Vi Blade Runner de Ridley Scott nada más estrenarse porque consideraba a Scott un genio del cine (había visto Los duelistas, pero no Alien) y desde ese momento convertí esa película en un argumento constante en mis clases de Filosofía porque no la tomé como una cinta de ciencia ficción sino como una reflexión bastante honda sobre lo que consideramos como humano. Luego leí la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en la que se basaba la cinta, pero la fuerza de las imágenes de Ridley Scott, y la música casi hipnótica de Vangelis, siempre se ha sobrepuesto, en mi caso, al recuerdo lector.

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Me fijaré ahora no en sus elucubraciones sobre si la memoria y la conciencia podrían ser manipuladas para hacer que alguien crea ser lo que no es, sino en el contraste entre su imagen del futuro y lo que ahora sucede. Ahora, aunque no tengamos ese tipo de tecnologías, experimentamos algo similar porque es innegable que las predicciones sobre el futuro que se hacen a hora y deshora suelen tener un componente manipulador, pretenden que creamos algo que, en ausencia de tan insistentes pronósticos, tal vez no pensaríamos.

Pretender que se tiene el conocimiento suficiente para decidir a bastantes años vista y por una comisión de supuestos expertos qué se ha de hacer en la industria automovilística o en cualquier otra, podría llevarnos de nuevo a unas sociedades con guías de teléfono y máquinas de escribir como las de Blade Runner

Como se sabe la película transcurría en 2019 en una ciudad de Los Ángeles por completo irreconocible para el espectador de 1982 y también para cualquiera de nosotros ahora. Me parece que esta curiosa discrepancia sugiere una reflexión inmediata en este momento histórico en el que hay tantos expertos empeñados en predecir el futuro y, sobre todo, en suponer que podemos determinar desde ahora mismo lo que debiera suceder en 2030 o en 2050. No sería sensato dejar de mencionar que esas predicciones se muestran siempre como una forma de pensamiento científico y reclaman obediencia, son medios de poder y recordar la película puede ayudarnos a poner esas pretensiones en una perspectiva crítica.

Tanto el novelista como la película se equivocaron bastante a la hora de imaginar el futuro, la novela es de 1968 y la película de no mucho después, de 1982, fechas en las que 2019 se vería como un futuro muy lejano y, en consecuencia, lleno de novedades asombrosas. El futuro que Blade Runner presenta es siniestro; en él hay avances tecnológicos, tales como coches voladores o colonias en el espacio muy lejano, pero se vive en un clima de guerra constante y en un medio social que es en extremo sombrío y triste. En ese futuro imaginario se han podido crear seres artificiales, humanos que no son tales pero que ignoran lo que son y que son destinados a trabajos insoportables y a la guerra. El futuro imaginado ha superado muy mucho a nuestra efectiva realidad que, a cambio, no es tan deplorable como allí se pinta.

Resulta casi cómica, por el contrario, la persistencia en la película de instrumentos como las cabinas telefónicas, con sus voluminosas guías y los teléfonos con cable, pero también que de los documentos haya que sacar original y copia, como se hacía con las máquinas de escribir mecánicas.  Esta incapacidad para acertar con el futuro es la que ahora parecen haber perdido de vista los que se consideran expertos, los popes de la sostenibilidad y toda la enorme nómina de personajes dedicados a predecir el desastre como único final posible de la aventura humana, salvo, claro está, que les hagamos caso y obedezcamos sin rechistar sus recomendaciones.

Los progresos reales, los que hay en 2022 que eran impensables en 1968 y en 1982, se han producido siempre paso a paso, de forma muy poco previsible porque, entre otras cosas, es por completo imposible saber de antemano qué artilugios van a tener éxito y que usos van a ser tumbativos, porque no solo se crea al inventar, sino cuando el público decide dar sentido a una utilidad o abandonarla como una ocurrencia con poca gracia, y eso solo se sabe cuándo las cosas suceden, nunca antes. En esto pasa como con los negocios que si se supiera cuáles van a tener éxito todos nos haríamos empresarios, pero el empresario es el que asume el riesgo de que su ocurrencia no interese a nadie, no, al menos, a un número suficiente de personas que le puedan hacer rico.

