Días atrás se hizo público un manifiesto firmado, entre otros relevantes personajes públicos, por Javier Benegas, a la sazón editor de Disidentia. Dicho manifiesto ha provocado viva polémica en el mundo de la farándula periodística, literaria y académica no tanto por su contenido, que también, sino más bien por el hecho de que su firma se encontrase limitada a aquellas personas que fueron consideradas las oportunas por quienes impulsaron la iniciativa.
Del contenido se ha hablado y mucho en casi todos los medios, analógicos y digitales. Y se han dicho las tonterías de rigor en las redes sociales. En ese sentido, no creo tener mucho que aportar sino un somero resumen: se defienden los valores demoliberales y las libertades propias del constitucionalismo occidental, entendiéndose por tales aquellos parámetros políticos que se despliegan en el arco que describe la curva que media entre el conservadurismo de raigambre anglosajona y la socialdemocracia de tradición continental. Y se denuncian las agresiones que contra dichos valores y libertades está llevando a cabo la extrema izquierda en el ámbito de lo que entendemos por occidente: Estados Unidos, Europa y diversas excolonias, más o menos exóticas, incluidas las que tuvieron un origen penitenciario. Así de claro, sin demasiadas dificultades teóricas, para que lo pueda entender cualquier podemita complutense. Es decir, no hay cabida ni para el socialismo leninista ni para el socialismo mussoliniano, como tampoco para el ideal comunista libertario ni para la bella tradición reaccionaria. Blanco y en botella.
A mi juicio, lo más interesante de este manifiesto es que precisamente no cae en la farisaica trampa progresista de que tras los autores del mismo y las personas invitadas a su firma, aparezca la posibilidad de que cualquier particular que se atribuya una atrabiliaria conciencia crítica, algún tipo de núbil ventaja epistémica, un gramo de mórbida superioridad moral o una pizca sentimentaloide de compromiso cívico pueda unir su rúbrica a la de quienes han sido invitados específicamente a hacerlo porque, desde el punto de vista de los impulsores, sus nombres gozan de un determinado predicamento en aquellas áreas profesionales que constituyen el campo profesional en el que se desenvuelve cada cual. Esto es una grata sorpresa pues rompe, insisto, con una vieja trampa que, supongo, comenzaría en la famosa transición, época de multicopistas, y que con la llegada de los medios electrónicos se ha visto reforzada de un modo absurdo, hasta tal punto que, cuando en el último mes de abril, se publicó un “manifiesto por la unidad y la solidaridad” apoyando la brillante gestión de Pedro Sánchez y su gobierno de la pandemia que nos ocupa y entretiene, dicho “manifiesto” -en realidad una pastilla de jabón para lavar las manos de aquellos a quienes se pretendía dar sustento- impulsado por la coalición Recortes Cero, fue firmado por “160 personalidades, muchas del ámbito cultural, 250 organizaciones y más de 10.000 personas”, según informaba Luis B. García en las páginas de La Vanguardia. Un dislate.
El manifiesto Harper’s presenta la particularidad de su clasicismo: defiende una posición muy concreta frente a un tipo de iconoclastia que no afecta sólo a las imágenes sino directamente a las personas, como si la opción de bloqueo propia de tantas aplicaciones hubiera escapado de la red y anduviera proclamando su imperio por las calles
El manifiesto constituye un género literario que ha hecho especial fortuna, tanto en la política como en las artes, a partir de la Revolución Francesa, gestándose sus rasgos políticos más prominentes a lo largo del siglo XIX, con especial virulencia y emotividad en España, derivando hacia su uso artístico el final de aquella centuria, viviendo su época clásica entre el novecento y la segunda posguerra mundial, cuando su formato retoma a un uso más político que estético por lo general puesto al servicio, durante la guerra fría, de la Unión Soviética al objeto de zanjar con navajazos dialécticos las diferencias políticas entre las vedetes de todo campo artístico o literario que se respetase a sí mismo.
Si los manifiestos del siglo XIX y de la primera mitad del XX resultaban muy útiles para posicionar y visibilizar tendencias distintas y, en ocasiones, reciamente enfrentadas, por el contrario, los de la segunda mitad del siglo XX van a tener como objetivo aniquilar civilmente al adversario considerado como mero enemigo schmittiano, indigno de respirar y calificado una y otra vez como fascista o reaccionario. Y la “cancelación” empezó entonces ya que los afectados por tal hipoteca bien podían olvidarse de ocupar una plaza universitaria, escribir una columna periodística o ver expuestos sus lienzos, esculturas, instalaciones y demás quincalla.
Bien podemos considerar que el manifiesto, cualquier manifiesto, es un superviviente de la modernidad tardía, como el armamento nuclear o el “dasein” de Heidegger. Y el manifiesto Harper’s presenta la particularidad de su clasicismo: defiende una posición muy concreta frente a un tipo de iconoclastia que no afecta sólo a las imágenes sino directamente a las personas, como si la opción de bloqueo propia de tantas aplicaciones hubiera escapado de la red y anduviera proclamando su imperio por las calles. Y pese a las obvias divergencias ideológicas que se dan entre ellos, pese a trayectorias profesionales que no han podido sino dirigirlos al desencuentro, quienes lo firman se han comprometido en la defensa de los valores y libertades que mencioné al principio, sin pretender que quienes no lo han firmado (con independencia de si han sido llamados a ello o no) deban ser aniquilados social, política o laboralmente.
Por último, hay otro aspecto que me gustaría destacar. El manifiesto Harper’s tiene la virtud de cuestionar eso que los medios de comunicación denominan como “el mundo de la cultura” o “el sector cultural”, denominación monolítica y turbia a un tiempo y en la que cabe desde el Museo del Prado a la música de Camela, el mal llamado cine español así como todo tipo de oscuras actividades vinculadas al entretenimiento pero sublimadas a cultura por motivos meramente crematísticos, más vinculados a la obtención de prebendas del estado que a la competencia en el mercado. Los españoles nos hemos acostumbrado, desde los años setenta, a que dicho sector cultural, tan mal definido como torpemente compuesto, sea monopolio de la izquierda, de una “gauche divine” devenida en celestina de la subvención pública. Pero la realidad es más compleja y controvertida como lo demuestra el hecho de que felizmente, entre los abajo firmantes de este manifiesto, no encontremos los nombres de Pedro Almodóvar, Antonio Muñoz Molina, Javier Cercas, Juan José Millás, José Sacristán, Rosa Regás, Miguel Ríos, Elvira Lindo, Rosa Montero, Juan Diego Botto, el tal Resines o la Echevarría, entre otros.
Foto: Taras Chernus