Quisiera empezar este artículo siendo honesto y totalmente transparente con los lectores. Cuando Javier Benegas me ofreció amablemente espacio de publicación en Disidentia, llevaba varios días rumiando esta entrada. De hecho, había mantenido con él y otros seguidores una acalorada discusión en Twitter sobre la estrategia británica ante la pandemia de coronavirus, y eso me llevó a reflexionar sobre mi vehemencia. Y aunque dicha estrategia ya se ha derrumbado como un castillo de naipes desde hace días y estuve tentado de no seguir escribiendo, creo que la reflexión que hoy comparto con ustedes sigue mereciendo la pena.
Mi primera conclusión de aquella discusión es que no soy neutral en este tema: sigo creyendo que Boris Johnson es un personaje perjudicial, un populista de manual, un prestidigitador de masas más listo que una ardilla y más peligroso que un crío malcriado con un maletín nuclear. En segundo lugar, había algo en su estrategia que me repugnaba profundamente, un sentimiento íntimo que me reconcomía y que escapaba de cualquier consideración técnica o científica. Siempre que me preguntaban, respondía que me parecía una ruleta rusa jugada con vidas ajenas e insostenible en el tiempo. De hecho, esa percepción inicial se fue confirmando con el paso de los días: Johnson acabó afirmando que el sistema nacional de salud británico (NHS) se verá «sobrepasado» y que Gran Bretaña será como Italia a menos que la gente siga inmediatamente unas órdenes de distanciamiento social cada vez más estrictas. Finalmente, ha acabado contagiado y recluido en su residencia, no si antes haberse jactado de darse apretones de manos con todo el mundo. En su descargo, debemos reconocer que, ante la evolución de los acontecimientos, no se empeñó demasiado tiempo en el error, aunque deja una incógnita en el aire ¿cuál será finalmente el coste de su demora en vidas humanas? Me temo que nunca lo sabremos.
Una estrategia de arenas movedizas
No vamos a abundar demasiado en los detalles científicos de la estrategia inicial británica, la famosa “herd immunity” (inmunidad grupal). En esencia, Johnson (siguiendo a sus dos principales consejeros científicos, Patrick Vallance y Chris Whitty) optó por descartar el confinamiento riguroso y la prohibición de actos masivos, aceptando una oleada general de contagios para conseguir que una proporción significativa de la población se infectara, se recuperara y así adquiriera la necesaria memoria inmunitaria. De esta manera, se conseguiría retrasar el máximo de infecciones hasta los meses de verano, evitando colapsar los hospitales y manteniendo a su vez la economía funcionando. Para el siguiente invierno, la mayoría de la población británica estaría ya inmunizada y mucho mejor preparada para eventuales oleadas adicionales de la enfermedad. Una jugada aparentemente maestra, pero con más agujeros que un queso gruyere.
En primer lugar, para que la estrategia funcionara, necesitaría el contagio del 60-70% de la población. Con las cifras de propagación, gravedad de la enfermedad y tasas de hospitalización en UCI conocidas hasta la fecha, ello suponía entre 40 y 45 millones de personas contagiadas, millones de ellas hospitalizadas y una elevada mortalidad. Basándose en estimaciones sobre la capacidad de respuesta del sistema público de salud (NHS), Johnson llegó a afirmar que la gente debería resignarse a la muerte de muchos de sus seres queridos. Dominic Cummigs, su asistente senior, resumió muy sucintamente dicha estrategia en una reunión privada a finales de febrero: “inmunidad de grupo, proteger la economía, y si eso significa que algunos pensionistas mueren, qué lástima”. Más claro, imposible.
¿Y si Johnson y sus asesores no estaban equivocados? ¿Y si se pudiera superar la pandemia con un grado “aceptable” de muertos, pero sin paralizar la actividad económica, poniendo a Reino Unido en cabeza de la recuperación global frente a una Europa confinada?
La respuesta de sectores amplios de la sociedad y de la comunidad científica no se hizo esperar: el plan era una auténtica temeridad. No obstante, muchos ciudadanos, empresarios, economistas, analistas y hasta políticos de otros países cayeron rendidos ante el atrevimiento rompedor de la propuesta. ¿Y si Johnson y sus asesores no estaban equivocados? ¿Y si se pudiera superar la pandemia con un grado “aceptable” de muertos, pero sin paralizar la actividad económica, poniendo a Reino Unido en cabeza de la recuperación global frente a una Europa confinada? ¿Por qué no lo iba a conseguir Boris, el hombre audaz que hizo efectivo el Brexit? Les puedo asegurar que no pocos admiradores del premier y miles de brexiters lo han seguido pensando hasta hace muy poco.
No obstante, la alegría duró poco. Un demoledor informe del 16 de marzo emitido por el prestigioso Imperial College de Londres, basado en un elaborado modelo matemático, ofrecía un panorama desolador sobre la propagación de la enfermedad, su impacto en el sistema público de salud y el posible número de fallecidos en caso de seguir el plan de mitigación/inmunidad de grupo. Sus conclusiones eran rotundas: o se modificaba la estrategia de inmediato, sustituyéndola por una de confinamiento, o más de un cuarto de millón de personas iban a morir a causa del coronavirus, incluso en el supuesto de que el HNS pudiera atender a todos los pacientes contagiados, que no era ni mucho menos el caso:
“Nuestra conclusión más importante es que es poco probable que la mitigación sea factible sin que se superen muchas veces los límites de capacidad de emergencia de los sistemas de salud del Reino Unido y los EE. UU.”
