Arrimaban el hombro los jornaleros y agricultores que mientras usaban la azada o agachados plantaban semillas y plantones junto a sus compañeros. Trabajaban uno junto al otro, codo con codo, para ganarse honradamente el sustento. Estoy seguro de que, si alguno hacía un surco torcido o dejaba mal incrustada una planta en la tierra, por error o por desconocimiento, algún compañero le afearía el gesto o le enseñaría la forma correcta de hacerlo. A nadie escapa que esto ocurre en más de una ocasión.
Sobradamente probado está que las personas somos solidarias. En cualquier circunstancia y bajo cualquier condición, el ser humano tiende instintivamente ayudar a sus semejantes, bien sea construyendo o donando mascarillas o amenizando la velada desde el balcón con su canto. Arrimando el hombro también.
Se nos exige por real decreto que nos quedemos en casa. Es así como debemos colaborar para paliar en la medida de lo posible los efectos de un virus desconocido y destructor, minimizando el contacto humano y por ello el contagio de la plaga. Lo aceptamos todos en la medida de lo posible, saliendo de casa lo justo e imprescindible, teletrabajando y esperando encerrados a que pase el chaparrón. Otros no tienen más remedio que batirse el cobre, a pecho y cara descubiertos, en hospitales abarrotados de enfermos y virus.
Los ciudadanos no podemos dejar de hacer lo que nos corresponde. Nos va la vida en ello, literalmente. Arrimar el hombro, trabajando, colaborando y siendo solidarios, sí, pero exigiendo y compartiendo información que nos permita mantenernos sanos y salvos
Sin embargo, ahora arrimar el hombro tiene un matiz diferente, una segunda derivada. Además de trabajar en lo que trabajemos y cumplir con las medidas de prevención necesarias y ahora obligatorias, debemos mantenernos callados. Se nos dice que no podemos protestar cuando la azada de nuestro vecino rompe nuestro surco o el tronco del pequeño plantón de naranjo que acabamos de sembrar. Se limita nuestro acceso a las noticias, se promueve la censura y no podemos informar o informarnos de lo que se hace bien o mal, dar nuestra opinión al respecto y tratar de corregir los errores que apreciamos en el proceso.
En ninguno de los supuestos del artículo 11 de la Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio se limita la Libertad de Expresión o la de información, como parte de esta.
Si alguien no se ha dado cuenta todavía, las declaraciones unilaterales por parte del Consejo de Ministros de los estados excepcionales mencionados, en los que se limitan ciertos derechos, se utilizan de forma subrepticia para limitar permanentemente otros derechos y para colarnos decisiones que en otro momento rondarían la prevaricación, si no la constituyen completamente. Este estado de alarma no es una excepción, si se me permite el juego de palabras.
Aun así, resulta chocante que desde el gobierno y su patulea de palmeros informadores se nos diga que arrimar el hombro o remar en la misma dirección, esté reñido con hacer notar que podríamos estar remando hacia una cascada y que el coscorrón subsiguiente sería seguro mortal. Nuestro deber, como remeros, si queremos mantener la barca a flote, es cerciorarnos de que no entramos en los rápidos del Colorado o nos aproximamos sin remedio a las cataratas de Iguazú.
De la misma manera, como ciudadanos y contribuyentes, nuestro deber es mantener la vigilancia y poner de manifiesto, a voz en grito si es preciso, cuando el capitán del barco nos lleva hacia el naufragio. Tampoco hay que olvidar que los gobiernos han tenido una respuesta más positiva para minimizar los efectos de la crisis sanitaria del COVID19 en sus países, lo han hecho desde la trasparencia y la información. La información veraz, en todas direcciones es en definitiva un elemento positivo y beneficioso para el conjunto de la sociedad.
Estamos pasando uno de los trances más complicados de los últimos tiempos y son muchos los que intentaran aprovecharse de ello para llevar a cabo sus terribles propósitos. Habrá quien pretenda un gobierno mundial, como relataba José Carlos Rodríguez, habrá quien tenga metas más prosaicas, pero lo que no podemos perder de vista es que pese a todo y como siempre la defensa de la Libertad no puede dejarse de lado. Nuestros derechos siempre están amenazados y, en gran medida, por quien dice protegerlos. Estamos comprobando lo perjudicial que es la dejación de funciones del gobierno en cuanto no ya a los derechos civiles sino a la propia vida humana. Queda por ver si realmente la aplicación de sus medidas puede llevar a algo positivo, al fin.
Borges creía que con el tiempo mereceremos no tener gobiernos. Los adultos, las personas responsables de su propia vida, no necesitan quien les gobierne. Dadas unas normas de convivencia no hace falta un órgano gestor impuesto por la fuerza. Todavía no ha llegado ese día. Sin embargo, podemos concluir que, si bien puede ser necesario el gobierno, este no es más que un mal necesario, muy peligroso cuando se extralimita en sus funciones o deja de llevarlas a cabo de la forma que supuestamente debería. Estamos comprobándolo cada día.
Por lo tanto, los ciudadanos no podemos dejar de hacer lo que nos corresponde. Nos va la vida en ello, literalmente. Arrimar el hombro, trabajando, colaborando y siendo solidarios, sí, pero exigiendo y compartiendo información que nos permita mantenernos sanos y salvos, sin duda. Aplicando el espíritu crítico. Exigiendo que quien nos tiene que proporcionar la información lo haga de forma veraz y diligente, porque el tiempo es importante y marca la diferencia.
Es necesario que todos controlemos la labor de nuestro gobierno. Este control es un pilar fundamental de cualquier democracia y, si algunos repiten incansablemente que hay que arrimar el hombro y remar en la misma dirección, deberemos repetir una vez más que ellos que remaremos siempre y cuando no nos aboquen al precipicio. Si quienes informan no hacen más que repetir lo que se dicta desde Moncloa, seremos nosotros los que tendremos que publicar lo que pasa en nuestras calles y nuestros hospitales.
Es tan ridículo como letal que tengamos que callarnos la boca mientras el conductor del autobús se duerme al volante en mitad de una carretera de montaña. Tampoco pasa nada por hacerle notar que en la siguiente curva hay un precipicio, como es nuestro caso.