Vamos ahora con el motor de explosión que ha sido condenado por muchos expertos en diversas disciplinas sospechosas y, al final, enjuiciado y condenado a desaparecer en fecha fija por políticos de toda laya convencidos de que esa es la única manera de garantizar un futuro justo y sostenible para el medio ambiente, es decir que hay que pasarse a los motores eléctricos al ritmo que ordene el mando. Se supone que no va a ser posible mejorar el rendimiento de ese tipo de tecnologías, pero eso es ir contra una evidencia muy clara como es la de que no han hecho otra cosa que mejorar a ojos vista y año tras año. La electricidad ha resultado ungida por la religiosidad ecologista como la única fuente de energía que no daña el medio ambiente, pero eso se hace ignorando si será posible producir toda la energía necesaria sin que ello suponga una condena a la inmovilidad y sin que se conozcan, porque resulta imposible hacerlo, los costes reales de esa transformación y las consecuencias que de ella se derivarían, en su mayoría muy difíciles de adivinar.

En lugar de apostar por ir corrigiendo poco a poco los efectos nocivos de los motores de explosión para ver si no acaban siendo más ecológicos que todo el sistema necesario para almacenar energía en repositorios caros, tal vez peligrosos, se decreta la condena de una tecnología bien conocida y con innumerables centros de investigación para apostar por un futuro que solo está en la imaginación de ciertos expertos a los que nadie, que se sepa, ha concedido el don de la infalibilidad.

Imaginar calamidades futuras es algo tan viejo como la humanidad y cumple una función esencial, incitar a la prudencia, convencer a los humanos de que cualquier aventura, aun las más promisorias, puede acabar mal y recomendar, por tanto, precaución, pisar sobre seguro porque es mucho lo que se puede perder si se dan pasos en falso. Esa función la pueden cumplir las religiones y la literatura cuya función consiste, respectivamente, en recomendar la bondad y en imaginar vidas y escenarios posibles que no todo el mundo puede vivir, pero de los que todos podemos aprender. Ese es el papel que Philip K. Dick adjudicó a su novela, y esa es también la función de la película, hacernos pensar sobre los límites de lo humano. Nada que objetar a una función que, sin duda, seguirá existiendo mientras exista algo a lo que podamos seguir llamado libertad.

Muy otra cosa es que supuestos expertos pretendan determinar el futuro de las acciones humanas con argumentos que se proclaman científicos, pero que están sacados de una ciencia imposible porque no hay ciencia concebible sobre un futuro que no puede ser ni adivinado ni determinado conforme a un plan acabado y perfecto.

Es muy comprensible la tendencia a predecir y pronosticar, a vivir en un presente más amplio que el minuto o el día, pero extralimitarse en cualquier clase de supuestos cálculos es muy poco recomendable. Lo atestigua una experiencia constante en el oficio de profeta que siempre ha estado destinado al fracaso, pero también una experiencia inocultable en el arte de planificar que lleva a la esterilidad y al disparate, como lo muestra la inequívoca diferencia entre el éxito económico, tecnológico y social de las sociedades de libre mercado frente al fracaso de las sociedades que se han empeñado en dirigir la vida y la actividad de todo el mundo en base a presuposiciones que imaginaban más justas y más eficaces. En cualquier caso, las tendencias del neomalthusianismo sería mejor reservarlas para la literatura y para la moral, sin incluirlas en lo que se supone debieran ser cálculos que han de plegarse a lo que, sin fantasías ni temores, sea posible medir con precisión y a corto plazo.

No cabe negar la conveniencia de tomar cuantas medidas sean razonables para proteger y promover un medio ambiente de mayor calidad, para adaptarse a cambios previsibles y para ser capaces de reaccionar con flexibilidad y rapidez a los distintos desafíos que se puedan ir presentando, pero pretender que se tiene el conocimiento suficiente para decidir a bastantes años vista y por una comisión de supuestos expertos qué se ha de hacer en la industria automovilística o en cualquier otra, podría llevarnos de nuevo a unas sociedades con guías de teléfono y máquinas de escribir como las de Blade Runner, aunque esa andadura se hubiese apoyado en las mejores intenciones, esas que según la sabiduría popular llenan los infiernos.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web