Conforme pasan los años me convenzo cada vez más profundamente de que la mayor aportación culinaria de mi tierra valenciana al resto del mundo no es la paella, es el almuerzo. Que nadie se lleve a engaño, no hay arroces como los de aquí y son muy pocos los lugares, más allá de Vinaroz y Orihuela, donde casi cualquiera es capaz de cogerle el punto de cocción al grano. Sin embargo, al igual que pasa con la tortilla de patatas, el natural polémico de las redes sociales, la provocación y el afán de likes, han suscitado innumerables debates, olvidando algo básico; que paella significa sartén – por eso ningún valenciano llama paellera al recipiente – y que por tanto cualquier arroz en sartén es una paella, pero que no cualquier paella es paella valenciana.
La cuestión del almuerzo está mucho más trillada, porque no se come en casa, con lo que de partida ya evitamos que el mejor sea el de nuestra madre, la variedad de viandas tiende a infinito, con lo que siempre puedes contentar a los más raritos y raro es que si te has puesto al tajo bien pronto, de madrugada, no tengas algo de gusa a partir de las nueve o las diez de la mañana. Es en ese momento cuando vas a tu bar de costumbre o, como me ha pasado a mi hoy, buscas el lugar más atestado, porque esto funciona igual que los bares de carretera. Algo tiene el agua cuando se llena de gente. Hoy andaba yo por la Ciudad de la Justicia –compareciendo como testigo, no se me asusten– y el bar más lleno lo estaba de curritos, como no, pero sobre todo de policías y guardias civiles. Entré, pedí, –el almuerzo se pide en barra, para poder observar detenidamente lo que te vas a meter entre pecho y espalda– me senté y me percaté de que no llevaba la mascarilla. No me la puse, ya sentado para qué.
Me hubiera gustado que aquellas patadas en la puerta, a la postre declaradas inconstitucionales, jamás hubieran tenido lugar. Todo lo que ha venido sucediendo debería haber tenido consecuencias mucho más graves para aquellos que las perpetraron, para los que las ordenaron y, sobre todo, para quienes las auspiciaron
Me dio por pensar, mientras picaba cacaus y olivas, en que nadie me había pedido el ‘pasaporte covid’. Nadie había arqueado siquiera una ceja al verme entrar sin mascarilla. Me pregunté si esto debía a lo granado y selecto de la concurrencia o simplemente a la cantidad de trabajo que había en esos momentos en el local. La respuesta evidente y que sin duda se ajusta a la realidad es la segunda, créanme, pero no deja de ser curioso que, en un lugar tan concurrido por defensores de la ley con distinto uniforme, se pueda uno saltar alguna norma, por más estúpida y liberticida que esta sea. Entiendo que es porque estaban almorzando y, queda claro, que el almuerzo está por encima de cualquier ley terrenal.
Al fin y al cabo, cumplir la ley es una cuestión de motivaciones e incentivos. No cumplimos la ley porque sea ley, sino porque nos interesa cumplirla o nos disuade el castigo. Si estás almorzando no te levantas a sancionar a nadie, no cumpliendo tu deber, por muy feo y malencarado que este sea. A las pruebas me remito.
Por desgracia, esta anécdota tiene su reverso tenebroso. Si algún agente se hubiera levantado para multarme a mí o a los propietarios del local, lo habría hecho en cumplimiento de su obligación y yo me hubiera tenido que callar, so pena de incrementarse mi sanción y/o crear un problema a un hostelero que en nada le iba la cosa, pero a la recíproca –el furgón de la Policía Nacional estaba aparcado sobre la acera taponando un vado– la cosa hubiera quedado en agua de borrajas.
Por cierto, a mí me parece estupendo que las leyes injustas no se cumplan, empezando por aquellos que las tienen que hacer cumplir. Me hubiera gustado que aquellas patadas en la puerta, a la postre declaradas inconstitucionales, jamás hubieran tenido lugar. Todo lo que ha venido sucediendo debería haber tenido consecuencias mucho más graves para aquellos que las perpetraron, para los que las ordenaron y, sobre todo, para quienes las auspiciaron desde la comodidad de los despachos. Dicho esto, cabría preguntarse hasta qué punto el margen de maniobra que tienen los funcionarios, no solo los policías, para poder interpretar algunas regulaciones concluye en una indeseable discrecionalidad, porque como hemos visto desde hace unos meses, poco importa lo que diga el Supremo. Cada Tribunal Superior de Justicia autonómico sigue su propio dictado. Entiéndase propio como el que marca el presidente autonómico de la región.
Si todo es tan arbitrario a pie de calle, a nadie pueden sorprender los truculentos espectáculos que nos brindan desde cualquier parte del mundo los ungidos desde las urnas para cuidar de nosotros. Lo ocurrido en Australia con Djokovik es un ejemplo cristalino de como los gobernantes son capaces de decir una cosa y la contraria con diferencia de horas. El hecho de que el serbio incurriera en falsedad documental o no, por cierto, palidece ante la existencia de Comités de Expertos fantasmas bajo cuya responsabilidad y sabiduría se eliminan de raíz las más fundamentales libertades. Las leyes no son iguales para todos. Boris Johnson o Yolanda Díaz estaban de fiesta mientras el resto de los mortales no podían salir de casa. Los mismos que sancionan las leyes son los primeros en saltárselas.
Ante estos hechos la idea de que el Poder Legislativo es inútil y sobra se abre paso en mis pensamientos. ¿Para que necesitamos una caterva de mamarrachos haciendo leyes si van a ser ellos los que las incumplan? En España es absolutamente prescindible, puesto que lo que manda el Ejecutivo, con las oportunas prebendas a aquellos que lo apoyan, es lo que dice el Legislativo. Todo el tinglado carece absolutamente de sentido.
La evidencia de que existen ciudadanos de primera, segunda o quinta no se escapa a nadie. Ni siquiera a los de primera, que no lo esconden en su inabarcable desfachatez. Al contrario, se vende la ficción la que nos advirtió ya Bastiat, pretendiendo el imposible de que todo el mundo viva a expensas del Estado, todos volaremos en business y, sorprendentemente, o no tanto, gran parte del pueblo compra esta mercancía averiada y permite que siga habiendo ciudadanos de primera, que además imponen coacción en sus vidas, en las de los ciudadanos que compran el coche que saben que no funciona mientras esperan en ordenada cola el turno en que les toque chupar dos o tres tristes gotas de leche subvencionada de la ubre vacía. Lo malo es que la coacción también cae sobre los que no compramos la moto vieja, y cada vez nos queda menos aire.
Lo más triste es que son estos contribuyentes pusilánimes los que mantienen el statu quo, no los políticos ni los policías, que en realidad son un porcentaje pequeño de la población, confirmando que no hay mejor defensor de la esclavitud que el esclavo que sostiene que todo lo que hace su amo es por su bien. Acríticos y fanáticos disculpan cualquier despiste, por atroz que este sea, desde tomarse unas inocentes cañas a violar menores. Sin pensamiento crítico no hay ética, ni estética.
Foto: Engin Akyurt.