Lo que siente cualquier español ante lo que ocurre en Cataluña se puede expresar con versos de Cesar Vallejo “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! […] …Abren zanjas oscuras / en el rostro más fiero”, porque lo que allí ocurre nos pasa a todos, y nos deja en manos de una turbamulta de sentimientos entre los que predominan el desconcierto ante lo que no se entiende y la rabia ante lo que no parece que podamos evitar.
Estamos ante un problema político de primer orden porque afecta a lo más básico, no ya a la Constitución escrita, sino a aquello en que ella se funda, a la voluntad constituyente (artículo 2º de la CE de 1978) de la Nación española y a su unidad indisoluble que allí se proclama. Y esto es lo realmente grave, más allá de que esa falla en el corazón del sistema político se manifieste ahora de una forma incendiaria.
Resolver ese problema, encontrar una fórmula a la que se alude pero que nadie es capaz de expresar con nitidez, es el mayor desafío político al que nos enfrentamos en 2019 y hemos de resolverlo con los medios que contamos, aunque estos nos parezcan insuficientes, incluso mezquinos. Lo contrario nos avocaría a un conflicto civil, tal vez a una guerra, algo que nadie parece querer, pero que acabaría sucediendo si los que pueden no se deciden a evitarlo.
Lo que está en juego es la dignidad nacional, también la de los catalanes y, por supuesto, en primer lugar, la de aquellos catalanes y catalanas que no comulgan ni con los delirios secesionistas ni con su reducción a ciudadanos de segunda ni con ninguna trampa en las reglas del juego político en una democracia
Para empezar, sería necesario, a mi modesto entender, tratar de separar los distintos factores que han contribuido a crear el conflicto en su forma actual, porque cada uno de ellos exige un tratamiento diferenciado. No hay, por desgracia, fórmula magistral ni triaca máxima que pueda sanar el mal o disolver. de manera más o menos mágica, el conflicto. No la hay, en primer lugar, en las formas doctrinarias que algunos pretenden aplicar al caso, sea acudiendo a la verdad abstracta de la igualdad de todos, que niega desde su raíz el problema, o a la fórmula política federal que pudiera contentar a quienes no parecen querer contentarse con ninguna fórmula que no sea una victoria absoluta, la independencia completa y en forma de gratis total.
Aunque el caso requeriría más precisiones, trataré de proponer un mínimo de afirmaciones que podrían ayudarnos a entenderlo para luego tratar de buscarle alguna especie de solución. En primer lugar, hay un hecho cultural indiscutible, los catalanes nacionalistas profesan una doctrina específicamente antimoderna que consiste en mantener la creencia de que el territorio político que ocupan les pertenece en exclusiva, que es solo de los catalanes y de nadie más. El mundo moderno, desde el siglo XVI para simplificar, se ha edificado sobre la base de la idea contraria, pero eso no parece haber servido de gran cosa a quienes se sienten dueños naturales y exclusivos de una Cataluña más que milenaria.
De ese sentimiento atávico se deriva una consecuencia muy fácil de comprender, se sienten superiores a quienes son distintos (dada la premisa inicial, lo contrario sería inconcebible) y de ahí un cierto supremacismo cultural que se traduce en la extraordinaria molestia que les produce sentirse gobernados desde fuera, desde Madrid, en concreto. Estas tres posiciones existen en un plano que resulta por completo reticente a cualquier racionalización que pretenda deconstruirlo y constituye una base muy sólida para que prendan determinados tipos de política.
En un segundo plano, su forma de autocomprensión les lleva a reinterpretar su historia de la manera más favorable, cosa que todos hacemos de uno u otro modo, pero, en su caso, tienden a olvidar, en concreto que aceptaron de manera muy mayoritaria el pacto constitucional del 78, que no se puede entender sin un empeño bastante generoso en obtener su beneplácito, y que, si son desleales a ese pacto, no pueden esperar que la otra parte admita con facilidad lo que proponen ya fuera de ese paradigma y sin negociación. El derecho a decidir y la declaración unilateral de independencia son los dos grandes inventos en que han pretendido apoyar esa desvinculación, pero ni el primero tiene el menor sentido, ni la segunda puede existir ni ha existido jamás. Los intentos de secesión que en el mundo han sido solo admiten dos fórmulas, la negociación (entre Noruega y Suecia, por ejemplo) o la guerra (como la de Secesión en EEUU o las de los Balcanes).
