Me temo que en España no aprendemos. Como siempre, hay excepciones, pero más del noventa por ciento de los análisis que he leído en relación al reciente cambio de gobierno, se detenían en los aspectos más llamativos, pero también más epidérmicos, de la mudanza.
Entre los excesos etílicos de unos y las preferencias sexuales de los otros (y de las otras, claro), he visto y leído cómo se diseccionaban las maquinaciones internas de la anterior camarilla de poder, la función casi rasputinesca atribuida a los asesores políticos, debates sobre las fórmulas de la toma de posesión y hasta los vestidos de las, a partir de ahora, ministras. Todo un despliegue para confirmar, por si alguien lo dudaba, que la política es hoy espectáculo o, peor aún, mera pasarela, y que la distancia que separaba antaño a los llamados rotativos serios de la prensa cuché se ha estrechado hasta convertirse en delgada línea rosa.
Ni lamento ni me alegro del hecho en sí, al fin y al cabo signo y reflejo de estos tiempos que permiten por ejemplo a populistas y antisistemas acceder al poder, desde USA hasta Italia, con una facilidad que nos hubiera pasmado hace menos de un lustro. Sí deploro, y es el aspecto que me interesa resaltar, que la atención dispensada por unos, los protagonistas, y otros, los analistas, a la vertiente más frívola de la política, atenúe y arrincone el interés por asuntos de más hondo calado.
Estamos viviendo una de las crisis más profunda de nuestro sistema político, la que más desde que se instauró el vigente régimen democrático
Un rasgo que, por otra parte, no tendría mayor importancia si los tiempos fueran otros y no estuviéramos viviendo una de las crisis más profundas de nuestro sistema político. Desde luego, la que más desde que se instauró el vigente régimen democrático.
Las palabras anteriores fuerzan siempre a quien las pronuncia o escribe a hacer inmediatas protestas contra el catastrofismo, que tiene entre nosotros mucha peor prensa que el adanismo progre del anterior presidente socialista del Gobierno.
Se cuenta que cuando los dirigentes independentistas catalanes tomaban el puente aéreo de Barcelona a Madrid, se decían con sorna: “veremos si podemos aterrizar antes de que se rompa España”. De eso hace ya algún tiempo y, como ven, aquí seguimos, más revueltos que juntos, pero sin que la primera República catalana tenga todavía su bandera en la sede de Naciones Unidas. Corolario: no era para tanto o, como se ha dicho hasta la saciedad en esta crisis, el Estado de Derecho tiene sobrados mecanismos legales para defenderse.
En efecto, no negaremos lo obvio: el Estado de derecho se ha puesto en marcha y uno de sus pilares fundamentales, la Justicia, ha actuado con la contundencia debida. Ahora bien, a nadie se le escapa, o se le debiera escapar, que siendo necesaria, esa actuación por si sola no es suficiente.
Por decirlo en los términos tautológicos cuya implicación última no se le pueden escapar al más lerdo, un problema político es un problema político y requiere soluciones políticas. Ítem más: en un sistema democrático, y en los tiempos que corren con mayor motivo, la política, nos guste más o menos, deviene un instrumento subordinado o, como mínimo, muy dependiente de los movimientos sociales, plataformas ciudadanas, mareas de opinión y protestas organizadas.
A la larga, que hoy en día con la aceleración que vivimos es un escaso puñado de años, un orden democráticamente constituido no puede permitirse la desafección de la mitad de los ciudadanos de un territorio. No digo que la totalidad haya de claudicar frente a las demandas de una parte, pero sí que es un problema grave que exige no autodeterminación sino determinación a secas, es decir, encararlo de frente, sin engaños ni autoengaños. Cito a conciencia estos dos últimos términos porque creo que son los más característicos del modo en que hasta ahora se ha abordado el problema.
Tantas mentiras dejan una larga estela de cesiones, torpezas y debilidades que provocaron una desmoralización generalizada
De tantos engaños y autoengaños por parte y parte vienen los lodos que hoy empantanan el conflicto. Y, para centrarme en la trayectoria seguida hasta ahora por el gobierno de España, principal responsable de hacer frente al golpe secesionista, tantas mentiras dejan una larga estela de cesiones, torpezas y debilidades que, no por casualidad, han provocado primero una desmoralización generalizada y luego una tibia respuesta ciudadana –manifestaciones y exhibición de banderas constitucionales-, que no han tenido continuidad o han sido atajadas en seco.