Tal conclusión se había basado en el refinamiento de las estimaciones sobre la demanda de UCIs, basadas en la experiencia en Italia y el propio Reino Unido. Las cifras de planeamiento previas de los asesores de Johnson suponían tan solo la mitad de esa demanda. Además, se habían sobreestimado los límites de la capacidad hospitalaria. El brillante plan se sustentaba en arenas movedizas.
El informe recomendaba el distanciamiento social aplicado a toda la población como única estrategia viable con impacto, en combinación con otras intervenciones tales como la detección temprana y el aislamiento de casos en el hogar y cierres de universidades y escuelas, estrategia que ha sido finalmente adoptada por el gobierno británico. En el ínterin, no obstante, se han perdido preciosos días de contención, y esos días se traducirán sin duda en muertos. Esta es la foto de la evolución del COVID-19 en Reino Unido a la fecha de redacción de este artículo. En la página oficial que mantiene el gobierno británico pueden consultar los últimos datos. ¿Les suena la gráfica?
Los tulipanes siniestros
Al fiasco británico de la inmunidad de grupo se le ha sumado estos días un nuevo actor que transita por caminos similares. Los Países Bajos también persiguen una estrategia mucho más relajada de contención del virus que en el resto de Europa, y también parecen asumir la pérdida de sus mayores como un mal necesario para no saturar su sistema de salud ni paralizar su próspera economía. En estos días se han hecho virales las declaraciones de Frits Rosendaal, jefe de epidemiología clínica del Centro Médico de la Universidad de Leiden, al afirmar que «en Italia, la capacidad de las UCI se gestiona de manera muy distinta a la neerlandesa. Ellos admiten a personas que nosotros no incluiríamos porque son demasiado viejas. Los ancianos tienen una posición muy diferente en la cultura italiana». Y añade:
«No traigan a los pacientes débiles y a los ancianos al hospital. No podemos hacer más por ellos que brindarles los buenos cuidados paliativos que ya les estarán dando en un centro de mayores. Llevarlos al hospital para morir allí es inhumano».
Lo que parece dibujar aquí el Doctor Rosendaal, basándome exclusivamente en sus declaraciones, es una especie de burdo y siniestro triaje a gran escala, en el que ya no merece la pena conceder a un determinado sector de la población holandesa (hablamos de millones de personas) la oportunidad de luchar por su vida. Se trata de algo muy diferente a la imprescindible evaluación médica de los pacientes para distinguir entre aquellos casos menos graves que pueden ser tratados domiciliariamente, de los que necesitan atención en urgencias y, finalmente, de aquellos que médicamente no tienen esperanza, pero merecen tratamientos compasivos.
El plan de Johnson y la visión holandesa se basan en unos modelos que aspiran a tener en cuenta los costes presentes y futuros para sus economías y sistemas de protección social de una decisión (en este caso, política) que supone la pérdida de vidas humanas, con el fin de determinar si dicha pérdida resulta asumible. Sin embargo, este tipo de modelos suelen cometer fallos muy graves de diversa naturaleza que, desgraciadamente, se acaban pagando con esas mismas vidas que se están poniendo en la balanza. Y si algo estamos aprendiendo durante estos días de forma inmisericorde, es que el COVID-19 pone a cada uno en su sitio con una facilidad pasmosa.
Errores de valoración: el garbanzo contador
En este punto del artículo quisiera traer a colación una película norteamericana de los años noventa que algunos de los lectores más veteranos puede que recuerden: “Class Action” (“Acción Judicial” en España), dirigida por Michael Apted y protagonizada por Gene Hackman y Mary Elizabeth Mastrantonio. Trata el caso ficticio de un hombre cuya salud ha quedado afectada para siempre a consecuencia de un accidente de automóvil provocado por un fallo de fabricación de una pieza, que la empresa automovilística ha ocultado. No es un gran filme, pero tiene una escena destacable en la que el CEO de la compañía explica por qué no se actuó sobre la avería, pese a ser conocida desde hace meses. En esencia, los costes de reemplazo de la pieza iban a ser mayores que las pérdidas causadas por una posible acción legal de los afectados, ya fueran heridos o muertos (diálogo completo en la página 35 del guión). El empleado que se encargaba de efectuar tal evaluación para la empresa era el llamando “garbanzo contador”, colorida traducción del inglés de la expresión “bean counter” y que define a una persona, generalmente un contable o burócrata, que se muestra un énfasis excesivo en el control de gastos y presupuestos. “Simple análisis actuarial”, concluía el CEO.
