimiento económico. El PIB per cápita ha caído durante seis trimestres consecutivos, y sólo en el último para el que tenemos datos, que es también el último de 2024, hay una leve recuperación (0,2%). En 2015, la media renta por canadiense era de casi el 77% la de un estadounidense. Hoy está en el 68%.
Pero claro, Justin Trudeau ha estado diez años en el poder, y Pedro poco más de siete. Bien puede acabar superando el legado de Trudeau.
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