Algunas lecciones de la historia
No soy muy amigo de las analogías históricas. La historia no se repite, ni siquiera como farsa, según decía Karl Marx. Cada época es distinta a cualquier otra porque el conjunto de circunstancias del momento es imposible de reproducir. Ahora bien, eso no quiere decir que no podamos extraer algunas lecciones provechosas del conocimiento histórico.
España vivió la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas con vergüenza, como una humillación
España vivió en 1898 una traumática desintegración territorial. La perspectiva actual distorsiona la percepción porque tras más de un siglo de descolonización tendemos a pensar que Cuba, Puerto Rico y Filipinas eran colonias, algo sustancialmente distinto de la integridad territorial de la metrópoli. Sea como fuere, lo que me interesa destacar aquí es que España vivió la pérdida con vergüenza, como una humillación.
Con independencia de sus fuerzas y la naturaleza del conflicto, el gobierno español no estuvo a la altura del desafío histórico. Asesinado Antonio Cánovas, el duro de la época, en 1897, el gobierno de Práxedes Sagasta destituyó al otro duro, el general Valeriano Weyler, buscando una negociación imposible a aquellas alturas. Cuarenta años antes de Neville Chamberlain, el gobierno español también eligió el deshonor para parar la guerra y cosechó ambos, con el agravante en su caso de que terminó por ir al enfrentamiento bélico con los EEUU para perder todo, entregarse y rendirse lo antes posible.
Cuarenta años antes que Neville Chamberlain, el gobierno español también eligió el deshonor para parar la guerra y cosechó ambos
Sin esas coordenadas es imposible entender la percepción de la época: no era una derrota, una pérdida, ¡era un desastre! Ese término, desastre, se extenderá a buena parte de la acción exterior de España en los años subsiguientes: desastre del Barranco del Lobo (1909), desastre de Annual (1921). Mientras una porción considerable de la sociedad española miraba hacia otro lado y seguía con sus diversiones, las elites se sumieron en un profundo pesimismo que se extiende al menos hasta la Transición.
La debilidad del Estado
Hoy tendemos a tratar con cierta displicencia aquella reflexión sobre el dolor de España que desemboca en percepción de decadencia insondable, luego fracaso, después anomalía y, al fin, perplejidad y angustia sobre el ser nacional. Hoy la historiografía no admite el criterio de excepcionalidad e insiste en la “normalidad” española en el contexto europeo. Pero sigue latiendo, en cada crisis política, el problema de la identidad y la siempre abierta cuestión nacional. Millones de españoles ni se sienten tales ni se reconocen en los símbolos nacionales. Otros muchos sigue dando por bueno el resignado aserto canovista: “somos españoles porque no podemos ser otra cosa”.
La consecuencia inmediata de esta situación es la debilidad del Estado para hacer frente a sus enemigos. Potencias invasoras no tenemos desde Napoleón. Ante otros enemigos, incluso muy menores, España ha rehuido sus compromisos y se ha escabullido con el rabo entre las piernas: así salimos del Sahara Occidental en 1975. En esto el franquismo continuó nuestra gloriosa tradición de escapadas contemporáneas.
Ahora con el desafío interno, seguimos con la misma tónica: no agarrar el toro por los cuernos. Entiéndaseme: no estoy sugiriendo barbaridades, como entrar con los tanques por la avenida Diagonal de Barcelona. Estoy hablando en otro registro: por ejemplo, no puede seguir el relato en manos de los secesionistas, ni dejarles el monopolio de la enseñanza y los medios de comunicación. Hay que ganar la batalla de la propaganda internacional (¿estamos haciendo las cosas bien cuando Estados tan distintos como Bélgica, Suiza, Alemania y Reino Unido nos dan con la puerta en las narices?).
Los dos grandes partidos del turno, como en la Restauración, mantienen una misma política de entreguismo y vulnerabilidad
Nuestro gran problema es que esto no es ya un problema de gobierno sino de Estado: los dos grandes partidos del turno, como en la Restauración, mantienen con matices una misma política de entreguismo y vulnerabilidad. Mientras tanto, en una tendencia centrífuga desatada, otros partidos nacionalistas y autonomías (País Vasco, Navarra, Baleares, Comunidad Valenciana) esperan su turno. Así que, volviendo a lo que decía al principio, aunque me alegro de la alta participación femenina, comprenderán que no me parezca apasionante el debate sobre si debe decir o no «Consejo de ministros y ministras«.
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