Una de las pocas cosas divertidas que puede tener el hecho de vivir en un régimen político de menguantes libertades es la de poder percatarse del tragicómico papel que cumple la prensa  del régimen en la justificación teórica y pragmática de las acciones del tirano. Precisamente en condiciones de censura creciente y de hostilidad manifiesta hacia la libre expresión de las opiniones es cuando se hace más necesario que nunca el ejercicio crítico de la acción periodística. No parece ser el caso en una España en la que los medios de comunicación han desistido de ejercer su labor crítica de conformación de una opinión pública libre para convertirse en correas de trasmisión del argumentarlo del poder. Un ejemplo paradigmático de esto último lo encontramos en la justificación de la insostenible posición del gobierno en relación a su proyecto de modificación de la LOPJ para convertir el ya politizado CGPJ en una mera correa de trasmisión judicial de los dictados del poder político. Las justificaciones las hay de toda índole y pelaje.

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Las más corrientes inciden en el hecho de que de la actual situación el único responsable es el PP, cuya negativa a repartirse los cargos del órgano rector del poder judicial aboca al actual gobierno a tener que buscar soluciones legales creativas que pongan fin a la situación de bloqueo en el máximo órgano del poder judicial en España. Según esta narrativa si el PP no fuera una fuerza política radicalizada por el nefasto influjo del populismo de la extrema derecha, la situación actual no tendría que diferir mucho de otras anteriores en la que los políticos han mangoneado el gobierno de los jueces sin que se haya producido mayor escarnio en la opinión pública. Salvo quizá las de los más puristas que todavía permanecen anclados en el viejo sueño de Montesquieu de reducir a los jueces a ser meramente “la boca que pronuncia las palabras de la ley”.

Contraponer la legitimidad democrática del legislativo con la legitimidad de la que goza el poder judicial es falaz. Ya que en el primer caso se trata de una legitimidad de origen, que es la propia de los órganos representativos (Cortes generales) mientras que en el caso de los órganos judiciales la legitimidad que resulta de aplicación es la de ejercicio

El filibusterismo político de nuestra cavernaria derecha, por utilizar los epítetos al uso entre la prensa afín al régimen, no sólo es responsable de la parálisis en el gobierno de los jueces, sino que también es responsable del bochorno internacional y europeo al que se ha visto sometida la democracia española cuando se ha hecho pública la intención del gobierno de convertir al consejo general del poder judicial en un apéndice más dentro del engranaje del nuevo régimen político en ciernes. La fuerza retórica de esta argumentación, pese al bombardeo continuo al que se ve sometido el espectador televisivo medio español, es más bien escasa. Se trata de un ejemplo clásico de falacia informal llamada ad antiquitatem. Según la cual es perfectamente válido aquello que se ha venido haciendo desde siempre. Si desde 1985 venimos enterrando a Montesquieu en España no hay razón alguna para que dejemos de hacerlo. Si hay que dar una vuelta más de tuerca a la politización de la justicia la culpa se deberá a otros, nunca al gobierno. Esta es la argumentación de El País, Antonio Papell y otros conspicuos representantes de la cuota gubernamental en los medios de comunicación de masas.

Otro tipo de argumentaciones sostienen que los que denuncian la politización creciente de la justicia en España obvian un hecho cierto: la justicia, como cualquier esfera de la realidad está sometida a la política. Por política entienden aquellos ámbitos donde se ventilan relaciones de poder. No hay por lo tanto nada más político que la función de juzgar y de ejecutar lo juzgado, ya que esta lleva implícita una relación de poder, no sólo en relación con los derechos y los deberes de los ciudadanos, sino en relación con otros poderes del estado. A diferencia del poder legislativo, cuya legitimidad popular es incuestionable, o la del propio gobierno, que en un régimen parlamentario presidencializado tiene también una legitimidad popular, en el caso del llamado poder judicial no se da esta circunstancia. El acceso a la carrera judicial en España no está mediado por decisión popular alguna. Los jueces  adquieren su plaza en el escalafón judicial por medio de un concurso público libre basado en los principios de igualdad, mérito y capacidad. Dado que el tiempo medio de acceso a la carrera judicial está cercano a los cuatro años de media, no todos los ciudadanos tienen la posibilidad de emplear los recursos materiales y personales que implica la preparación de unas pruebas tan exigentes, de ahí que la mayoría de los miembros del poder judicial pertenezcan a los sectores de la sociedad más acomodados y políticamente más conservadores. Por lo tanto que en el órgano máximo de control del poder judicial se introduzcan elementos de índole progresista y de carácter democrático-popular no debería escandalizar a nadie. La propia justicia del sistema lo demandaría.

