Comenzaré esta breve nota con un recuerdo personal; la noticia de la renuncia de Benedicto XVI al papado me llegó cuando estaba terminando un escrito académico sobre relaciones entre el azar y la invención. Mi sorpresa fue tanta que me sentí obligado a colocar al final del texto, que nada tenía que ver con este asunto, la siguiente nota: “Me interrumpo al escribir esta página con la sorprendente noticia de la renuncia de Benedicto XVI a la cátedra de Pedro, algo que no ha sido nada frecuente en los últimos dos mil años, y que ha representado, en más de un aspecto, una decisión contraria a la tomada por Juan Pablo II en situación bastante similar, siendo, no obstante y a mi modesto parecer, una conducta tan ejemplar e iluminadora como aquella, algo que una conciencia cristiana no debiera tener ninguna dificultad en admitir”.
El contraste entre dos conductas tan distintas, San Juan Pablo II aguantando como Papa y con evidente sufrimiento el final de su vida, y el elegante e insólito mutis de Benedicto XVI permitía iluminar un aspecto esencial de la conciencia moral, su radical libertad. Estos días, el entonces secretario de Benedicto XVI ha recordado que cuando éste le dio a conocer en privado su decisión le respondió al Papa diciéndole que eso “no se podía hacer”, pero Benedicto XVI le impuso silencio y le rogó que no le insistiera, que esa era su decisión y no había nada más que hablar.
La Iglesia se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión
Cualquiera que reflexione un poco sobre la figura de Benedicto XVI reconocerá que Joseph Ratzinger era un gran teólogo, un pensador original, es decir alguien que no se limitaba a recoger fórmulas y a repetirlas con alguna envoltura nueva, con cualquier presunto adorno. Eso mismo le llevó a ser un pensador atrevido, solo que su atrevimiento no se dirigió, como con bastante frivolidad se supone que debiera ser el caso, contra las doctrinas tradicionales de la fe sino que, por el contrario, trató siempre de descubrir lo esencial y lo ejemplar, tantas veces oculto como el mismo Dios al que se remite toda teología, y de ahí también la poderosa originalidad de su conducta.
En sus intervenciones públicas más comentadas siempre se encuentra una valiente defensa de la razón y la convicción de que su ejercicio más hondo no puede ser nunca enemigo de la fe. Benedicto XVI no ha hecho solo una defensa racional de la fe, sino una defensa radical de la razón, una apuesta continuada por la convicción de que Dios es Amor, pero también es Logos, alguien cuyas obras pueden ser entendidas, una idea que es básica para que la ciencia sea posible y para que la razón pueda ser un ingrediente valioso de la vida humana, tanto en el plano individual como desde un punto de vista colectivo.
El enemigo radical de la razón, y también de la libertad que con ella está unida, no es la fe, sino la fuerza de sus contrarios, ese relativismo que siempre se acaba convirtiendo en un poder absoluto, en fuerza. Cuando Benedicto XVI defendía ante Monseñor Georg Gänswein su voluntad de renunciar al Papado no solo estaba ejerciendo su libertad, sino defendiendo la primacía de la conciencia individual ante cualquier norma exterior y con ello la idea de que no es concebible obligar a nadie a hacer el Bien, porque no hay bien posible al margen de la elección libre y en conciencia.
La religión que se alía con el poder para imponer sus convicciones compra la supuesta eficacia social a un precio altísimo porque, en el fondo, pretende enmendarle la plana al mismo Dios que no ha querido que su reino sea de este mundo y que ha elegido ser un Dios escondido que respeta la libertad humana, que no desea el mal ni propiciarlo, pero tampoco evitarlo al precio de una sumisión universal.
La imposición, el fascismo de las buenas causas de Kundera al que se refería hace poco Dante Augusto Palma en estas mismas páginas, es más satánica que angelical y supone, por descontado, un ejercicio inmisericorde de soberbia intelectual y moral. Con mucha frecuencia los reformadores/revolucionarios de todo tipo, y también muchos líderes de la Iglesia, han creído lícito empujar al bien, y se han creído con derecho a ejercer la violencia en defensa de la verdad tal como ellos la entendían, es decir que han hecho suyo algo muy parecido al pretencioso lema de Gunnar Myrdal según el cual “es necesario proteger a las personas de sí mismas”.
