El pasado fin de semana, a raíz de una discusión que tuve sobre las medidas estatales adoptadas con motivo de la pandemia COVID-19, pude darme cuenta, una vez más, que mi comprensión del mundo es fundamentalmente diferente de la de muchas otras personas. Siempre he pensado que hay un nivel de comprensión de las cosas en el que se puede llegar a acuerdos de mínimos con muchos otros. Suponiendo que todos comprendemos que todos los otros pueden tener necesidades y/o gustos diferentes, no me parecía descabellado pensar que todos podríamos ser mas felices si fuésemos capaces de permitir que los demás viviesen como a ellos mejor les parece.
Herbert Spencer hablaba del principio de la «Libertad igual»: cada uno es libre de hacer o dejar de hacer aquello que desea siempre que ello no afecte a la misma libertad de los demás. No se trata de un principio fácil de implementar en la práctica, pero en la teoría siempre pensé que -al menos en un determinado nivel- el mundo sería mucho más pacífico y libre si todos aplicásemos ese principio.
Ocurre que en ese “determinado nivel”, mi visión del mundo también es diferente a la de muchos de mis contemporáneos. Muchísima gente opina que es bueno obligar a otras personas a hacer algo. Desde la adopción de medidas de protección ante una epidemia y pertenencia a (y pago de) un seguro social obligatorio hasta la financiación de medios de comunicación o monopolios estatales (energía, bancos, tratamiento de basura, escuelas, …) pasando por la conversión forzada a una determinada religión, la imposición de embargos comerciales de “protección” o el control y la represión de países o grupos enteros de población. Parece que no existe ese “determinado nivel” de mis ensoñaciones.
Hagan cosas para ustedes, que les satisfagan, con sinceridad. Tal vez alguien las vea y le suponga satisfacción. Gesto a gesto, desde su libertad y el respeto escrupuloso a la de los demás. Tal vez sea suficiente para cambiar el mundo
La gente ve el mundo de manera diferente hasta en el más mínimo detalle, en todos los niveles. Esta idea sobrevenida me sacudió profundamente. ¿Cómo se supone que debo/puedo mejorar el mundo cuando no hay siguiera un nivel mínimo en el que podamos estar de acuerdo? ¿Cómo puedo mejorar el mundo si muchas personas, por mucho que se lo expliques, no pueden entender por qué un cambio hacia mayor libertad individual sería absolutamente mejor en absoluto o si no les importa lo que es mejor en general porque solo ven lo que es mejor para ellos mismos?
Pensando sobre estas cuestiones, encontré solo dos posibles respuestas. La primera respuesta es sencilla: forzar a mis semejantes a vivir según mi definición de «mejor», lo quieran o no, a través de la violencia o la astucia. Estaba enojado, y la idea tenía su atractivo desde aquel momento de ira. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, muchos otros no tienen reparos en usar la fuerza para obligarme a vivir de acuerdo con sus ideas de «mejor». ¡Habría llegado la hora de que probasen su propia medicina! Sería bueno acceder a una posición de poder, cambiar las leyes a través de una dictadura “del bien”, el cabildeo, o mediante think-tanks influyentes, incluso a través de la extorsión y el terror.
Sin embargo, a medida que iba avanzando en mis elucubraciones sobre como alcanzar el poder, una profunda sensación de malestar iba creciendo en mi interior. El primer dolor de estómago me lo produjo la certeza de que los diseñadores de lo obligatorio siempre tienden a maximizar su propio bien o el de sus clientes, no el bien general. Estoy convencido de que la igualdad ante la ley y la libertad individual conducirían al mejor resultado posible para todos con el tiempo. Pero, si pudiera imponer mi opinión sobre los demás, inevitablemente caería en la tentación de hacer excepciones a mis principios para satisfacer mis deseos privados. El poder corrompe y nadie es inmune a este efecto.
Además, y aquí viene el segundo problema (fuerte dolor de espalda), para construir mi “dictadura libertaria” tendría que conectarme con otras personas fuertes y poderosas. Y éstos, muy probablemente, solo me ayudarán si ellos pudiesen imponer también sus excepciones y dar trato preferencial a sus “necesidades”. Por lo tanto, la corrupción y los compromisos basados en el poder pronto erosionarán mis principios hasta que solo quedasen en eslóganes de una dictadura como cualquier otra. Por lo tanto, se puede suponer que cuanta más coerción haya en el sistema social, menos libertad individual e igualdad habrá, que es justamente lo contrario de lo que yo pretendía. En un nivel más abstracto, este resultado no parece demasiado sorprendente: vivimos en sociedades en las que es habitual, y percibido como justo y necesario, obligar a las otras personas a hacer cosas de manera “voluntaria”.
Entonces comencé a soltar la idea. “Deja de lado la idea de control, deja de lado la idea de poder cambiar algo”, me dije. Había llegado el momento de aceptar que yo tampoco iba a poder cambiar el mundo.
¿Y entonces? ¿Nada que hacer? Al contrario. En ese momento volví a recordar que sí puedo hacer bien lo que hago, al menos intentarlo. Tal vez el secreto esté en animar a todo el mundo a intentar ser todo aquello que cada uno puede ser, en lugar de empeñarse en ser lo que nunca se podrá ser. Hagan cosas para ustedes, que les satisfagan, con sinceridad. Tal vez alguien las vea y le suponga satisfacción. Gesto a gesto, desde su libertad y el respeto escrupuloso a la de los demás. Tal vez sea suficiente para cambiar el mundo.