Usted, en realidad, no quiere pagar impuestos. Se llaman así por algo. Y no quiere seguramente porque no le gusta el destino que sabe hacen con su dinero, y porque le gusta aún menos el destino de sus impuestos que no conoce.

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Eso no quiere decir que no estuviese dispuesto a aportar dinero a un fondo destinado a lo común, si se le diese la oportunidad. En tal caso, usted sería un verdadero “contribuyente”. Hoy, no lo es. Es sólo alguien que no quiere tener líos con la policía y los jueces.

Yo estuve viviendo en Nueva York año y medio. Visitaba con frecuencia el Metropolitan Museum. A la entrada, hay un cartel que ponía “cada visitante cuesta 47 dólares. Le pedimos una contribución de 20 dólares”. Cada visitante podía dar la cantidad que quisiera. Yo probé en una ocasión a entrar gratis; cualquiera podía hacerlo. Pero todo el mundo hacía su contribución al museo, y algunos visitantes superaban con creces la cantidad sugerida.

El Estado manda y no obedece. Escucha para mandar, y habla también para mandar. Como aquél anuncio del Gobierno ruso, que vi recogido en un telediario de Antena3 en la década de los 90’, en el que un hombre recibía una brutal paliza. 20 segundos de duro castigo que terminaban con la advertencia: “Este hombre no pagaba sus impuestos”

Luis Daniel Ávila, María Blanco y Carlos Rodríguez Braun presentaron el pasado jueves, en la Universidad Francisco Marroquín de Madrid, el libro Hacienda somos todos, cariño, editado por Deusto. María Blanco también cree que si lo común no estuviese en manos de políticos, nuestra predisposición a hacer aportaciones sería mucho mayor. “Cuando hay una nevada, todos tenemos un master en pala”. Y pone el ejemplo de la industrialización en Inglaterra, en la que el Estado no fue protagonista. Entonces, y como ejemplo, “la reparación de las carreteras se hacía a cargo de los lugareños. Querían que los caminos fueran transitables para que el lugar fuera atractivo. Y se sufragaba con un peaje”. En definitiva, “nos organizamos sin necesidad de que nos obliguen”.

Pero nos obligan. No lo parece, y de hecho el libro comienza con una aparente paradoja, que se desprende de estas tres afirmaciones: 1) el Estado necesita su aparato represor para que paguemos los impuestos; de otro modo no recaudaría más que una pequeña fracción. 2) En las democracias, nosotros elegimos libremente a los representantes políticos que eligen el nivel de gasto y, por tanto, el nivel de impuestos. 3) En las democracias, los impuestos han subido de forma muy importante, y un caso especialmente señero es el de España.

La paradoja es aparente, porque en realidad el proceso político está sometido a fuerzas más poderosas que las necesidades y preferencias de los ciudadanos. Entre otras cosas, los políticos orquestan una cancamusa en la que nos embelesan con el gasto público. Nosotros votamos ese gasto público. Y el gasto tracciona los impuestos y la deuda. Por eso los impuestos son cada vez mayores, y la deuda también.

Aún así, con eso no es suficiente. Necesitan un engaño de proporciones enormes. Por ejemplo, y esto es muy gracioso, nos convencen de que los impuestos los pagan otros. Es la llamada “ilusión fiscal”. También nos dicen que el gasto está destinado justo a lo que nosotros queremos. En las palabras de los políticos, el dinero público se divide a partes iguales en sanidad y educación, y en el conjunto del gasto real son sólo una parte, y no mayoritaria. El libro explica de forma amena y accesible lo mejor de la teoría económica al respecto.

El Estado manda y no obedece. Escucha para mandar, y habla también para mandar. Como aquél anuncio del Gobierno ruso, que vi recogido en un telediario de Antena3 en la década de los 90’, en el que un hombre recibía una brutal paliza. 20 segundos de duro castigo que terminaban con la advertencia: “Este hombre no pagaba sus impuestos”.

Carlos Rodríguez Braun contó en la presentación el caso de Concha Velasco, que pasó de cantar en la gala de nochevieja de 1986 “Que viva el IVA”, a reconocer en 2010 “El IVA me destrozó la vida”. El Estado se comunica con la sociedad por medio de mensajes. Este libro recoge unos cuantos, y el catedrático de Historia del pensamiento económico dice que en la literatura hacendística no hay prácticamente nada sobre eso; sobre cómo habla el Estado.

Resulta interesante citar in extenso a Rodríguez Braun sobre cómo ha ido cambiando su visión del Estado desde la teoría económica: “Comencé a interesarme por la cuestión del Estado con el profesor Castañeda. Él enseñaba los gráficos del libro de John Hicks Valor y Capital. Hicks, en esa obra, señalaba que el Estado no es algo que nos interesara a los economistas. Simplemente, está ahí, y nos plantea una serie de retos: necesita más ingresos, destina tal o cual cantidad a los gastos…

Luego leí a James Buchanan, y de repente, la música empezó a sonar de otra manera. Desde entonces, los economistas dejan de tratar al Estado como si fuera una caja negra. Cambió para siempre el modo de verlo.

Luego, Pedro Schwartz me dijo: ‘léete este libro’. Se trataba de un libro de tapas negras: El Estado, de Anthony de Jasay. El libro parte de la idea de meterse en la propia piel del Estado. De hecho, sus primeras palabras son estas: ‘¿Qué haría si usted fuera el Estado?’”. Yo, que he leído el libro, puedo decirles que la conclusión de De Jasay no es alentadora.

Los impuestos son un robo. Es una extracción coactiva de tu renta o riqueza. Su justificación es consecuencialista: Sí, el Estado roba pero de no hacerlo no tendríamos multitud de servicios que la sociedad, por sí misma, es incapaz de prestar. Aunque, visto cómo gestiona el Estado la mitad de lo que producimos, cabe preguntarse: ¿de veras sería peor sin él?

Foto: Skitterphoto.


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