El populismo es un término que se ha incorporado a nuestro vocabulario político desde hace unos pocos años. Mucho antes de que nuestros partidos políticos comenzaran a utilizarlo en los debates en el parlamento o de que se convirtiera en viral en las redes sociales ya formaba parte del acervo de nuestra cultura política. Para algunos teóricos de la política su origen se remonta a los propios albores de la civilización occidental. Populistas fueron los Gracos en la Roma Republicana o el propio Julio César. Sin embargo, su popularización ha venido de la mano del surgimiento de opciones políticas, tanto a la derecha como a la izquierda, que cuestionan una idea central de nuestras democracias: el llamado consenso.

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Los politólogos afirman que un sistema político es más estable y más funcional cuanto más y mejor refleja los valores dominantes en una sociedad, aquellos que generalmente suelen huir de las posiciones más extremas del espectro político. En España la idea del consenso político alcanzó su expresión institucional en la propia visión que del proceso constituyente de 1978 construyeron nuestras élites políticas. Según esta visión nuestro sistema político actual habría gozado de un gran éxito fundamentalmente porque habría sido capaz ,de articular un modelo de organización política alejado de los extremismos, tanto de derechas como de izquierdas.

La eliminación de todo valor o fundamento sobre el que deba descansar la política lleva aparejada la sustitución de la política por la sociología política empírica que practican nuestros partidos, sometidos a la influencia de asesores de imagen, expertos en demoscopia o a gurús electorales

El consenso ha sido elevado a la condición de concepto central de la política en nuestro tiempo desplazando a las nociones de verdad, bien común o de justicia como consecuencia del declive de la visión normativa de la política en favor de una visión positivista y científica de la misma o de una concepción puramente discursiva de la misma.

Nociones como las de justicia o de bien común son desterradas de nuestro vocabulario político porque la política, en su pretensión de constituirse en una ciencia social, ha abrazado eL cientifismo, propio de las llamadas ciencias duras. Según esta visión sólo es legítimo el uso de categorías conceptuales que son experimentalmente verificables. La justicia o el bien común no son verificables bajo ningún método científico, ya que la determinación de su propio significado forma parte de la propia controversia política. Así la determinación de que sea el bien común o la justifica es el propio campo de batalla donde se confrontan las tesis tanto de la izquierda como de la derecha.

Por otro lado la muerte de la visión normativa de la política también se ha visto acelerada por el auge de lo que el sociólogo Max Weber llamó “politeísmo axiológico” propio de la modernidad. Según la visión del pensador alemán la modernidad se caracteriza por la proliferación de multitud de valores diferentes, muchos de ellos contradictorios entre sí, todos ellos igualmente válidos. Por lo tanto resulta indiferente la promoción de unos valores por encima de los otros, en la medida en que todos ellos presentan el mismo rango. La preferencia en favor de uno u otro viene determinada por los gustos personales, las modas políticas o el resultado obtenido por las campañas de marketing político

Esta eliminación de todo valor o fundamento sobre el que deba descansar la política lleva aparejada la sustitución de la política por la sociología política empírica que practican nuestros partidos, sometidos a la influencia de asesores de imagen, expertos en demoscopia o a gurús electorales más preocupados por los percentiles que pierden sus partidos en los sondeos de opinión que en la concreción de políticas que reflejen valores políticos sustantivos.

Otra de las consecuencias de la eliminación de lo normativo en la política ha venido de la mano de una caracterización discursiva de la política, heredera de la tradición habermasiana, que descansa en la idea de que los grandes consensos políticos no nacen de un determinado estado de cosas en el mundo, sino de un supuesto acuerdo alcanzado en determinadas condiciones ideales del discurso. De forma que cualquier sujeto racional debería ser capaz de poder aceptar dichos consensos como una exigencia de la propia razón. El enemigo del consenso es catalogado como extremista o fanático, alguien que antepone sus propias convicciones a la racionalidad surgida del libre debate entre opiniones que se pretenden fundamentadas.

El principal resultado de ese óbito de la política normativa ha sido la instauración del mito político del consenso y la catalogación con el epíteto de populista a todo aquel que ose cuestionar el axioma político que identifica consenso con verdad y con estabilidad política. El consenso político puede ser tremendamente injusto y la experiencia histórica nos muestra que el culto al consenso suele ser la antesala del totalitarismo. Ser ciudadano es tener la posibilidad de ejercer en la práctica la opción de discrepar y cuestionar aquellas opiniones que llevan la funesta etiqueta del llamado consenso.

Una de las grandes paradojas de nuestro tiempo radica en el hecho de que los principales valedores del mito del consenso político son los partidos autodenominados progresistas. En principio puede parecer paradójico que partidos que postulan la noción de progreso o de avance social permanezcan cautivos de la noción de consenso. Para los partidos denominados progresistas el consenso acerca de los valores políticos dominantes se origina primero en la sociedad, de forma que su labor política consiste en promover que dichos valores tengan una traducción institucional. Una vez institucionalizados dichos valores se apela a la propia noción de consenso para impedir cualquier tipo de cambio o cuestionamiento de dichos valores. De ahí surge el llamado meta-consenso o consenso acerca de la idea de que el consenso es sinónimo de verdad política. Verdad entendida en un sentido funcional-pragmatista como un mecanismo estabilizador del propio sistema político.

La eliminación del carácter normativo de la política junto con el mito o el culto a lo institucional está en la base del nacimiento de ese mito anti-político que es el culto al consenso. Es curioso que filosofías de la sospecha, como el marxismo, hayan acabado convirtiéndose en puntales del llamado consenso-socialdemócrata hoy realmente existente. Hace escasos días la revista TIME publicaba un artículo en el que alababa el papel que el consenso había tenido en la salvación de la democracia americana frente a la amenaza del populismo. Algunos han querido ver en dicho artículo una prueba fehaciente de una manipulación en las pasadas elecciones presidenciales norteamericanas. Independientemente de esto, lo más interesante del artículo es que se trata de una justificación histórica de esa noción de meta-consenso a la que aludía con anterioridad. BLM, las Big Tech, el Deep State, los principales sindicatos de los Estados Unidos o los grandes medios de comunicación parecen coincidir en un hecho: el consenso en la necesidad de mantener ciertos consensos. Para el establishment globalista estar de acuerdo en lo que hay que estar de acuerdo es la esencia de la democracia y cualquier desviación del consenso se hace equivaler al fascismo o al peligroso autoritarismo.

El cambio climático de origen exclusivamente humano originado en la denominada era del antropoceno, la existencia de una violencia silenciosa de carácter sistémico contra ciertos colectivos, el culto a una noción puramente formal y relacional como es la igualdad o la necesidad de una gobernanza mundial en la sombra son ejemplos de consensos impulsados por el globalismo social-demócrata. Su cuestionamiento equivale a salirse de los confines del consenso político y equivale a convertirse en enemigo de la democracia.

Foto: Andrea Lightfoot.


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