A Guillermo Gortázar le gusta repetir que la política consiste en no saber lo que pueda pasar mañana, y no lo dice por gastar una broma sino porque, en el fondo, estará de acuerdo con uno de los dichos que se atribuye a Mike Tyson: “todo el mundo tiene un plan hasta que te sueltan el primer puñetazo”. Visto lo cual, resultará que la distinción entre buenos políticos y malos políticos no puede hacerse sobre la base de suponer que los primeros son los que siempre aciertan y los segundos los que se siempre se equivocan, porque con esa distinción no habría ni buenos ni malos políticos, lo que no es lo mismo que afirmar, como los lectores maliciosos se estarán imaginando, que todos los políticos son unos malhechores.

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Como no se sabe lo que puede suceder mañana, cuando ocurre que te han dado un puñetazo hay que reaccionar, y el político que acierta a hacerlo es, como mínimo, un profesional competente, mientras que el que mira para otro lado o espera a que el panorama se despeje no es ni siquiera eso. Hacer buenas políticas implica, por supuesto, tener planes, pero ser buen político exige saber reaccionar con prontitud y energía ante las adversidades.

Menos mal que existen las sorpresas, porque, en caso contrario, hay políticos que nos tendrían en permanente remojo

Hay una especie muy perniciosa de políticos que juegan al victimismo, a hacerse los sufridores y amenazan al público con continuas advertencias de que volverán a ponerse en píe y harán de nuevo, esta vez bien, lo que han hecho mal. Este tipo de sujetos es abundante y molesto porque conducen a sus seguidores a una prolongada melancolía, a una rutina quejumbrosa que pretende convertir sus fracasos en victorias épicas y condenan a todo el mundo al aburrimiento y a la desesperación porque, además, nunca tienen la inteligencia de marcharse a su casa: son como aquel corneta de “El guateque” (una genial interpretación de Peter Sellers) que habiendo sido tiroteado tenía que caerse muerto, pero se empeñaba en seguir tocando su trompeta para desesperación del director de la escena bélica. Y no sigo, porque no me gusta señalar.

Volvamos a los planes. En “La caza del octubre rojo”, el personaje que interpreta Fred Thompson, que hace de comandante de un portaaviones norteamericano, le comenta a un colega que “los marinos rusos no van ni a mear sin tener un plan”, idea que, sea o no exacta, le permite descartar algunas hipótesis en un escenario de guerra. Pues bien, en política no hay que ser tan exagerados como Thompson supone que son los rusos, hay que saber improvisar, reaccionar a tiempo, adelantarse, si se puede, a la iniciativa del más torpe. Claro es que, para poder hacer tal cosa, hay que tener un objetivo claro, no vaya a ser que una vez que el plan inicial se ha venido abajo por la bofetada, la reacción consista en pegarse un tiro en el píe.

Hay dos notas que me parecen esenciales en el plan maestro capaz de superar el trompazo del adversario. La primera es que el objetivo no puede ser negativo, no puede consistir en un mero “quitar a alguien para ponerme yo”, porque ese tipo de metas son de muy corto alcance e inducen a que el público piense, y acierta con ello, que el político va “a lo suyo”, es decir que no va a lo de quienes debiera representar. Cuando se habla de la crisis del bipartidismo bien pudiéramos estar pensando precisamente en esto, en que los grandes partidos han podido dar la sensación de que se desentendían de las cuestiones que interesan al público para volcarse en las que solo a ellos interesan, en aquello que les sirve para ganar votos… y luego ya veremos.  Una pista: decía Quevedo que nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir.

La segunda nota que tendría que cumplir un plan maestro es el reverso de la primera: debe incluir de modo inexcusable un proyecto nuevo, distinto a otros, ambicioso y amable. Sería fácil continuar con los calificativos, pero me parece que basta con decir que los planes políticos no son nada si no se cuenta con las multitudes, en esto soy leninista, qué se le va a hacer. Claro es que hay muchas maneras de contar con las multitudes, se las puede hacer desfilar, en esto los maestros han sido don Benito y don Adolfo, se las puede halagar, se las puede confundir, se las puede manipular, etc. etc., pero también se las puede escuchar, atender y entender. Se puede hablar con ellas, ya sé que es molesto, y se las puede respetar contándoles la verdad de lo que ocurre, un duro ejercicio que se suele sustituir por diversos tipos de monserga que se suponen fáciles de aplaudir.

Los políticos españoles han inventado algunas consejas para disimular sus malos pasos, convencidos por un cierto fatalismo que les indica que, si llegan a determinada posición, al final acabarán en lo más alto. Esta sabiduría se reduce a la espera, eso sí, sin que nadie se salga del carril, porque, según esta picaresca, si se rompe la formación no hay manera de llegar a ninguna parte. Estas dos máximas tan socorridas son más falsas que un duro de chocolate, pero algo hay que decir para disculpar la insignificancia: la primera ordena “el control y el dominio de los tiempos” (en términos del almirante interpretado por Thompson, saber cuándo los rusos van a ir a mear) y la segunda preconiza lo que se ha llamado “la lluvia fina”, no dar disgustos, no tener ocurrencias, no levantar la voz y esperar a que el cadáver, ya anciano y achacoso, del enemigo pase por la puerta del líder paciente.

Menos mal que existen las sorpresas, porque, en caso contrario, hay políticos que nos tendrían en permanente remojo. El buen político ha de sobreponerse a las sorpresas adversas, pero, sobre todo, ha de saber provocar sorpresas favorables, ha de ocuparse en atizar el fuego de la esperanza con alguna alegría.

Alguien podría pensar que en España es poco prudente recomendar las sorpresas, visto que tenemos como presidente a un prestidigitador que dice sacar conejos de una chistera de la que no salen más que bodrios, pero el hecho de que pueda mantenerse en el poder un político con tan mermadas cualidades para persuadir a personas con alguna inteligencia, no hace sino subrayar que hace falta ensayar el humorismo y la capacidad de llamar la atención, a ser posible, para proponer algo que nos haga mirar el futuro con alguna indulgencia. El panorama es sombrío, sin duda, la Moncloa nos propone que consideremos milagrosa la vacunación (“¡hemos dado un ejemplo al mundo!”) y el aterrizaje de unas docenas de aviones desde la lejana tierra de los talibán, amén de otras sorpresas nada menores como la de afirmar que no se puede suspender a nadie no sea que se traumatice. Les invito a que piensen que es más asombroso, que el CIS vaticine una nueva remontada de su jefe, o que eso pueda ser siquiera concebible.

Foto: Populares de Madrid.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web