No sé si el lector compartirá esta experiencia conmigo, pero hace varios días que tengo la sensación de despertarme dentro de una película de miedo.

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Cada mañana al sonar el despertador me vuelvo a preguntar si hoy habrá cambiado todo y habré estado viviendo en un sueño.

Tozudamente, el sonido del despertador me devuelve la realidad: la certidumbre de un día más de aislamiento, un día más de miedo; miedo de que esto afecte a los más próximos en lo más sagrado —su vida— y la incertidumbre de cómo afectará a “mis más y mis menos” próximos en lo económico.

Y, sí, confieso que tengo miedo, y no creo que tenerlo sea malo, porque me hace ser más precavida y estar alerta ante el potencial peligro, y no puedo evitar preguntarme si quién tiene como función nuclear la de proteger a sus ciudadanos también ha sido precavido en su actuación.

No eran competencias científicas, la decisión era única y exclusivamente política. Y el Gobierno eligió, y eligió hacer política, de la peor

He leído profusamente en determinados medios de comunicación la respuesta/excusa del gobierno para actuar de la forma en que lo han hecho con la crisis del coronavirus en España: “era imposible saber lo que iba a suceder”. Hay suficientes opiniones, ya publicadas, que fechan las advertencias de la OMS, y los ejemplos que hemos tenido ante nuestros ojos con dos o tres semanas de antelación en Irán o en la mucho más próxima Italia.

Aunque la discusión política puesta sobre la mesa en este momento es “quién supo qué y en qué momento”, creo que en absoluto es ése el quid de la cuestión. Será bastante sencillo saber las advertencias de todo tipo que tenía el Gobierno sobre la mesa y colegir las responsabilidades en las que ha incurrido. Pero, bajo mi punto de vista, hay otro tema, que se está soslayando, y que resulta fundamental en todo esto y es lo que la doctrina viene en llamar el principio de precaución.

El sentido del Estado es el de conferir al individuo una protección que él solo no es capaz de alcanzar. Los tres poderes del Estado —legislativo, ejecutivo y judicial— despliegan efectos en diferentes esferas y de ellos, es el Ejecutivo el que tiene un poder más preponderante sobre los ciudadanos. Parece lógico sobrentender que si el Ejecutivo tiene ese poder casi omnímodo, el ciudadano espere a cambio la protección de esas necesidades, que no es capaz de alcanzar por sí mismo.

En la pirámide de Maslow, la parte baja de la pirámide se refiere a las necesidades fisiológicas que somos capaces de satisfacer individualmente. Es en el siguiente escalón de la pirámide donde entran las necesidades llamadas de “seguridad”, y que se refieren a la seguridad física, a la de la salud o a la de la propiedad privada. Es precisamente ahí donde el ciudadano transfiere su confianza al Estado, y especialmente al Gobierno, para que sea capaz de garantizárselos. Es ahí donde entra en juego ese principio de precaución del que el gobierno español ha hecho caso omiso.

“El principio de precaución establece que cuando una actividad representa una amenaza o un daño para la salud humana hay que tomar medidas de precaución, incluso cuando la relación causa-efecto no haya podido demostrarse científicamente de forma concluyente”.

El principio de precaución se usa habitualmente en todas las Administraciones, municipal, autonómica, nacional y muy especialmente en los ámbitos europeo e internacional. Porque los ciudadanos esperan que quien tiene la máxima información actúe con la cautela necesaria para nunca poner en riesgo a sus ciudadanos.

En romano paladín: lo mínimo que nos debía el Gobierno era guardar una precaución mínima ante la amenaza cierta del coronavirus. Aun cuando no se conociera que iba a ser tan devastador como está siendo, aun cuando se creyera que la amenaza “solo” llegaría a los diez mil contagiados (como nos informó el presidente el día 14 de marzo), aunque nadie esperara que las calles de nuestras ciudades quedarían desiertas de gente y actividad. Lo mínimo que nos merecíamos los ciudadanos es que el Gobierno nos protegiera, aun cuando no supiera con certeza que lo que hoy vivimos iba a ser una realidad.

Nuestro Gobierno, al principio de esta crisis, en los primeros días de marzo, debió evaluar el riesgo y tomar la decisión de proteger a sus ciudadanos por encima de cualquier otra decisión: debió por tanto haber pasado por los cuatro componentes de la evaluación del riesgo: debió haber “identificado el peligro”, es decir: determinar el agente biológico capaz de tener efectos adversos (el COVID-19). Debió “caracterizar el peligro, es decir, determinar en términos cuantitativos o cualitativos la naturaleza y gravedad de sus posibles efectos adversos. Debió “evaluar la exposición”, es decir, debió evaluar cualitativa o cuantitativamente la probabilidad, de exposición al COVID-19 y debió por último haber “caracterizado el riesgo”, es decir, estimar cualitativa o cuantitativamente la probabilidad, la frecuencia y la gravedad de los potenciales efectos adversos del virus.

No eran competencias científicas, la decisión era única y exclusivamente política. Y el Gobierno eligió, y eligió hacer política, de la peor.

Porque este riesgo, que en el momento en que escribo estas líneas ya se cobra 56.000 infectados y 4.150 fallecidos y la peor gestión conocida —según The Guardian— no era asumible por la sociedad, porque la decisión no solo de mantener sino de animar la asistencia a la manifestación del 8-M, así como el mantenimiento de otros actos públicos fue culpable y desatendió escandalosamente el mínimo principio de precaución que el Gobierno nos debía.

Foto: Pool Moncloa / Borja Puig de la Bellacasa

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