Benedicto XVI, pese a la mala fama que tantos le atribuyeron en su papel de defensor de la fe, no compartiría esa opinión, no creía en las capacidades del poder para imponer ninguna verdad ni lograr bien alguno. Como es lógico, ello no quiere decir que se renuncie a promover la verdad del mensaje de salvación que es la razón de ser de la Iglesia de Cristo que preside el Papa, pero solo cabe hacerlo con la palabra, mediante el ejemplo, el diálogo respetuoso y la persuasión.
La coerción es siempre un error, tanto en lo individual como colectivamente. La lucha contra el relativismo, una expresión que, con frecuencia, oculta un enorme equívoco, no puede hacerse a golpe de decreto y mediante la imposición y la fuerza. La verdad no implica dogmatismo y, menos, una fuerza que la imponga. El dogmatismo tiene unas raíces psicológicas muy profundas, porque es muy arduo que alguien hable o actúe contra sus convicciones más íntimas, pero soportar la libertad ajena es parte del respeto que debemos a la libertad propia, a la verdad misma.
Suponer que la existencia de visiones contrapuestas del mundo implique relativismo es acogerse a un fantasma de guardarropía y a un pésimo argumento. No hay nadie relativista, al menos en la medida en que considere que hay que respetar reglas básicas de razonamiento; lo que ocurre es que hay visiones que son incompatibles en tanto proposiciones que se pueden expresar de manera racional, con la peculiaridad de que a este respecto no existe, en principio, ninguna manera de recurrir a instancia o autoridad superior para que decida cuál es correcta y cuál errada. Los creyentes tienen el don de la fe que es una gracia, no un sistema de verdades que se haya de imponer a cualquier precio.
Benedicto XVI creía en una Iglesia fiel a su misión, aunque fuese muy en minoría y no auspiciaba una Iglesia empeñada en crecer a base de compartirlo todo y no creer de verdad en nada. Esta Iglesia es coherente con el misterio del ocultamiento de Dios, con la evidencia de que si Dios hubiese querido ser ante nosotros de otra manera lo hubiese hecho y que, por tanto, hay que respetar su forma misteriosa de estar por encima del mundo y de la historia, como un Dios dolorosamente ausente en tantas ocasiones, pero siempre presente en la palabra y en la esperanza.
En 2006, en su extraordinario discurso en Ratisbona, Benedicto XVI dijo: “La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios […] permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa”. Lo mismo habría podido decir sobre la libertad y esa firme convicción, que la conciencia solo ha de rendir su juicio ante el definitivo juicio de Dios, cuando sea el caso, es la que le permitió dejar de ser el Papa sin armar el menor escándalo, obedeciendo fielmente a un sucesor que, al menos en apariencia, es bastante distinto y seguro de que la misión de la Iglesia, y la suya propia como fiel servidor de ella y cooperante de la verdad, no se mide por ningún baremo de éxito mundano. Del mismo modo que Dios está escondido, la Iglesia puede estarlo, lo que también puede verse como una metáfora del carácter elusivo de la libertad y del espíritu, algo real y siempre latente, aunque parezca con frecuencia anonadado por la imponente máquina del mundo.
El Ratzinger teólogo fue muy pronto consciente de que la Iglesia estaba siendo arrasada en sus formas por un mundo tan poderoso como desquiciado y no se arredraba ante la imagen de una Iglesia reducida a resto: “La Iglesia se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión”. Pero esa Iglesia seguirá siendo esencial como testimonio de que Dios no se olvida de su piedad con los hombres, aunque haya de renunciar a cualquier mundanidad, política, por ejemplo, porque se centrará en lo espiritual y seguirá siendo el fermento que permite que florezca el espíritu humano y el amor a la libertad. Esa es la Iglesia de la que Benedicto XVI dio ejemplo con su valiente decisión de abandonar la sede de Pedro para concentrarse en el ejemplo, la humildad, la meditación y la oración.
Foto: Hermes Rivera.