Durante años, EH Bildu ha cultivado con cínico esmero una imagen de integridad moral, presentándose como alternativa ética frente a los excesos de la política tradicional. En el País Vasco, esa imagen ha calado hondo, sobre todo entre sectores jóvenes y clases trabajadoras que buscan una política distinta. Pero tras el disfraz de pureza late una verdad inescapable: Bildu no representa la regeneración democrática, sino una de las formas más abyectas de corrupción: la que se ejerce con violencia, intimidación y chantaje.
Conviene recordar que durante décadas, la izquierda abertzale —núcleo de lo que hoy es Bildu— se financió mediante el conocido «impuesto revolucionario»: extorsión a empresarios, amenazas a comerciantes, secuestros, chantajes y asesinatos. Robaron dinero a espuertas, de formas mucho más mezquinas que el peor de los corruptos. Pero también casi mil vidas. En ninguna democracia europea contemporánea un partido con ese historial habría alcanzado la legitimidad política sin una ruptura ética dramática. En España, sin embargo, no sólo se les ha normalizado: han sido blanqueados como símbolo de normalización democrática.
Votar a EH Bildu no es un voto contra la corrupción. Es un voto a favor de la corrupción más abyecta: la que no sólo roba a manos llenas, sino que mutila la conciencia moral de una sociedad
Arnaldo Otegi, su líder en la sombra, fue condenado por pertenencia a banda armada en el caso Bateragune (sentencia del Tribunal Supremo en 2012), por intentar reconstruir Batasuna bajo directrices de ETA. No ha pedido perdón ni ha condenado expresamente los asesinatos como herramienta política. En una polémica entrevista en 2019 en TVE, afirmó que lo verdaderamente relevante era «haber contribuido a la desaparición de ETA», evitando nombrar o condenar la violencia etarra explícitamente. Una contradicción moral insoportable: quien justificó el uso del terror como estrategia política hoy se presenta como adalid de la convivencia. ¿Puede haber algo más repulsivo?
Las condenas y declaraciones son escalofriantes. En abril de 2016, dijo:
“¿Cómo me pides ahora que condene algo del pasado que no condenaba entonces?”.
Tras el asesinato del periodista López de Lacalle, Otegi afirmó:
“ETA pretende poner encima de la mesa el papel de determinados medios”, justificando indirectamente la violencia contra los críticos con el independentismo.
Y cuando le preguntaron por el asesinato de Miguel Ángel Blanco, respondió:
“Contribuimos a acabar con ETA… eso es más relevante que condenar la violencia”.
Testigos protegidos en casos judiciales han señalado que dirigentes como Otegi tenían conocimiento del secuestro y asesinato de Blanco, lo que apunta a la complicidad política incluso si nunca se investigó plenamente
Más allá del pasado, el presente tampoco es edificante. En julio de 2025, Otegi admitió haber mantenido reuniones con Antxon Alonso, empresario vinculado a una trama de corrupción por la que Santos Cerdán, exsecretario del PSOE, ha ingresado en prisión. Según las informaciones, Alonso actuaba como interlocutor habitual entre Bildu y el PSOE navarro. Otegi justificó la reunión como un encuentro informal, pero lo cierto es que encaja en un patrón: el de las redes clientelares y la opacidad como herramientas de influencia política.
Otro ejemplo: el nombramiento de Alfonso Arriola —condenado por prevaricación en el caso De Miguel— para gestionar ayudas forestales del Gobierno Vasco. Aunque EH Bildu lo criticó públicamente, lo cierto es que su entorno político no ha roto con las prácticas que denuncia. La corrupción ajena se condena; la propia se disimula o se endosa sibilinamente.
