Nos advierten de que una amenazante extrema derecha está emergiendo en Europa y viene dispuesta a acabar con “los derechos” (así, en general), la convivencia y la paz social. Una versión de la Loba Capitolina, Luperca, que alimentó a Rómulo y Remo, pero que esta vez, en lugar de amamantar a quienes según la leyenda fundaron Roma, es decir, la civilización, estaría amamantando con ubres casi infinitas a los intolerantes que quieren destruirla.

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“¡Que viene el lobo fascista!”, es el grito que se proyecta no precisamente desde los campos donde pastan las ovejas, supuestamente amenazadas por la alargada sombra de la extrema derecha, sino desde casas señoriales, las urbanizaciones con seguridad privada, los barrios más exclusivos y caros de Europa, las zonas con soberbios edificios vigilados donde residen políticos y tecnócratas, a veces, como sucede en algunos países escandinavos, construidos al lado y alrededor de los ministerios, para mayor comodidad y seguridad. Una ciudadela dentro de la ciudad pero separada de ésta —así lo llaman en Noruega, La Ciudadela— donde la vida discurre perfectamente organizada, con un orden exquisito, sin sobresaltos ni horarios abusivos, sumida en una plácida grisura que, como una neblina fantástica, la convierte en una isla fantasmagórica e irreal.

Europa lleva demasiado tiempo proyectándose sobre esta diferencia, la de los pastos verdes y abiertos (cada vez menos verdes y abiertos), donde sobreviven las ovejas, es decir, el común, a expensas de mil y una contingencias, y las ciudadelas convenientemente aisladas y seguras, en las que el mañana no supone ninguna inquietud

Europa lleva demasiado tiempo edificándose sobre esta diferencia, la de los pastos verdes y abiertos (cada vez menos verdes y abiertos), donde sobreviven las ovejas, es decir, el común, a expensas de mil y una contingencias, y las ciudadelas convenientemente aisladas y seguras, en las que el mañana no supone ninguna inquietud, porque allí está asegurado, y el futuro no es más que una abstracción, una extrapolación que es planificada. El mañana son los papers, estudios en los que los individuos no son personas, sino datos agregados, números, cifras tabuladas que dan formas a gráficos en forma de quesito, de barras o de dientes de sierra.

En La Ciudadela es donde se idearon las pegatinas de colores y desde donde se impone a las ovejas, obedientes, que se marquen a sí mismas colocándolas en las lunas de vehículos cada vez más viejos. Si pudieran, obligarían a llevarlas prendidas en las mangas, pero no se atreven porque despertaría suspicacias, inquietantes recuerdos del pasado. De entre todos estos colorines sólo uno, el verde inmaculado, otorga el salvoconducto para moverse libremente, para ser un ciudadano de pleno derecho, un miembro de la grey. Es la pegatina más ecológica y, claro está, la más cara e inaccesible. La que pocos pueden permitirse, para que los muchos no incordien con el traqueteo de sus utilitarios y furgonetas.

Para los egregio habitantes de La Ciudadela resulta perturbadora la ansiedad de la plebe, esa grosera urgencia por ganarse el pan, yendo a la carrera a todas partes. No quieren gente apresurada, laboriosa, insufriblemente ajetreada merodeando por sus calles, por sus inmaculadas zonas peatonales, por sus bulevares y sus plácidas terrazas. No quieren en sus dominios a individuos vulgares que sudan y jadean. Sólo a sus pares, a ciudadanos como ellos, bien colocados, bien establecidos, parsimoniosos, encantados de haberse conocido.

Por eso, para acceder a su Shangri-La han convertido un sencillo desplazamiento en automóvil en una aventura, un peregrinaje en transporte público, con trasbordos e intercambiadores, combinando el tren de cercanías con el suburbano y el autobús, a expensas de una frecuencia que cae drásticamente más allá de las horas punta. Un coste de cientos, miles de horas a añadir a las interminables jornadas de trabajo. Más de una vida, en detrimento de la verdadera, dedicada exclusivamente a transportarse, a llegar de un punto a otro.

Los señores de La Ciudadela, sin embargo, no tienen problemas para ir y venir del trabajo, porque, o bien el trayecto es muy asequible, o bien la vivienda y la oficina casi están puerta con puerta, o bien los más insignes viajan veloces a bordo de automóviles escoltados, helicópteros y jets. En realidad, no viajan: atraviesan la distancia como un láser. Cuanto más rápido y más aséptico, mejor.

En La Ciudadela ni la calefacción ni el aire acondicionado son un lujo; mucho menos un pecado. Son comodidades tan inconscientes como abrir un grifo y llenar un vaso de agua. Servicios que se activan solos, de forma automática según cruzas la puerta, incluso antes de hacerlo. Tan naturales e indiscutibles como lo es la luz del sol. Fuera, en cambio, son lujos y pecados, excesos que están destruyendo el planeta. “Si tienes calor, abanícate”. “Si tienes frío, líate en una manta”, instruyen desde sus despachos climatizados con una temperatura estable de 24º los 365 días del año.

En La Ciudadela no hay inmigración musulmana, mucho menos con el nivel de concentración que, más allá de sus murallas, existe en cada vez más pueblos, barrios y suburbios. Fuera de sus muros es donde operan los carteristas, los okupas, los ladrones, los salteadores, los vándalos, las pandillas, los que vienen no a buscar simplemente una vida mejor, sino a obtener y acumular ventajas, a tomar posesión del territorio donde se establecen y concentran, imponiendo allí donde alcanzan un número suficiente su propia ley. A menudo constituyéndose en bandas cuya violencia no hace sino aumentar. Delincuentes con listas inacabables de delitos, no sólo menores, como el hurto, sino peores, entrando y saliendo de las comisarías como pedro por su casa, con infinidad de citaciones pendientes que amarillean en los juzgados. Entretanto, la policía atada de pies y manos por una legislación benevolente, propia de otros tiempos más pacíficos, a la que se ha añadido una corrección política disparatada.

En realidad, La Ciudadela, aislada como está del mundo del común, se ha desentendido del orden y la seguridad más allá de sus muros. Ocurre que, cuando la Autoridad hace mutis por el foro, el ciudadano acaba suplantándola. Y entonces la mecha se prende. Tarde o temprano los agravios acumulados acaban explotando. Tic, tac. Tic, tac… Así, la inseguridad creciente está llevando a que los ciudadanos que viven extramuros se subleven o, en el mejor de los casos, se organicen por sus propios medios, constituyendo patrullas ciudadanas, grupos de voluntarios dedicados a proteger y advertir a sus iguales, que viajan en trasporte público, de la presencia de archiconocidos carteristas, mafias perfectamente fichadas por las fuerzas de seguridad pero que, sin embargo, operan con una impunidad desesperante. Son los comunes los que más robos sufren, los que más expuestos están a los asaltos y agresiones. Sea cual sea la condición o circunstancias de las víctimas, todas comparten una característica: viven fuera de La Ciudadela.

La Ciudadela y el exterior son dos mundos cada vez más distintos y distantes, cada vez más antagónicos. El primero es el mundo imaginado y proyectado por los pocos, como debe ser, como tiene que ser. El segundo, el de los muchos, es el mundo real, el que es.

No, la amenaza que se cierne sobre Europa no es la extrema derecha. Es el abismo que se ha abierto entre La Ciudadela y los barrios, los suburbios y los pueblos. Y es esta separación abismal, que ya se antoja inasumible, la bomba a punto de explotar.

¡Que viene el lobo!

Foto: Norbu GYACHUNG.

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