Han pasado 21 años del atentado de las Torres Gemelas, en Nueva York (EEUU). 4 aviones comerciales fueron tomados por 19 terroristas de la banda criminal Al Qaeda, estrellándose uno en cada una de las icónicas torres de Wall Street, otro contra El Pentágono, en Virginia, y otro se estrelló en un terreno de Pensilvania, siendo su objetivo frustrado el Capitolio, en Washington. Este duro golpe sorprendió al mundo entero, que emitía las imágenes como si se tratase de una nueva película de firma norteamericana. Lo real se hizo irónico, y Al Qaeda lo convirtió en sarcástico y trágico. Muchas de las víctimas se suicidaban lanzándose por las ventanas, encerradas por el fuego, el humo y el terror. Finalmente cayeron las dos torres de una manera imponente, como si se abriese un agujero en la tierra y las engullese. Nacieron así las nuevas guerras del siglo XXI en boca del Presidente de Estados Unidos George W. Bush: “[la guerra] no terminará hasta que todos los grupos terroristas de alcance mundial hayan sido encontrados, detenidos y derrotados”. Las Guerras-Estados se desfocalizaban, los enemigos se ocultaban geográficamente (incluso vivían rodeados de sus potenciales víctimas, Francia como ejemplo), y las guerras las podían iniciar desde “lobos solitarios” hasta células terroristas organizadas con vocación expansionista (Dáesh).

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El 11-S supuso, psicológicamente, el inicio del fin del siglo XX, no solo por posición cronológica (año 2001) sino por representar la muerte de una obra o idea. Una obra de arte, tradicionalmente, era ejecutada en unos días, semanas o meses y después era guardada para la posteridad en un museo. La velocidad con que se produjo la muerte de las torres y su desaparición (apenas horas) era de un nivel técnico sublime, que algunos (como Stockhausen) no dudaron en calificarlo, desde un punto de vista estético, como “la obra de arte más grandiosa de la historia”; si bien, un tanto desafortunado teniendo en cuenta que aún había víctimas luchando por su vida. La filosofía detrás de los rascacielos (subir y subir), el pensamiento detrás de la aviación (libertad), y la imagen que representaba Estados Unidos (la cuna de la libertad, la seguridad y el sueño americano) se mezclaban formando un detritus que les explotaba en la cara. El cuento del lobo con piel de cordero, el caballo de Troya, la guerra de ocultismo terrorista aprovechándose de las garantías jurídicas que la legislación globalista y woke (progre) proporcionaba a cualquier tipo de inmigrante. El 11-S representaba así la caída de una idea del mundo basada en la libertad, la igualdad y la economía de mercado, pero que tenía como principal defecto su eurocentrismo y arrogancia geopolítica de EEUU, el conflicto Israel-Palestina (la pacificación de Bill Clinton en el pacto entre Ehud Barak y Yaser Arafat, en 1999, fue un teatro que no contribuyó en nada y recrudeció el conflicto religioso de la zona) y la globalización, permitiendo, bajo su justificación económica, abrir la puerta a la interculturalidad sin antes afianzar las normas de convivencia social básicas.

Comienza, ahora sí, el siglo XXI, los Estados languidecen entre deudas y crisis de identidad, la sociedad igualitaria y virtual se adormece en cuestiones hipnopómpicas mientras la realidad prepara despertarla a fuerza de golpes

En este sentido, el 11-S supuso la refutación a la patética tesis de Fukuyama de que la historia se había acabado con la caída de la URSS. No es que la caída del totalitarismo representase la caída mitológica del mal y habitásemos a partir de entonces la Arcadia, sino que el totalitarismo, que para nada era una particularidad, siempre tuvo lo que el 11-S recordó: fanatismo y violencia. Era un mito muy débil. Estados, religiones, rencores pasados, guerras… era absurdo pensar que lo que había sido la pauta base de cualquier conflicto pasado durante siglos fuese a desaparecer, pero su descentralización en grupos terroristas representaba el eje distintivo: la generalización de las prácticas de bandas como IRA o ETA infundiendo terror no a los políticos (como otrora los anarquistas a principios del siglo XX) sino a los ciudadanos. Falta por observar si, al igual que ETA (que fue una auténtica visionaria), las nuevas guerras se politizan y penetran sus ideales en las instituciones públicas. Esto supone un cambio de interrogante respecto a la seguridad de un Estado que no solo se prepara ante ataques físicos o ataques biológicos, sino también ante ataques informáticos.

