Siempre se ha comentado en este santo país, y estoy convencido que es cierto, que, desde que llegó la democracia que todos querían darse, pero que fue cosa de pocos, en las elecciones municipales se vota por la persona mientras que, en las generales, por el partido. Las próximas que tenemos delante, las autonómicas de la Comunidad de Madrid, como las demás regionales, quedan aparentemente en tierra de nadie.

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Visto el ordenamiento jurídico español tiene mucho sentido que allí donde más maniatados quedan los políticos, dónde más apegados al terreno trabajan, tendamos a olvidar las siglas y nos concentremos en la persona. Si ya mi Valencia de casi 800.000 habitantes es un pueblo grande, donde a poco que escarbes, todo el mundo se ha tomado un café con alguien de arriba, el resto de munícipes patrios han de alternar necesariamente de forma estrecha con sus administrados. Esto otorga al votante una aproximación realista a las capacidades del candidato. Además, poco se puede hacer realmente en un Ayuntamiento para cambiar las cosas de forma profunda. Sólo pequeños parches, aquí y allá.

Que usted, en época electoral, pueda hablar con su candidato de tú a tú es anecdótico. Puede que incluso su candidato tome conciencia de lo que le cuenta y pretenda hacerle caso, pero eso es irrelevante. Si lo que a usted reconcome no interesa al Gran Kahuna, téngase por fornicado

Conforme alejamos los centros de decisión de los votantes, la partitocracia se hace más evidente. No es que no exista a nivel municipal, es que cuando te cruzas con cualquiera que te pueda calentar la oreja en la cola del súper, surgen otros elementos que también influyen. No obstante, en muchos casos, y este próximo es paradigmático de una cosa y la contraria, algunos partidos quedan diluidos tras los primeros espadas, que ya contaban con algún aval previo. Ayuso o Iglesias obvian cuanto pueden de sus partidos – Iglesias en realidad no puede evitarlo, pues su partido es él – mientras nadie sabe muy bien quién es y a que se dedica Gabilondo, ese del que solo se sabe que presume de no ser nadie. Illa y Feijóo lo llevaron también al terreno personal, con desigual resultado. El planteamiento pues difiere dependiendo de partidos, regiones o candidatos, siendo una mezcla entre la forma en que se afrontan las elecciones locales, totalmente personales, y las generales, donde es el partido el que se presenta, con un único líder que lo pastorea.

El nivel autonómico español, aunque muy imperfecto, como el resto de nuestra organización estatal, tiene cierto margen de maniobra como ha quedado patente en algunos escarceos de esta pandemia o en las diferentes fiscalidades que disfrutamos los españoles, con perdón del exabrupto. Por ello, los partidos políticos, verticales y antropófagos, cortarán sistemáticamente las alas de sus cabezas de cartel en el momento se salgan del guion que se marque desde el despacho de la presidencia o de la secretaría general, según el caso. El control es del aparato. Si el candidato y quizá presidente no juega según las reglas que le impongan no cabe posibilidad de ascenso real. No jugará en la liga nacional más que en puesto sin relevancia y sólo en el caso de que el tirón de su imagen sea necesario. Si los servicios prestados resultan convenientes pese a todo, siempre se puede buscar acomodo a los díscolos en fundaciones, comités u observatorios variopintos, para que sacien su ansia de protagonismo y sigan engordando su cuenta corriente a costa del erario público. Si los bomberos no se pisan la manguera, los políticos más astutos jamás se levantan la alfombra.

Allí donde las cosas no necesitan demasiado control porque la burocracia asfixia con su yugo y rara vez permite desmanes –y me refiero a afrentas al partido, no violaciones de la ley– el partido parece no existir. Las listas electorales se completan con más dificultad de la que cabría suponer completándolas con independientes en muchos casos. Sin embargo, por más que se pretenda simular lo contrario, la política, en el peor sentido de la palabra, define lo que ocurre desde las Diputaciones en adelante. El rostro al que votamos para nuestras regiones tendrá libertad de acción en tanto sea útil a la causa partidista, no hay que llevarse a engaño. No hay más que ver al mencionado Gabilondo que trata de adaptar su campaña a lo que parece que se lleva en Madrid, mientras desde Moncloa le contradicen, o cómo trata Génova, o dónde quiera que mueva su sede el Partido Popular, si es que la mueve, de capitalizar torpemente el tirón que pudiera tener Ayuso. Ambos saben que si quieren realmente ejercer políticas propias, las que sean, deberán de hacerlo a favor de su partido o con el permiso de este, si es que les va bien, a sabiendas que serán finiquitados en el momento metan el zanco.

En política, como en muchas grandes empresas, todo el mundo puede llegar ascender hasta su nivel de incompetencia, pero, contrariamente a lo que ocurre en el sector privado, no es la incompetencia lo que apartará a un político de su cargo, si no la deslealtad. La principal y en ocasiones única condición para mantener un cargo es la obediencia servil y ciega.

Podemos hacernos cruces sobre el sistema electoral español, pero en realidad la Ley D’Hont, el reparto de las circunscripciones o las elecciones por distritos palidecen ante el poder que sobre el sistema tienen los aparatos de los partidos. Ellos son los que al final dictan las leyes que realmente tienen calado en la vida de los ciudadanos. Ellos, sin duda, dictaron las Ley Electoral que impide el sufragio pasivo de muchos españoles, derecho de todos, recogido en la Constitución y ellos son los que podrían cambiar tantas y tantas cosas que solo cambian a peor desde hace más de 40 años. Son los partidos y sus jefes los que deciden prácticamente todo lo que tiene relevancia. Que usted, en época electoral, pueda hablar con su candidato de tú a tú es anecdótico. Puede que incluso su candidato tome conciencia de lo que le cuenta y pretenda hacerle caso, pero eso es irrelevante. Si lo que a usted reconcome no interesa al Gran Kahuna, téngase por fornicado.

Foto: Arnaud Jaegers.


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