Chile no deja de causar asombro. El gobierno de Salvador Allende llevó a un país entonces bastante conservador por un camino de (r)evolución marxista. “Esto no es el socialismo, pero es el camino del socialismo”, decía Allende cuando había hecho todo lo que se esperaba de un buen socialista: el Estado controlaba la economía, la había arruinado por completo, perseguía con saña a los resistentes al nuevo régimen e incluso había cerrado los periódicos de la oposición. ¿Qué más se le podía pedir? Que diese el paso hacia el régimen político de la URSS, a la que Allende llamaba “nuestro hermano mayor”.
El golpe de Estado de Pinochet creó asombro, sí. Y espanto. Las víctimas superan los tres millares entre muertos y desaparecidos. Los militares quisieron controlar la economía con mentalidad castrista; es decir, recurrieron al socialismo. Aquello no salió bien, claro, y se rindieron ante un grupo de estudiosos que habían aprendido economía en la Universidad de Chile.
La nueva Constitución, que no había sido pedida por el pueblo chileno, que la izquierda introdujo ¡de cuña! en el debate público, que la propia izquierda elaboró desde la cámara constitucional, casi toda ella en sus manos, fue finalmente rechazada por el pueblo chileno
El resultado fue una recuperación portentosa de la economía chilena. El país era ¡tan pobre! que aún con esas reformas siguió muchos años en el subdesarrollo. Pero el salto económico y social, incluso durante la dictadura, fue espectacular. La pobreza se redujo a más de la mitad a menos de un cuarto de la población.
El asombro volvió a las miradas que se fijaron en Chile cuando el dictador convocó un referéndum sobre la continuidad del régimen, el resultado fue negativo, y lo aceptó sin rechistar. Pudo tener mucho de cálculo político y personal: o se reforzaba con el apoyo mayoritario de la sociedad, o se ofrecía a sí mismo una airosa vía de salida, que fue lo que ocurrió.
Luego llegó la época de aburrimiento, que en política es siempre la mejor. El régimen de Pinochet concede una Constitución democrática, y funciona de forma más o menos adecuada. Si hay algo que reprocharle a esa democracia no es la Constitución, sino el modo en que un grupo de partidos, la concertación, han hecho del turnismo una farsa, impidiendo que llegue al poder el partido pinochetista. Pero finalmente lo hizo, y fue entonces cuando se completó el proceso de democratización en Chile.
El cambio de gobierno por medio de elecciones democráticas ha funcionado bien. En este tiempo, además, la economía se ha ido liberalizando. El sistema de pensiones tiene problemas, pero provienen sobre todo de que su implantación no ha sido tan completa como hubiera debido. Pero ha contribuido a fomentar el ahorro y la acumulación del capital, y el desarrollo del sistema financiero. Chile entró a formar parte del club de los países desarrollados, la OCDE, en 2010; 20 años después de la vuelta de Chile a la democracia.
El índice Gini es una forma de acercarse a la medida de la desigualdad económica. En 1990, último año de Pinochet, estaba en 57,2; un dato muy alto. El último dato, que es de 2020, es 44,9. Es un dato aún muy alto, pero queda por debajo de Brasil (52,9), y cercano al de Argentina (42). Pero décadas de crecimiento y drástica reducción de la pobreza no habían convencido a una parte del país de la bondad del sistema democrático y del modelo chileno. Han sido tres décadas de normalidad; mucho sería decir que de aburrimiento. Hasta que en 2019, el sistema salta por los aires y vuelve el asombro.
Se producen protestas en la calle por cuestiones de cariz económico. El liderazgo de las protestas lo asumen los de siempre, que ejercen la violencia revolucionaria con denuedo. Y desde la izquierda se dice que lo que pide el pueblo, que son ellos, es una nueva Constitución. Nunca se mencionó a la Constitución en las primeras protestas. Pero la izquierda chilena, con la cuña de la violencia metida en el cuerpo político chileno, introduce su proyecto político como si fuera de todos: una nueva Constitución.
Dicen que la anterior no vale porque es la Constitución de Pinochet. Siempre me pareció una exageración achacar a Augusto Pinochet el éxito, durante tres décadas, de la democracia de aquel país. Pero la izquierda insiste en su mensaje.
Por supuesto, el mensaje es falso. La Constitución de 1990 se ha reformado más de una cincuentena de veces, y su éxito se lo debe a Pinochet no más que en una pequeña parte. La Constitución ha sido lo suficientemente flexible como para adaptarse sin que ello suponga ningún problema añadido a las refriegas políticas del momento.
Sebastián Piñera, el hermano tonto, el peor presidente de Chile desde Pinochet, se acobardó ante las protestas, quiso aplacarlas asumiendo el discurso de la izquierda, y volcó sobre el sistema político que le había hecho presidente dos veces toda la responsabilidad del malestar. Se abrió entonces un proceso constituyente, con una Cámara totalmente en manos de la izquierda. De allí salió una Constitución en el que el principio democrático, con la nación chilena como sujeto político, se sustituyó por el principio racista: parte de la representación pertenecía no al pueblo, sino a algunas tribus en manos de activistas políticos.
El proceso constituyente fue indistinguible de una obra de teatro de Ionesco, salvo por la falta de talento. Representantes de no se sabe quién volcaron sobre un texto estupefaciente las reivindicaciones más peregrinas. De lo poco que quedaba en claro del nuevo texto era el rechazo frontal al modelo que había dado al pueblo chileno un camino hacia la estabilidad política y la prosperidad económica.
La nueva Constitución, que no había sido pedida por el pueblo chileno, que la izquierda introdujo ¡de cuña! en el debate público, que la propia izquierda elaboró desde la cámara constitucional, casi toda ella en sus manos, fue finalmente rechazada por el pueblo chileno.
El país ha repetido el proceso, ahora bajo la presidencia del presidente más izquierdista desde 1990: Gabriel Boric. El país ha sido llamado a elegir una cámara constitucional de 51 representantes, de los cuales 33 son para los conservadores (Republicanos) y los liberales (Chile Seguro). El centro derecha controla dos quintos de la cámara, lo que le otorga un control casi total de la redacción final de la Constitución.
Mi impresión es que el pueblo chileno no quiere un nuevo texto. Por tanto, si el centro derecha propone a los chilenos un modelo como el actual, aunque sea con unos pocos cambios, tendrá el respaldo de la mayoría de la sociedad. Pero habrá cambiado algo fundamental. La ultraizquierda no había tenido más remedio que aceptar la democracia en su país. Pero ahora que se ha visto tan cerca de convertir a Chile en Bolivia, no va a aceptar una nueva Constitución plenamente democrática, si finalmente sale adelante. Y esperarán el momento oportuno para lograr de nuevo el asombro.
Foto: Rafael Edwards.