Cuenta el profesor Jerónimo Molina una jugosa anécdota en su obra Julien Freund: lo político y la política (Sequitur, 2000). Corría 1955 y Freund trabajaba en su tesis doctoral. Solicitó al catedrático Jean Hyppolite que fuera el director de sus estudios. Éste, sin embargo, rehusó la petición. Uno de los argumentos centrales de Freund descansaba sobre el presupuesto schmittiano amigo-enemigo como base rectora de las relaciones políticas. Hyppolite, que vivía en el país de Fantasía y soñaba con una acción política sin enemigos, rechazaba frontalmente la argumentación intelectual de Freund. La dirección de la tesis fue asumida por Raymond Aron, que presidió el tribunal que juzgó la obra del doctorando. Hyppolite fue invitado a formar parte del panel académico. El estudio de Freund había despertado una inaudita expectación no sólo en el ámbito universitario francés, sino también en el político. La sala estaba abarrotada. En el transcurso del acto se produjo un diálogo que vino a tener el siguiente tenor:

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Hyppolite: No acepto que las relaciones políticas estén determinadas por relaciones de amigo-enemigo. El antagonismo se puede resolver mediante una política generosa y benefactora de la sociedad. Si la política es amigo-enemigo, si todo se reduce a eso, no me queda más que retirarme a cultivar mi jardín.

Freund: Lo que usted dice es que la benevolencia hace desaparecer al enemigo, pero esto no es así. Su enemigo no deja de serlo porque usted rechace considerarlo como tal. Es él quien le identifica a usted como enemigo porque ha elegido hacer de usted su enemigo y no le va a permitir cultivar su jardín.

Hyppolite: En ese caso, sólo me queda el suicidio.

Lo que esta historia nos revela es que las relaciones amigo-enemigo no sólo son inevitables porque forman parte de la realidad, sino que son el motor último del diálogo entre las naciones. La materia de la política ha sido precisamente y hasta tiempos recientes la de las relaciones entre las distintas potencias. La ocupación principal de los gobiernos –al margen del régimen político del momento– consistía en las relaciones con sus iguales; esto es, con los demás gobiernos. En oposición a esto, la acción interior, la doméstica, estaba prácticamente limitada al cobro de impuestos y al mantenimiento del orden mediante el imperio de la Ley.

El poder fabrica amigos y enemigos en toda clase de ámbitos, desde el de la unidad de España al de la ideología de género. Y últimamente en el terreno de la salud, en el que inculcan la aterradora idea de que todas las personas son una amenaza para todas las demás

La primera mitad del siglo XX se saldó con dos guerras mundiales. La factura de estos conflictos era demasiado alta. Las potencias europeas encontraron en los tratados de libre comercio la forma de encauzar sus relaciones con la esperanza de superar el imperativo político amigo-enemigo. Estos acuerdos dieron lugar a un mercado común que se convirtió en una comunidad económica que devino en lo que hoy es la Unión Europea. El resultado más relevante de todo este proceso es un hecho excepcional cuya normalización lo hace pasar desapercibido: una paz entre las naciones prolongada, sostenida y sin amenazas a la vista. Nadie teme hoy que la inquina atávica entre Alemania y Francia vuelva a arrastrar a Europa a un baño de sangre.

Sin embargo, esto no cambia un ápice la realidad de que las relaciones políticas son las de amigo-enemigo. Lo que esta larga paz sí ha cambiado es el ámbito de este binomio implacable. Veamos cómo lo ha hecho en el caso español. La llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa supuso el fin de las relaciones internacionales de España. No se sentía cómodo con sus iguales –los jefes de Gobierno de terceras potencias–, era habitual verlo solo y desorientado en todos los foros internacionales a los que asistía. La política exterior de todos los gobiernos que le precedieron podrían ser del gusto de unos o de otros; podrían ser más o menos exitosas; pero había una política exterior, había objetivos, había agenda y la relevancia de España en el concierto internacional crecía de forma sostenida. Todo eso se vino abajo a partir de 2004. La política exterior de España simplemente cesó, desapareció, dejó de existir.

Los presidentes del Gobierno que le siguieron abrazaron con entusiasmo la ausencia de agenda política exterior. No querían líos ni problemas ni enfrentamientos con nadie. Lo que diga Berlín.