Por otro lado, las visiones al uso que presentan la separación de poderes en términos estáticos y estancos, como una ausencia absoluta de influencia mutua entre los poderes del estado, no se compadecen con la realidad. Ningún sistema político del mundo conoce, ni ha conocido jamás una formulación tan estricta del principio de la división de poderes tal y como lo presentara Montesquieu en su obra El espíritu de las leyes. Incluso una democracia consolidada, como los Estados Unidos, conoce la interferencia de los otros poderes del estado en la composición del máximo órgano del poder judicial de aquel país. Incluso más, a diferencia de lo que ocurre en España, donde los órganos del consejo general del poder judicial son temporales, en el caso de los Estados Unidos los jueces son vitalicios. Los conspicuos defensores de la toma de la bastilla judicial en España argumentan que el caso norteamericano es incluso más flagrante: el tribunal supremo de aquel país es un órgano jurisdiccional, mientras que el Consejo general del poder judicial español es un mero órgano de gobierno con funciones administrativas de gobierno sobre los jueces y tribunales españoles. No juzga ni ejecuta lo juzgado, cosa que sí hace el Tribunal supremo de los estados Unidos.

Estos mismos defensores de la toma del poder judicial por parte del gobierno aluden también a la llamada lawfare, de la que ya me ocupé en un artículo anterior, en virtud de la cual el conservador estamento judicial español, todavía teñido de resabios franquistas, intenta obstaculizar la labor de progreso y modernización de un gobierno progresista. Según esta “progresista visión” nuestros jueces intentarían sustituir un gobierno democrático por un gobierno de los jueces en expresión acuñada por el jurista francés  Edouard Lambert. La función judicial tendría que estar, por el contrario, en abierta sintonía con ese proceder gubernamental a fin de que el estado funcionase armónicamente. Por otro lado, al menos en principio, la reforma no pone en cuestión la independencia de los jueces y de los tribunales en el ejercicio de la función jurisdiccional, ya que como se establece en el artículo 12 de la LOPJ y en el art 117, los jueces son teóricamente independientes en el ejercicio de su función con respecto al órgano de gobierno de los jueces y sólo actúan con sometimiento a la ley y al resto del ordenamiento jurídico. Este es el parecer expresado por medios como eldiario.es, público o ctxt.

Cierto es que la división de poderes en un sistema parlamentario no se basa tanto en la separación de los poderes, como en su colaboración y en el contrapeso que unos deben ejercer sobre otros. La reforma que pretende llevar a cabo el gobierno incide en la línea ya marcada por la ley Orgánica 4/2013, de 28 de junio, de reforma del Consejo General del Poder Judicial, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985  en la que se acrecientan los poderes de las cortes generales en la elección de los vocales del poder judicial, lo que claramente va en contra del espíritu de independencia que debe presidir la composición de un órgano de gobierno de un poder tan central como es el judicial en un estado de derecho.  Aunque bien es cierto que en el ejercicio de la potestad jurisdiccional jueces y magistrados obran sólo con sujeción a la ley, no es menos cierto que el órgano de gobierno de los jueces tiene atribuidas importantes competencias que determinan las condiciones en las que se puede ejercer dicha jurisdiccional.

Por ejemplo en materia de régimen sancionador o de promoción y ascensos en materia judicial. Bajo esa premisa, un órgano de gobierno de los jueces excesivamente politizado redundaría en una mayor politización en el funcionamiento interno del propio poder judicial, lo que conllevaría una merma en la función de fiscalización de ese poder judicial con respecto al resto de los poderes del estado. Por otro lado como muy bien apuntara un jurista como fue Tomás y Valiente contraponer la legitimidad democrática del legislativo con la legitimidad de la que goza el poder judicial es falaz. Ya que en el primer caso se trata de una legitimidad de origen, que es la propia de los órganos representativos (Cortes generales) mientras que en el caso de los órganos judiciales la legitimidad que resulta de aplicación es la de ejercicio. En un Estado de derecho la legitimidad de estos últimos depende en primer lugar de que estén sujetos a la ley. Por otro lado es altamente improbable que los jueces actúen con sujeción material a la ley, y no puramente formal, si existe una confusión de poderes. Si el gobierno controla a los jueces, el control que éstos pueden ejercer sobre el propio gobierno será meramente nominal.

Foto: Tingey Injury Law Firm


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