El caso Bidegi es otra prueba de cinismo: Bildu denunció al PNV por presuntas irregularidades en obras públicas, pero la querella fue archivada por falta de pruebas. Lo llamativo es que los informes presentados por Bildu estaban plagados de errores. Casualidades. Cuando se trata de combatir la corrupción real, la izquierda abertzale tropieza con su propio afán propagandístico y proyecta una capacidad de engañar y mentir que deja en pañales al propio Pedro Sánchez.
Todo esto debería hacer reflexionar a los votantes vascos, especialmente a los jóvenes. El contraste no puede ser más elocuente: mientras los portavoces de EH Bildu, como Arnaldo Otegi o Mertxe Aizpurua, exhiben hoy una fisonomía rotunda, asentada en una vida muelle de escaño, dieta subvencionada y militancia de moqueta, miles de jóvenes de su órbita ideológica fueron empujados a la yihad abertzale, a menudo con un destino final de cárcel, clandestinidad o muerte. No es muy diferente del modelo de los mulás de ISIS: jefes bien nutridos, predicadores de la pureza y la guerra, que mandan al sacrificio a los hijos de otros mientras ellos engordan al abrigo del poder y los privilegios.
EH Bildu no es un partido limpio. Todo lo contrario: es una fuerza que arrastra una herencia manchada de sangre y una estructura de poder construida sobre la coacción. Su visión del País Vasco no es la de una sociedad abierta y plural, sino la de una comunidad homogénea, subordinada a un proyecto totalitario, enemiga encarnizada de la libertad, identitaria y excluyente. La prueba más clara de ello es que en sus listas electorales ha incluido a numerosos condenados por delitos de terrorismo, algunos con delitos de sangre, presentándolos como representantes legítimos de la voluntad popular. No hay mayor insulto a la memoria de las víctimas ni muestra más obscena del desprecio por los principios democráticos.
Votar a EH Bildu no es un voto contra la corrupción. Es un voto a favor de la corrupción más abyecta: la que no sólo roba a manos llenas, sino que mutila la conciencia moral de una sociedad. Es hora de dejar de fingir que refundarse como un nuevo partido equivale a ser limpio, mucho menos cuando de nuevo no tienes absolutamente nada. Otegi y los suyos no sólo son viejos, tienen la mentalidad del hombre de las cavernas.
Escuchar a Arnaldo Otegi criticar el Régimen del 78 por corrupto es el colmo de los colmos. La crítica, en todo caso, podemos hacerla los españoles honrados. Nunca quienes pisan moqueta gracias a décadas de amenazas, robos mafiosos y violencia descarnada. Unas prácticas que no se han extinguido, simplemente se han normalizado. Porque, hoy al igual que hace de 20 años, allí donde está Bildu, el pluralismo desaparece. Pruebe, si no, a hacer campaña con ideas distintas donde tengan cierta influencia. Comprobará lo democráticos que son sus comportamientos actuales.
Otegi representa la peor y más insidiosa corrupción que ha florecido a la sombra de nuestra desvalida democracia. Una corrupción que ha actuado contra el pacto de convivencia que salvó a España de la violencia. La verdadera anomalía no es que el Régimen del 78 perviva: es que quienes trataron de hacerlo saltar por los aires estén hoy a punto de gobernar una comunidad autónoma aprovechando sus vicios y defectos.
EH Bildu, en sí misma, es hija de la peor corrupción. Porque no es sólo heredera de la violencia: es también hija directa de la corrupción de un PSOE que, lejos de exigir una ruptura ética con el pasado, vio en su blanqueamiento una jugada política rentable. Convertir a quienes jamás han condenado el terror en socios legítimos fue una decisión calculada, no un error. Así, EH Bildu encarna con crudeza la lógica perversa de un régimen en descomposición, donde el poder ya no es medio, sino fin absoluto, y donde la justicia, la memoria y la decencia son sacrificadas con tal de asegurar unos votos. En su alianza con el PSOE, Bildu no reniega de su historia: simplemente la adapta a las exigencias de un juego de poder y corrupción que no conoce límites.
Foto: Txeng Meng.
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