El poder débil carece de entereza para hacer frente a sus iguales y hacerse valer ante ellos. Pero el poder es vanidoso y quiere, por sobre todas las cosas, ser respetado y temido. De ahí que la falta de fuerza que le empequeñece ante sus homólogos agiganta su mezquindad contra los que considera inferiores, contra sus gobernados. Porque el presupuesto político amigo-enemigo –ajeno a cualquier subjetivización moral– siempre permanece. Por esta razón, el abandono de las relaciones exteriores no significa su desaparición. Por un lado, el resto de las naciones siguen adelante en la eterna partida geopolítica, ya sin España por incomparecencia. Por el otro lado, el ensimismamiento interno de Moncloa ha generado relaciones amigo-enemigo en el seno de la propia Nación. Este cambio de paradigma es un deslizamiento político antinatural que ha propiciado una guerra soterrada del Estado contra la Nación cuyo punto álgido –por el momento– ha sido la rebelión de la Generalidad en 2017.

El Gobierno de España ha elegido como amigos y como enemigos al universo de sus gobernados. La acción política no tiene más razón de ser que la que se hace contra el enemigo. Si no los hay en el exterior –o Moncloa así lo finge por incompetencia o por comodidad–, el poder los crea en el interior para justificar sus acciones. Este es el proceso de polarización al que el Ejecutivo está sometiendo a los ciudadanos. El poder fabrica amigos y enemigos en toda clase de ámbitos, desde el de la unidad de España –cuya defensa es identificada como una posición extremista y peligrosa– al de la ideología de género –en la que el hombre heterosexual es un sospechoso universal–. Y últimamente en el terreno de la salud, en el que inculcan la aterradora idea de que todas las personas son una amenaza para todas las demás.

Una vez iniciado este proceso de creación de un enemigo interno para compensar la ausencia de atención a los externos y justificar las propias acciones, la dinámica de acción-reacción tiene muy difícil freno y su grado de irreversibilidad se incrementa a diario. Máxime cuando es el propio Gobierno de todos el que –mediante acciones y ciertas inacciones–fomenta la especie de que la unidad de la Nación política española es algo desdeñable y sin valor moral ni político. Así lo hace al dar por sentada la identificación de sus defensores con términos como fachas y franquistas. Es realmente asombroso que un Gobierno ataque a su Nación –que es la fuente de la emana su propia legitimidad y la legalidad que le da existencia– y que, al mismo tiempo, identifique como enemigos a quienes la defienden. El Gobierno de España, como Hyppolite, ha optado por el suicidio; pero no el propio, sino el de la Nación.

Esta situación no es algo que se circunscriba a Moncloa. El poder Legislativo acompaña al Ejecutivo en este viaje mientras el Judicial saluda con el pañuelo desde el andén. Los actores políticos están fomentando la polarización social para utilizarla en su provecho particular en el momento. Pero esto no es un juego. La fabricación deliberada de relaciones amigo-enemigo en el seno de la Nación con el fin de obtener réditos políticos coyunturales es algo muy peligroso. Si los poderes del Estado no tienen voluntad ni energía para detener esta escalada de tensión, ¿es razonable esperar que toda esa tensión en crecimiento constante y en aceleración se disuelva en la nada por sí sola?

Ante este escenario, es necesaria una reacción unida de la sociedad civil y que sea ella la que encuentre cauces para detener esta espiral de locura, para forzar a los actores políticos a adoptar cambios que pongan fin a este proceso de hostilidad civil. Entre estos cambios se presentan como los más urgentes el del sistema electoral para adoptar uno mayoritario y uninominal y el de la separación de los poderes Ejecutivo y Legislativo mediante elecciones separadas, con urnas distintas para cada poder.

Esto es, sólo podremos hacer frente al cambio de paradigma de las relaciones amigo-enemigo impuesto por el Gobierno –en el que el Leviatán del Estado dirige su ferocidad contra sus propios gobernados– mediante otro cambio de paradigma, este político e impuesto por los gobernados, que convierta al fin a los votantes en electores reales y directos de los poderes Ejecutivo y Legislativo.

Foto: seisdeagosto.


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Javier Torrox
Javier Torroz (1973) es Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada y Máster en Periodismo por la Universidad del País Vasco. Ha sido traductor y ha desarrollado su carrera profesional como periodista en el Diario Sur, La Voz de Cádiz, ABC y El Independiente de Cádiz. Es colaborador habitual del Diario de la República Constitucional. En la actualidad es asesor de comunicación.