Me duele escribir sobre César cuando acaba de morir, no sólo porque haya desaparecido físicamente (pues su desaparición moral fue un poco anterior), sino porque no querría que mi elogio de su figura se abonase a esa costumbre, acaso piadosa, de hablar bien de los que se ausentan para siempre. La figura de César merece un homenaje mayor, el que se debe siempre a los valientes, a los verdaderos patriotas. Cesar dejó de escribir en su periódico porque quisieron domarlo, reprimir las verdades que consideraba necesario escribir, apartarle de su obligación de pensar con claridad y hablar sin miedo. El motivo de su negativa a seguir escribiendo para ABC puede considerarse nimio, pero César sabía muy bien que cuando se aceptan ciertos principios nadie puede poner fin a las peores consecuencias.
César Alonso de los Ríos ha sido un personaje con un elevadísimo nivel de exigencia moral e intelectual que creía que buscar la verdad y explicarla de la manera más clara posible era el derecho y la obligación ineludible del periodista
César Alonso de los Ríos (Osorno, Palencia, 1936 – Madrid, 2018) ha sido un periodista brillante, un gran conversador, un analista atrevido y profundo, un hombre extraordinariamente inteligente y culto, un personaje con un elevadísimo nivel de exigencia moral e intelectual que creía que buscar la verdad y explicarla de la manera más clara posible era el derecho y la obligación ineludible del periodista, de cualquiera que tome la pluma. Como eso hay que hacerlo en un mundo sin ángeles, en el que abundan más los intereses y las mentiras que la buena información, César era un peleón, podía resultar incómodo.
Su biografía fue, de hecho, una casi constante mutación, muy típica de las peripecias de nuestra reciente historia, y le llevó desde el palentino colegio jesuita al “Felipe”, el FLP de los sesenta, con el que conoció la cárcel de la que le sacó Delibes, su amigo y maestro; luego al PCE, en el que vivió situaciones históricas que contaba con su mejor humor, para acabar recalando en una socialdemocracia bienintencionada y, tras una madura reflexión llena de experiencia y de coraje, acabar recalando en las playas de la otra orilla, sin renunciar jamás ni a la honradez de castellano viejo, ni a la plena libertad que había conquistado a base de no creerse nunca del todo la mayoría de las cosas que escuchaba, a base de comprobar por su cuenta la verdad y el peso de cada una de las afirmaciones decisivas.
Nunca se opuso a que se cambiase de opinión, ¡cómo iba a hacerlo un español de su generación!, sino a que los cambios se debieran al puro provecho, en especial, cuando iban acompañados del disimulo retrospectivo y de las falsas razones. Una de las partes más importantes de su trabajo intelectual se dedicó precisamente a eso, y se tradujo en dos libros breves, luminosos, agudos como cuchillos, que desmontaron de manera concienzuda las biografías impostadas y oportunistas de unos cuantos, y muy famosos, supuestos “luchadores antifranquistas” que nunca lo fueron cuando serlo era comprometido y que pretendieron cubrirse de honores por una lucha en la que en realidad nunca participaron.
La verdad sobre Tierno Galván (Anaya & Mario Muchnik, 1997) y Yo tenía un camarada. El pasado franquista de los maestros de la izquierda (Áltera, 2007), son dos libros absolutamente ejemplares y reveladores, dos obras maestras de la precisión y la brevedad, dos monumentos a la decencia intelectual, sin un ápice de resentimiento, con la verdad desnuda y bien explicada, sin un gramo de “paja”, puro “trigo” de realidad bien analizada y documentada, dos obras que nadie puede leer sin asombro y sin cierto regocijo, el que siempre procura el descubrimiento de la picardía, del poder entontecedor de la mentira cuando resulta recrecida por la vanidad más estúpida.
Muchos no le perdonarán jamás a César Alonso de los Ríos haber derribado con tanta elegancia esos mitos, pero muchos más debemos agradecerle un servicio que nadie mejor que él estaba en condiciones de prestar. Ver, por ejemplo, cómo unos cuantos de los padres del nacionalismo catalán (de izquierdas, por supuesto) fueron decididos partidarios del nazismo y aduladores de Franco, o como un supuesto “niño republicano” fue aproximadamente lo contrario, constituirá un manjar tan sorprendente como delicioso para cualquiera que se adentre en esas breves y sustanciosas páginas.
Algunos decidieron hermosear su supuesta cruzada contra el franquismo avalando la identificación de la democracia y la ruptura de la unidad nacional
La segunda gran aportación de César al esclarecimiento de la historia política contemporánea está en su poderosa denuncia de la traición de una buena parte de la izquierda a la nación española, un error cuyas consecuencias todavía no han cesado, como es obvio. Algunos decidieron hermosear su supuesta cruzada contra el franquismo avalando la identificación de la democracia y la ruptura de la unidad nacional y esa maniobra mentirosa ha ido a parar en la debilidad de la conciencia nacional en los partidos de izquierda. Combatir esa confusión de la democracia con el desmembramiento de la patria común de todos los españoles ha sido una preocupación constante del autor y dejó cumplido análisis de esa fechoría en otros dos libros excelentes La izquierda y la nación. Una traición políticamente incorrecta (Planeta, 1999), y Yo digo España. Contra la disolución nacional alentada por la izquierda (Libros Libres, 2006). De nuevo dos textos breves, incisivos, enormemente reveladores y comprometidos.
Su exigencia moral y su independencia de criterio lo convertían en un látigo de tópicos, en un certerísimo debelador de prejuicios, en un enemigo mortal de la pudibundez y la corrección política al uso. Es una desgracia que tengamos que considerar como un personaje excepcional, a alguien con una inteligencia tan profunda y atenta, a un intelectual muy preocupado por hacer llegar a sus conciudadanos una información bien trabajada, sin prejuicios, sin ningún vasallaje. Por fortuna, César se parecía a sus maestros (Delibes, Unamuno, el Quijote) en honradez y en una sencillez ayuna de cualquier clase de barroquismos y disimulos, era como ellos, un hombre alto y delgado, de aire unamuniano y quijotesco, de gafas quevedianas, de carácter socarrón y afectuoso, pero de honradez implacable, y dotado de una moralidad exigente que le llevaba a oponerse con vigor a los disfraces y las mentiras interesadas, esas que nacen para rentabilidad de quien las inventa y olvidan por completo el derecho de todos a conocer cómo fueron de verdad las cosas. César se empleó sin desmayo en ese empeño al que fue fiel sin temor a ser tenido por aguafiestas cuando no por inquisidor: “Qué se va a hacer. Son riesgos del oficio”, decía, un quehacer que ennobleció como merece.
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