Desde el punto de vista meramente técnico, tanto en el caso de la película como en el de los dilemas que se han dado en el Reino Unido y los Países Bajos, subyace un gravísimo error. El ejecutivo de la empresa fabricante parece asumir que su análisis ha incorporado todas las consecuencias relevantes para la toma de decisiones y las ha valorado apropiadamente, pero se equivoca de manera catastrófica, al no haber incluido en sus cálculos el valor que otorgan al hecho de evitar el accidente precisamente quienes pueden sufrirlo. Lo mismo se puede decir del valor que otorgan los propios ancianos y enfermos, o sus familiares, al hecho de ser descartados para los cuidados intensivos.
Estamos aquí ante la combinación de dos fallos muy comunes: pensar que los actores que sufren las consecuencias de nuestras decisiones son factores independientes del problema y minusvalorar dichas consecuencias. El desastre empeora si además los supuestos en los que se fundamentan los modelos decisorios son erróneos o carecen de datos suficientes en calidad y/o cantidad. En consecuencia, Johnson, sus consejeros y el Doctor Rosendaal han fallado en dos cosas: primero, entender qué consecuencias de sus decisiones son relevantes PARA TODAS las partes implicadas y, segundo, valorar correctamente dichas consecuencias. Y eso sólo en el aspecto digamos “técnico” del asunto, de lejos el menos relevante.
La insoportable renuncia ética
He dejado conscientemente para el final de este artículo el elemento más importante, o si me apuran, el único realmente clave en todo este asunto. Lo he hecho porque de otra manera hubiera terminado el texto en un par de párrafos, cerrándolo con una simple sentencia: el plan Johnson y el enfoque holandés me resultan insoportables, mucho más allá la racionalidad que siempre intento imponerme cuando analizo un tema. No me entiendan mal: con ello no pretendo decir que el primer ministro británico o el doctor neerlandés quieran dañar conscientemente a sus ciudadanos; afirmar tal cosa sería una injusta y absurda idiotez. Pero advierto en ellos la existencia de un abismo ético que me siento incapaz de entender y, desde luego, de cruzar. Quizás sea esa facultad instintiva de percibir el bien y el mal que todos tenemos, esa decencia común que nos ronda el alma y el comportamiento y que tan bien describe Ignacio Gomá en un reciente artículo cuya lectura recomiendo.
Y es que la misma razón que hoy puede hacernos admisible renunciar a luchar por la vida de nuestros mayores, mañana puede conducirnos a desechar enfermos terminales, pacientes con enfermedades raras o cualquier paria de la tierra sometido a un infortunio que nos parezca prescindible. Cierto es que puede no haber recursos para todos, que no todos podrán salvarse, que en algún momento deberemos sopesar la posibilidad de no seguir adelante y aceptar dolorosas bajas, pero no cabe, nunca, rendirse a priori. Esa rendición supone, en mi opinión, el abandono de nuestra condición humana. Como escribió Irene Vallejo en su maravillosa “Ética del cuidado”:
“Los primeros pasos de nuestra civilización fueron los de un hombre con un anciano a las espaldas y un niño de la mano.”
Olvidar eso significa perder la partida sin haberla siquiera empezado. Y no sólo porque se lo debamos a esos ancianos que labraron nuestro presente, sino a aquellos que durante estos días están dando lo mejor de sí mismos, arriesgando salud y vida, en primera línea de combate, así como a todos los demás que mantienen en pie las estructuras básicas de nuestro sistema social y económico. Y, cómo no, a los ciudadanos que soportan el confinamiento y contemplan impotentes como sus familiares enferman, las empresas cierran y se pierden empleos. Este esfuerzo común, más allá de cualquier consideración política, es lo que nos dignifica como individuos y como sociedad y lo que me hace sentir emocionado y orgulloso de este gran país y de las naciones hermanas que, como Italia, han decidido echar el resto en el intento sobrehumano de que nadie se quede atrás.
En este mismo sentido se expresa el informe que el Comité de Bioética de España acaba de difundir sobre la priorización de recursos sanitarios en el contexto de la crisis del coronavirus:
“Crisis como las que estamos viviendo exteriorizan nuestras deficiencias personales e institucionales habituales o endémicas. Como tal, una epidemia grave, como otras crisis, debe ser también vista como una oportunidad para reflexionar y avanzar. La magnífica reacción de las ciudadanas y ciudadanos españoles tras la declaración del estado de alarma, y la ejemplaridad de tantos profesionales, empezando por los sanitarios, imprescindibles para superar la pandemia, nos hace albergar esperanza no solo en la pronta superación de esta crisis inédita en nuestra historia reciente, sino en nuestras posibilidades de mejora social como consecuencia de lo que ahora estamos viviendo.”
Poco más que añadir. Finalizo haciendo mía una reflexión de Alberto Rojas en Twitter. Algunos dirán que al expresarla en esos términos podemos estar pecando de superioridad moral o juzgando comportamientos ajenos que no somos capaces de entender, pero qué quieren que les diga, me da exactamente igual:
“Un país que lucha por que no se mueran sus ancianos (mis padres y los tuyos) es mucho mejor que cualquiera que lo permita.”
Y eso no lo vamos a permitir, nunca. Cuídense mucho.
Imagen principal: DonkeyHotey
Por favor, lee esto
Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público.
Apoya a Disidentia, haz clic aquí
Debe estar conectado para enviar un comentario.