“Ésta es la consecuencia última de la sabiduría: Solo quien debe conquistarlas cada día merece la libertad y la vida”

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Estas palabras que Johann Wolfgang von Goethe pone en labios de su Fausto resuenan en mi cabeza desde hace muchos años como una llamada monitoria cada vez que siento la tentación de acomodarme en las circunstancias de mi vida. Estoy absolutamente convencido de que luchar diariamente, sin miedo y con firme voluntad por la libertad individual es uno de los pilares en los que se basa mi felicidad familiar y profesional. No soy más libre porque soy feliz. Soy feliz porque lucho a diario por conservar mi independencia.

Durante siglos la sabiduría popular, apoyada sin duda en las palabras de algún sesudo mentor, ha comparado el proceso de maduración personal con la ascensión, no siempre fácil, a la cumbre de uno mismo. Es un camino duro, lleno de peripecias y sinsabores que no nos deben apartar de la meta que la vida nos propone: llegar a ser todo aquello que podemos ser.

Cada traspié una lección a aprender; cada esquina en el camino una aventura; cada aventura un examen sobre todo lo aprendido. Así hasta el final, cada uno de nosotros cargados con su atillo repleto de lo aprendido.

Es tal la cantidad de fuentes informativas, tal la cantidad misma de información que nos hemos convertido en víctimas de los titulares

Olvídense. Esto ya no funciona así, ni mucho menos. Parece que han pasado milenios desde que sólo los ricos y poderosos podían tener en casa una breve biblioteca. Lejanos aquellos  tiempos en los que aprender un oficio suponía abandonar el hogar tal vez para siempre. Nos resulta casi inimaginable la escena de un mercader esperando meses por una carta, de una afable dueña de su casa esperando ávida las visitas trimestrales del juglar favorito o el barbero de confianza. Hoy lo tenemos todo a un click de distancia.

Hoy la información no se aprende, ni siquiera se consume: la deglutimos sin masticar, la manejamos sin digerir y la desechamos ávidos del siguiente plato. Es tal la cantidad de fuentes informativas, tal la cantidad misma de información que nos hemos convertido en víctimas de los titulares.

A golpe de titulares hemos pasado del golpe de Estado en Egipto a las últimas cifras de paro en España, pasando por los papeles de Bárcenas y terminando en la última sesión de control parlamentaria. Cada titular, un empujoncito más hacia nuestro propio abismo. En un proceso casi perpetuo de retroalimentación, el titular lleva al consumo, el consumo exige nuevos titulares y ello en un ritmo cada vez más vetiginoso, en caída libre. Una vez en el tobogán, sólo queda esperar el final. Arrojados por la ladera del tiempo, empujados por los pregones que nosotros mismos –víctimas semiinconscientes de nuestra infoadicción- exigimos, pasamos a gran velocidad sobre casi todo lo que realmente importa.

Tras el festín de titulares, empachados de palabras, opinamos sobre todo lo que se nos pasa por la cabeza, armados de la convicción del ignorante. Olvidamos –quién sabe si voluntariamente– por un balsámico momento lo que realmente nos acucia: el colegio de los niños, la lavadora estropeada, la letra pendiente, el inseguro puesto de trabajo, la visita pendiente al dentista del cónyuge,… nuestro quehacer diario. Nuestra necesidad de tomar decisiones.

Hemos de buscar la libertad, la alegría y la felicidad en nosotros mismos, y salir a la vida para conseguir el pan

Olvidamos que nadie nos regala ni el pan ni la libertad. La libertad y el pan han de ser conquistados, en raras ocasiones nos vienen regalados. No lo duden, hemos de buscar la libertad, la alegría y la felicidad en nosotros mismos, y salir a la vida para conseguir el pan.

Si conseguimos actuar, pensar, sentir y querer ser quien soñamos ser habremos dado el primer paso de nuestra personal “guerra de autodeterminación”. La autodeterminación requiere en primer lugar la independencia interna. Por esto es importante ser uno mismo quien cuide y atienda las propias necesidades. Ser uno mismo capaz de identificar y reconocer los propios errores. Darse cuenta que mantenerse en estado continuo de aprendizaje es un paso esencial para garantizar la propia libertad. No limitarse a sentir los beneficios de la libertad, sino llenar los días de gestos que nos permitan experimentarla con otras personas.

No solo estamos derrochando nuestros recursos, también estamos convirtiéndonos en discapacitados obligatorios

Pero preferimos devorar titulares, programillas televisivos que nos muestren las miserias de otros, amigos de la noticia y la risa fáciles. Opinadores y todólogos nos abandonamos en manos de nuestra gran ilusión: el Estado derrama sobre nosotros la magia social y gratuita de su cuerno de la abundancia. Es precisamente esa ilusión la que nos sustrae de la necesidad de contribuir en primera persona en la consecución de nuestros objetivos. No solo estamos derrochando nuestros recursos, también estamos convirtiéndonos en discapacitados obligatorios, adiestrados en el desaliento y la pasividad, incapaces de levantarnos por las mañanas y ponernos en la tarea que realmente nos hace felices: la conquista de nuestra vida desde nuestra voluntad.

Nos arrojamos por la pendiente de los ellos, de telediario en telediario, de cadena en cadena, de titular en titular. Y cuando lleguemos al final de la ladera, cuando la inercia y la pendiente dejen de dictar nuestra frenética caída, seremos todos iguales: unos rotos, los más suavemente redondeados por la fuerza abrasiva de todo aquello que ignoramos y los titulares que nos empujaron.

Los odiadores de lo individual, de la excelencia; los envidiadores y los planificadores habrán logrado -sin quererlo- su objetivo: seremos cantos rodados.

Foto: Jacek Dylag


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