Para muchos el 11-S ha pasado a ser el 11 “ese”, sin dotarle de la importancia histórica que representa: el inicio del fin de un siglo XX que aún no había terminado psicológicamente, seguíamos dándole vueltas a sus valores sin terminar de creérnoslos.

El siglo XX, así, acaba de terminar psicológicamente con el fallecimiento de la Reina Isabel II, en 2022 (nos ha costado salir). Dicho siglo no solo inició su fin con la caída de las Torres Gemelas, sino que se atestiguó con la ejecución de Sadam Hussein, la muerte de Bin Laden, el fallecimiento de Reagen y Thatcher, las nuevas escaramuzas del ejército ruso, el pago de la deuda alemana por la Gran Guerra, el fallecimiento de Gorbachov… El siglo XX representó, para la política, un parche ideológico tan sumamente débil de sostener en el tiempo que no podía terminar idealmente sin morir en forma temprana. Mueren los padres y los hijos dejan de hablarse, mueren los grandes símbolos del siglo pasado (sus personajes “buenos” y “malos) y el relato ya no se cuenta más.

La Reina Isabel II representaba la historia viva de esa Europa que conoció las guerras, que vivió tiempos duros que requirieron fuerza, decisiones difíciles y grandes alianzas. La última gran estadista de un Reino Unido que se hace más débil con la coronación de Carlos III. Y es precisamente eso: una Europa débil política y socialmente, una América “aparentemente débil” política y socialmente. Las democracias, esos gobiernos del mayor número, necesitan de grandes líderes; si no los hay revivimos las traiciones de la dinastía de los Severos. Según lanzamos nuestra mirada al Este los objetivos de seguridad adelantan por goleada a los de la libertad y la igualdad. Es evidente que quien busca seguridad siempre se dejará ningunear por el proveedor, y un Estado que logra inducir ese estado mental a sus ciudadanos es más fuerte contra futuros enemigos. No parece que el siglo XXI traiga grandes líderes y sí grandes sirvientes.

El 11-S y la Reina Isabel II representan el principio y el fin del final psicológico del siglo XX. Ya no queda nada del pasado, solo su historia en libros. Comienza, ahora sí, el siglo XXI, los Estados languidecen entre deudas y crisis de identidad, la sociedad igualitaria y virtual se adormece en cuestiones hipnopómpicas mientras la realidad prepara despertarla a fuerza de golpes, la pandemia ha hecho más importante a la seguridad que a la libertad, el terrorismo internacional sigue despierto y atento preparando su siguiente ataque, si bien resurgen los clásicos conflictos internacionales entre Estados por pura especulación de recursos. Ni un solo político representa nada que no sea él mismo o su partido. En mi opinión, durante estas dos décadas hemos estado protegidos por los mitos de la democracia y el neoconstitucionalismo característicos del siglo pasado; sin tótems ni símbolos no hay grandes relatos, y ahora que los hemos perdido o despreciado solo el conflicto y la nada axiológica nos puede hacer tejer nuevos mitos. Pero para eso tenemos que ser protagonistas y volver a preguntarnos por lo común frente a lo ajeno y encararlo. Quien piense que no habrá guerras será un idiota que lo más útil que podrá hacer será esconderse en su habitación con posters de Obama y U2; así no molestará. Es el conflicto lo que imprime carácter e identidad.

Todas las piezas están sobre el tablero y una pregunta titula a la partida: “¿Qué se hará?” Hemos empezado el siglo XXI mentalmente dormidos y con el grifo abierto.

Foto: Carol M. Highsmith.


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