Cuanto más acelerado es nuestro caminar hacia el futuro, más inevitable es que crezcan las profecías sobre su naturaleza y condición. El único problema es que deberíamos acostumbrarnos a que las predicciones, por razonables que parezcan, están sometidas a un juicio cruel, a saber, que serán ciertas o erróneas, pero eso tardará en saberse. Ahora mismo se ha impuesto una moda que consiste en asegurarse de si algo será sostenible o no, y esa es una especialidad en la que los agoreros tienen plaza fija.

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Abundan, en efecto, los profetas de desgracias futuras que quieren imponer límites a ciertas actividades porque aseguran que no serán sostenibles, es decir que se cobran por adelantado una certeza que debiera estar a crédito, pero es que los agoreros son profetas con seguro porque no arriesgan nada en sus previsiones: si aciertan, raro, pero podría pasar, presumen de supersabios, si yerran, el olvido suele disculpar sus flaquezas y siempre pueden decir que el mal se evitó gracias a sus prudentes advertencias.

Al final puede que todo tenga que ver con un rasgo de carácter, los pesimistas se las dan de sabios, los optimistas no presumen menos. Mientras sepamos escucharlos con un razonable escepticismo ni unos ni otros son peligrosos, pero no hay que dejar que impongan sus manías por decreto

Ahora mismo contamos con dos legiones de profetas separadas por su especialidad e inclinación, los optimistas de estirpe tecnológica, y los pesimistas que se suelen considerar ora justicieros, ora humanistas, sin desdeñar el abundante tronco de los de procedencia ecológica. Es importante advertir que ambas ramas del profetismo tienen razones para decir lo que dicen, lo que no tienen, ni tendrán nunca, es la capacidad de la que presumen para predecir con exactitud lo que se les antoje. No vendría mal que unos y otros recordasen aquello que se atribuye a Niels Bohr, premio Nobel de Física, Prediction is very difficult, especially about the future, claro que el danés también sostuvo una opinión muy escéptica sobre los expertos, esa especie de héroes contemporáneos, de quienes dijo que son quienes han cometido todos los errores que se pueden cometer en un campo muy definido.

En el ámbito de la inteligencia artificial no hay día en que no nos desayunemos con profecías asombrosas, aunque también abundan los pesimistas que piden que se pare el proceso porque todos podríamos acabar muertos en un santiamén. Hace unos días The Economist se hacía eco de unas afirmaciones de Ray Kurzweil, uno de los más destacados prohombres de la industria, en las que, entre otras cosas, predecía que las capacidades de la IA harán posibles milagros tales como la energía abundante, limpia y gratuita, la invención de materiales que dejarían en ridículo a la piedra filosofal, y otras varias maravillas, incluyendo alguna forma de inmortalidad. Me apunto, pero habrá que verlo, digo yo.

Kurzweil arguye que puesto que la IA puede hacer que la investigación biológica y en nuevos materiales descubra sustancias de capacidades portentosas todo será más fácil y eficaz. Puede que la IA sea capaz de tales proezas multiplicativas, pero al final habrá que ver si, en efecto, la proteína artificial XYZ o el supercircondio grafénico, es un suponer, acaban sirviendo para o que se supone que habrían de servir, porque la prueba se tendrá que obtener en la  práctica y entonces ya se verá, puede que sí, puede que no se consiga nada. Conocemos a nivel molecular muchos virus mortales, pero no sabemos cómo desactivarlos, del mismo modo que sabemos cada vez más del corazón, pero tampoco sabemos volver a ponerlo en marcha si le da por pararse.

El desarrollo de las tecnologías ha sido un campo muy fértil para que hayan podido crecer las estimaciones más erróneas. Nada menos que John von Neumann, probablemente uno de los matemáticos más brillantes del siglo XX, que fue pionero en el desarrollo de la informática pensaba, por ejemplo, que en muy poco tiempo los ordenadores serían capaces de predecir el clima con precisión (casi cien años después todavía no lo hacen) mientras que no fue capaz de adivinar que nos iban a servir para hablar y escribir (tal vez más de la cuenta).

En el terreno de las humanidades, desde la economía y la ecología hasta la moral y la política las predicciones no cesan. En parte porque es inevitable suponer que sabemos a dónde vamos, aunque no sea así muchas veces, de forma que la predicción forma parte inexcusable del negocio, pero muy pocas veces se cae en la cuenta de hasta qué punto resultan ser erróneas las profecías de los expertos. Para no ir más lejos, durante la pasada pandemia pudimos comprobar cómo el error en las estimaciones del daño y la duración fueron muy corrientes, además de que todavía no se dispone de conclusiones definitivas acerca de la efectividad de las distintas estrategias empleadas.

Las afirmaciones acerca de lo que va a pasar no cesan por más que se advierta de que el futuro es impredecible, muy en especial en la política. Los que peinamos canas podemos recordar como el franquismo parecía ser un sistema eterno, como la URSS era una fortaleza indestructible o cómo Mao llevaba a los chinos a la pobreza extrema, pero en algún momento todo, o casi todo, cambió, del franquismo no quedan ni las raspas, a la URSS le ha sucedido el zarismo y la China, que sigue venerando a Mao, está a punto de ser la primera economía del mundo. Ante fenómenos de este tipo siempre hay algún experto que trata de famosear recordando que él ya lo advirtió, pero a toro pasado casi todo el mundo puede encontrar que pensó o dijo algo que al final ocurrió. Una vez acierta cualquiera, siempre nadie.

Es evidente que debemos avanzar buscando metas y que eso supone hacer pronósticos a medio y largo plazo, pero hay que hacerlo con prudencia, en todos los terrenos. Un buen amigo suele repetir aquello de que si los economistas supieran lo que va a pasar todos serían millonarios, pero no es el caso. Algunos aciertan más que otros, es un hecho estadístico inevitable, como lo es que los que aciertan unas veces, se equivoquen otras. Como se suele advertir en bolsa, beneficios anteriores no garantizan beneficios futuros.

Al final puede que todo tenga que ver con un rasgo de carácter, los pesimistas se las dan de sabios, los optimistas no presumen menos. Mientras sepamos escucharlos con un razonable escepticismo ni unos ni otros son peligrosos, pero no hay que dejar que impongan sus manías por decreto, en especial si forman parte de esas curiosas iglesias de conspiracionistas simplones que piensan que cuando los demás dudamos es que o somos tontos de capirote o estamos comprados por los malos, esos que, al parecer, lo tienen todo controlado.

Foto: Drew Beamer.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web