La bronca peripecia que se ha desarrollado en torno a la propuesta de una Superliga está llena de lecciones para los ciudadanos, pero me temo que no sean las que han proclamado las almas bellas de los indignados con las pretensiones que atribuyen a la perversidad de los super-ricos. Lo que ha pasado merece una consideración estrictamente política, pero para exponerla hace falta establecer una analogía. Veamos a la UEFA como un Estado (de los de ahora, un Estado de partidos), a los clubes como empresas prósperas, más o menos, a los clubes no participantes como empresas medianas, al público como lo que es, como electores y dueños en teoría del destino común.
¿Qué ha pasado? Unos clubes muy prestigiosos se unen y conciben un plan que mejora su situación cuyo futuro estiman amenazado. Lo presentan, de manera un tanto informal, y lo hacen anunciando que padecen unos males que suponen un riesgo enorme para el porvenir del fútbol como espectáculo universal, lo que les lleva a proponer un cambio de las fórmulas de competición que pueda permitir la supervivencia del entramado comercial y deportivo en el que ahora mismo empiezan a malvivir. Su viabilidad económica depende de que la actividad vuelva a ser rentable, de que se racionalice y se organice con cabeza. Su propuesta se remite a experiencias similares de organización deportiva y empresarial que han tenido éxito y no han causado mal alguno.
Este pacto místico entre el Estado y las muchedumbres que es la esencia del orden socialdemócrata, se hace realidad en el mundo del fútbol, y en ambos casos a base de una dosis estupefaciente de demagogia, explotando los sentimientos para prohibir los cálculos, estirando los mitos para que nadie ose dudar de la hermosura de las vestimentas regias
A continuación, se arma un escándalo monumental, el análisis se ve impedido por el improperio constante que proviene de la UEFA (el Estado y los partidos) que considera que los clubes son como serpientes, unos traidores, insolidarios y desvergonzados a los que amenaza con expulsar del paraíso por haber puesto en duda la nobleza y los valores de un deporte que es patrimonio de todos. Este alegato es seguido de inmediato por todos los apparatchiks del fútbol, es decir por cuantos viven (no mal del todo) de él, que consiguen contagiar a media prensa especializada y que enseguida encuentra un coro abundante de secundarios en los plumillas más populistas y dispuestos. Parte de los clubs conjurados (muy en especial, los ingleses, hábiles trapisondistas desde tiempo inmemorial) se asustaron del vocerío y regresaron con mansedumbre al desorden establecido.
Traducción política: con el Estado no se juega, el Estado está ya más allá de su versión mussoliniana (todo con el Estado, nada sin el Estado), lo controla todo y tiene la solidaridad sempiterna de los débiles, de los que creen que el Estado está ahí para hacerlos más felices. La UEFA no juega al fútbol, no arregla nada, sale muy cara, es opaca en sus trapicheos y decisiones, pero ha sabido atribuirse la virtud de la decencia frente a la ambición de las empresas que solo buscan ganar dinero. Como los partidos y el Estado mismo que están ahí para servirnos sin que quepa la menor duda de la santidad de sus intenciones frente a la avaricia de los ricos y los explotadores.
Los proletarios de todos los países se han unido contra las pretensiones insolidarias de los ricos y famosos. Se ha consumado la alianza perfecta entre el poder de arriba, que a nadie responde, y el de abajo que es soberano y respalda al primero no por lo que éste haga sino por lo que dice, por lo que representa.
“Con los principios no se negocia” y “Roma no paga a traidores”, se nos dice desde las alturas, pero nadie ha podido hacer algo elemental, analizar el plan y sacar las cuentas, ver si ese sistema funcionaría mejor y sería más rentable también para el más bajo de los niveles de la pirámide futbolera. El paria que juega al fútbol en un campo de tierra y sin espectadores se solidariza con la cumbre futbolera (que viaja en avión privado, gana lo que nadie sabe, y hace negocios inauditos) a la par que piensa distanciarse del egoísmo y la avaricia de los ricos, de los grandes clubes que son los que juegan al fútbol, los que permiten el espectáculo y los que generan el dinero que, hábilmente filtrado por los fat cats del sistema, les acaba llegando.
Fiat iustitia et pereat mundus podría ser el hipócrita de la victoria de los organismos futbolísticos. Pase lo que pase no se alterará el hecho de que los que mandan son ellos (aunque perezca el fútbol que no va como debiera) porque tienen un magnífico monopolio instalado en la muy democrática Suiza que está por completo al margen de las insidias de los avariciosos que juegan en los torneos en los que se les deja participar.
Hay que reconocer que estos organismos son hábiles, se enriquecen con el esfuerzo ajeno, hacen suculentas operaciones con el sudor de las camisetas de los clubes y les dan algo del pastel (como las subvenciones públicas) para que nadie pueda quejarse. Este pacto místico entre el Estado y las muchedumbres que es la esencia del orden socialdemócrata, se hace realidad en el mundo del fútbol, y en ambos casos a base de una dosis estupefaciente de demagogia, explotando los sentimientos para prohibir los cálculos, estirando los mitos para que nadie ose dudar de la hermosura de las vestimentas regias incluso cuando el Soberano se permita ciscarse en la bobería de sus súbditos para pasearse en pelotas.
Es muy difícil derrotar a ese consenso centenario entre la supuesta protección a la debilidad de los ciudadanos y la no menos supuesta gratuidad de los servicios públicos, y los dirigentes de los clubes deseosos de alterar el orden con buena lógica empresarial y deportiva parecen haber olvidado esa férreo pacto entre los aviones privados de los dirigentes y el fútbol base que cree vivir de sus dádivas. Al hacerlo no parecen haber advertido la basura que iba a caer sobre su reputación.
Tal vez haya otra interpretación del caso, los grandes clubes pueden haber comprendido que solo podrán ganar posiciones y avanzar hacia sistemas más profesionales, abiertos y competitivos pasando por el mal trago de quedar como auténticos idiotas. Es posible que hayan conseguido poner de manifiesto el monopolio injustificable opaco e ineficiente que gobierna las estructuras del fútbol. No se puede negar que han roto parte del espejo encantado que oculta a los mandarines, pero les queda mucho por hacer si quieren que haya un cambio real en los sistemas. Tienen razón, pero no han sabido hacerlo ver con claridad a quienes tendrían que dársela en cuanto se les caiga la venda de prejuicios y de falsa conciencia que los atenaza. Veremos.
Foto: Pascal Swier.