Por último, los orígenes del procés, lleve a lo que lleve, están en la huida hacia adelante del presidente Mas al proponer a Rajoy un trato fiscal que ni siquiera un político tan descaradamente flexible como don Mariano podía conceder, en especial dada la dramática situación de la economía española en 2012.
Estas son las cuadernas principales sobre las que se ha construido el conflicto, visto con perspectiva española, y querría dedicar un par de ideas a decir lo que se puede esperar, lo que no se puede hacer y lo que cabe desear, porque, insisto, no solo nos vamos a jugar el lugar de Cataluña en España y en el mundo, sino el sentido de nuestra existencia como Nación, por eso nos afecta a todos y no solo a quienes pretenden ser los únicos legitimados para decidir sobre Cataluña.
Quienes no deseamos una guerra, tenemos que esforzarnos por reconducir la situación a escenarios de conversación, a búsqueda de soluciones, entendiendo por tal algo muy distinto a ceder en lo que no podemos ceder, como son el respeto a la dignidad de la Ley y a la soberanía nacional, y cualquier clase de cesión sin obtener garantías de respeto a lo pactado y las correspondientes contraprestaciones. En este punto, la experiencia de las últimas décadas invita más a una solución de punto y aparte que a cualquier fórmula de continuidad en los traspasos de competencias y en el menoscabo de la única soberanía.
En esta convicción se enmarca lo que cabe esperar, que la violencia desatada y el victimismo de las instituciones catalanas dejen paso a actitudes más abiertas y conscientes de la naturaleza y los límites del problema, y que el Estado sepa y pueda aplicar con determinación y prudencia los medios necesarios para ayudar a conseguirlo. Que los catalanes sean españoles, más allá de lo que sientan o digan sentir al respecto, nos obliga a los demás a buscarles salida y acomodo en la Patria común.
Hay una lección que los políticos catalanes están tardando en aprender y en los próximos días, esa ignorancia puede traer mucho dolor, y es que la independencia de Cataluña es casi un imposible lógico en el mundo de hoy, y debiera bastarles con ver el absoluto desentendimiento del resto de las naciones respecto de su pretensión, y con comprobar que solo han obtenido alguna especie de audiencia, y en medios muy distorsivos, cuando han mentido como bellacos, pero ya han podido ver como incluso las mentiras catalanas tienen las patas muy cortas.
Los Puigdemont y los Torra ya han obtenido su recompensa y solo su mentecatez les puede excusar de ignorarlo; acaban de poner su causa en manos de los antisistema y está por ver que estos elementos hayan conseguido algo en alguna ocasión, salvo ridículos más o menos prolongados. Es la hora, pues, de que otros tomen el relevo, de que la rica y diversa sociedad catalana se decida a desprenderse de la mordaza y las bridas con las que pretenden sujetarla los radicales que quieren llevarlos a un suicidio colectivo, pero es muy mal camino pretender que la victoria se obtendrá enardeciendo a ignorantes del justo valor de una de las sentencias más moderadas y pedagógicas del Tribunal Supremo, a base de desconocer, lo que parece muy poco catalán, los precios más elementales que se han de pagar cuando se realizan actos que tienen pena tasada, porque no puede ser de otra manera.
Más allá de los sentimientos, es la hora del realismo y de la buena lógica, también por parte del resto de españoles que deberíamos esforzarnos en suplir con afecto y con los mejores deseos, el profundo desasosiego y el enorme dolor que nos causa esta incierta aventura catalana. Su resultado no puede sernos ajeno porque lo que está en juego es la dignidad nacional, también la de los catalanes y, por supuesto, en primer lugar, la de aquellos catalanes y catalanas que no comulgan ni con los delirios secesionistas ni con su reducción a ciudadanos de segunda ni con ninguna trampa en las reglas del juego político en una democracia.