Existen unas cuantas recetas para la felicidad. Muchas en realidad, si atienden lo que se publica en redes sociales desde hace lustros y que recoge el pensamiento facilón, grandilocuente y naif de tipos como Coelho y su troupe. Como nunca he pretendido ser referente de nada ni para nadie, me curo en salud y advierto que lo que a mí me vale no tiene por qué valer a nadie más que a mí y que tampoco esta introducción pretende ser más que eso, un primer paso en el alegato que de cuando en cuando dejo caer por este estupendo medio. Busquen su propio camino, eso por descontado.
Aprendí muy joven a decir que sí a todo el mundo y acabar haciendo lo que me da la real gana. Con el tiempo uno perfecciona esto de la afirmación, se viste de seda un tanto el monosílabo y se acaba por contentar a unos cuantos haciéndolos partícipes de aquello en lo que pude acertar –y que por tanto ellos también atinaron con sus sabios consejos– o regalándoles la razón y el oído en aquello en lo que no anduve fino, y en lo que no seguí, maldita sea, sus acertadas indicaciones. No soy un cínico, no es eso, me gusta oír consejos e intento aplicar aquellos que tienen sentido, siempre y cuando, eso sí, no contradigan lo que yo haya podido pensar sobre la cuestión. Al final del día, con el que tengo que dormir es conmigo mismo y es con quien tengo que estar en paz, pero no cuesta nada dar a cada uno su parte en la propia vida.
Sin comité de expertos ni vaselina nos metieron en casa. Se saltaron cuantas leyes y constituciones les vino en gana y dieron órdenes expresas a sus subordinados para que las incumplieran también. Mención especial a las fuerzas del orden público, colaboradores necesarios en todo este tinglado totalitario
Abundando en este orden de cosas se acaba por concluir que tener o no razón es baladí. Quizá a algunos de mis lectores les llene de satisfacción comprobar que estaban en lo cierto, pero a mi resulta vacío. Quien no hace, no yerra, y en mi lista de prioridades aparece mucho antes menear el culo que pontificar sobre nada. Así que, con los naturales altibajos, puedo decir siempre que me lo preguntan que, en general, soy una persona feliz.
Comprenderán entonces que cuando los responsables de la gestión patria de la pandemia toman el micro y dicen, como acaba de hacer en una entrevista el nefando Simón, que nos encerraron porque no tenían ni la más remota idea de qué hacer no quepa en mí el mayor atisbo de alegría. Lo hemos dicho en Disidentia, lo hemos repetido en redes sociales, con la familia y en los bares que no estaban cerrados. Fíjense en los países que están resolviendo bien. Fíjense en las empresas que han seguido funcionando pese a todo. Esa cantinela ha sido nuestro mantra, el de no pocos. Sin embargo, cuando hace un más de un año, antes de marzo sin duda, ya teníamos contagiados y estaban por entonces nuestros vecinos italianos cayendo como moscas aquí al lado, ellos, los encargados del asunto, no sabían qué hacer.
Lo peor es que los políticos, en general, sufren un complejo de inutilidad galopante. Se reconocen como inútiles y prescindibles, a veces lo saben incluso conscientemente, por lo que, para justificar el montante que se llevan a casa contra nuestra voluntad, necesitan hacer algo por todos los medios. Entonces su escasa, cuando no nula, preparación, los perversos incentivos de un sistema partitocrático y el estrés mal gobernado por un espíritu tantas veces pusilánime cuando no narcisista y mesiánico, les empuja a hacer lo único que son capaces de hacer: prohibir, vender humo y mentiras y arrogarse más poder, para ver si acumulándolo encuentran la puerta de salida al embrollo en el que se van metiendo. Mientras, el embrollo actúa como las arenas movedizas de las películas; cuanto más te mueves, más te hundes.
Así, sin comité de expertos ni vaselina nos metieron en casa. Se saltaron cuantas leyes y constituciones les vino en gana y dieron órdenes expresas a sus subordinados para que las incumplieran también. Mención especial a las fuerzas del orden público, colaboradores necesarios en todo este tinglado totalitario. Con escasas y contadas excepciones, como el Coronel Pérez de los Cobos, hicieron y siguen haciendo cumplir todas y cada una de las sandeces que escupe el Boletín General del Estado, liberticidio tras liberticidio, hasta la dictadura final. Tampoco hay que olvidar a todos esos delatores que claman por más Estado, borregos que solo piden más poder para los poderosos y menos libertades para el resto, porque me cago de miedo. Juntos aprovecharon y aprovechan la pandemia para socavar nuestra Libertad y, mientras en Bélgica, por ejemplo, ya se han pronunciado los tribunales, aquí seguimos esperando, a la luna de Valencia.
En aquel momento y aún hoy existen países con gobiernos relativamente competentes, que han controlado al bicho. Sí se podía saber qué hacer. Algunos lo hicieron, otros no. Ahora, además, a nuestra proverbial incompetencia, tenemos que sumar la de los burócratas europeos en la gestión de las vacunas. Nadie ha vuelto con aquellos eslóganes, porque es del todo evidente que hay quien sí sabe hacer las cosas y nos deja en ridículo a cada momento. No puedo alegrarme por tener razón, como verán.
Sé que, si nos hubieran dejado hacer a los ciudadanos y ellos, el gobierno, los políticos, no hubieran hecho absolutamente nada, las cosas no hubieran ido peor. Esto es sin duda, un brindis al sol, puesto que no hay forma de comprobarlo, pero cuando a las personas nos va la vida y el parné en el envite, solemos tomar decisiones más razonadas, más juiciosas y oportunas que las que pueda tomar un tercero que no pierde nada en la jugada. Cuando usted y yo no sabemos qué hacer, pero nos va la vida en ello, nos informamos, pensamos, hablamos y consultamos, todo eso y más antes de mover un dedo. Su político de cabecera le encerró bajo siete llaves, por si acaso. Preventivamente.
Queda claro que no se trata de tener o no razón, si no de poder hacer o estarse quieto. Piense cómo habría actuado si no estuvieran. Después del pánico, me refiero. Ahora dígase para que le han servido. A mí, para nada. No me han quitado la razón, pero sí la acción, y con ella parte de mi vida. ¿De qué me ha servido saber? ¿De qué me vale estar en lo cierto?
Foto: CDC.