En mi artículo anterior, “Felipe VI rompe por fin con el perverso consenso” analicé la importancia del discurso del rey el pasado 3 de octubre de 2017 (2 días después de celebrarse el referéndum ilegal separatista organizado por el gobierno de la Generalidad de Cataluña). Con su mensaje, Felipe VI inauguró, quizá sin ser plenamente consciente de ello, una nueva etapa en nuestra vida política. Esta nueva fase se caracteriza por la ruptura con el consenso. El consenso ha sido, hasta este momento, la norma suprema del régimen del 78. En términos de jerarquía política se puede afirmar que ha funcionado como la verdadera Ley Fundamental de nuestro sistema: el pacto del consenso da lugar a la Constitución de 1978, y la interpretación de la Constitución se tendría que realizar siempre sobre los fundamentos del consenso.
Lo señaló en su momento Javier Tusell, citando un anterior trabajo realizado por Miquel Roca Junyent (uno de los padres de la Constitución): nuestro régimen no nace únicamente del consenso sino que necesita del consenso para su funcionamiento. También Óscar Alzaga, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en 2010, subrayó lo anterior. Alzaga analiza el origen consensual de nuestro régimen y llega a la conclusión de que nuestro régimen requiere también de la utilización permanente del consenso en su propio funcionamiento: lo que él denomina las “prácticas postconstitucionales”. Y todo ello para evitar “la instauración de una dinámica de discordia en la sociedad española”. Pues bien, ha sucedido todo lo contrario: la discordia en la sociedad española se ha declarado por la aplicación del consenso, y sería el momento ahora de llegar a la convivencia aplicando el disenso y la democracia.
La discordia en la sociedad española se ha declarado por la aplicación del consenso, y sería el momento ahora de llegar a la convivencia aplicando el disenso y la democracia
Por tanto, el consenso ha sido entendido en nuestro país, durante los últimos 40 años, como la fórmula de resolución de nuestras disputas políticas. De ahí que muchos sectores, sobre todo de izquierdas y nacionalistas, esperaban que Felipe VI aplicara tan “sabia” medicina ante una crisis política como la del separatismo catalán. Esto es, la solución pasaría por el dialogo, la negociación y la cesión. Pero, afortunadamente, por el momento no ha sido así.
Ante una crisis calificable, sin ninguna exageración, de “existencial”, como fue la proclamación de la República catalana, en donde no solamente se intentaba abolir el ordenamiento constitucional, suprimir al pueblo español como titular de la soberanía política y disgregar nuestro territorio que es el sustento de nuestra vida en común, el rey tenía pocas alternativas. Para algunos, solamente una. Para otros, quizá alguna más. Pero optó por hacer la correcta: plantar cara a los separatistas. Aunque ejemplos tenía en sus antecedentes familiares de comportamientos diferentes ante parecidas desavenencias. Ahí quedará para siempre, en los anales de la cobardía histórica, la huída de Alfonso XIII en 1931. Pautas de proceder que recientemente José Miguel Ortí Bordás ha calificado como “la falta de resistencia del Poder” en España ante determinados cambios políticos. Estos es, Felipe VI podía haber actuado de manera diferente, porque comportamientos distintos en nuestra historia, “haberlos haylos”. Pero actúo de manera meritoria. Para sorpresa de muchos y disgusto de otros tantos.
Felipe VI acertó y hay que esperar que, de cara al futuro, se mantenga en esta posición, aunque las presiones y consejos que debe estar recibiendo para volver a los antiguos enjuagues de Palacio sean muchos e insistentes
Felipe VI acertó y hay que esperar que, de cara al futuro, se mantenga en esta posición, aunque las presiones y consejos que debe estar recibiendo para volver a los antiguos enjuagues de Palacio sean muchos e insistentes: ahí están sus últimas intervenciones en el discurso de Nochebuena (donde bajó el diapasón respecto a su mensaje del día 3) y más alarmantemente su intervención durante la última Pascua Militar, donde apareció inexplicablemente acompañado por su padre, el rey emérito Juan Carlos, lo que hace confirmar las sospechas de que ciertos personajes de la Transición, desplazados por los acontecimientos, pretenden utilizar a la Corona para reivindicarse ellos mismos. De ahí el propósito de algunos de dedicar 2018, al celebrarse el 40 aniversario de nuestra Constitución, para homenajear al rey emérito. Craso error que lo único que haría es debilitar la figura del nuevo rey ante la crisis política que padecemos, al ser el anterior monarca uno de los responsables del desafecto de la ciudadanía a las instituciones por su falta de ejemplaridad en casos suficientemente conocidos.
Pero volvamos al inicio de nuestra reflexión ¿por qué acierta Felipe VI al separarse del consenso? En primer lugar, porque su reinado es un periodo nuevo de la vida política española. Y, aunque él quisiera (todo apunta a que no ha querido) Felipe VI no puede heredar un régimen tan personal, el juancarlismo, como ha sido el protagonizado por su padre. El juancarlismo fue consecuencia de un acuerdo de poder, pacto de régimen, entre los herederos del franquismo (con el rey Juan Carlos a la cabeza) con la izquierda más los nacionalismos vasco y catalán. Un arreglo político que consistía en que la derecha franquista entregaba el poder a la izquierda y a los nacionalistas a cambio de que se legitimase la monarquía, borrando de esta manera su pecado original franquista.
El régimen del 78 es irrecuperable porque importantes fuerzas políticas que suscribieron el pacto de la Transición hace 40 años, especialmente la extrema izquierda más los nacionalistas vascos y catalanes, no están dispuestos a mantenerlo y sí a reeditarlo
Este acuerdo político ha saltado por los aires por varias circunstancias, no por el fin del bipartidismo como erróneamente señalan los dirigentes de Ciudadanos y Podemos (el régimen del 78 siempre ha funcionado como un bipartidismo imperfecto: ahí están los casos de formaciones políticas como fueron el PCE, IU, CDS, CIU y PNV que tanto en ayuntamientos, autonomías como en el Gobierno central jugaron roles esenciales a la hora de conformar mayorías o servir de bisagras para la configuración de las mismas). En realidad, el régimen del 78 es irrecuperable porque importantes fuerzas políticas que suscribieron el pacto de la Transición hace 40 años, especialmente la extrema izquierda (con el PCE de antes y el Podemos ahora) más los nacionalistas vascos y catalanes (despojados hoy de su careta de moderación y visibles para todos como lo que siempre han sido: partidos separatistas que quieren alcanzar un Estado independiente) no están dispuestos a mantenerlo y sí a reeditarlo. Eso sí, con unas nuevas condiciones todavía más favorables a sus intereses.
Sin embargo, Felipe VI parece que no quiere caminar en esa dirección. Lo ocurrido el pasado 3 de octubre no tiene, en principio, vuelta atrás. El nuevo monarca ha tomado partido y se ha pronunciado sobre un asunto fundamental, la cuestión nacional, que preocupa enormemente a la sociedad española. Hasta el martes 3 de octubre el consenso con los nacionalistas era entendido como un requisito vital de nuestro sistema institucional y, por añadidura, elemento necesario en el cimiento de futuras reformas constitucionales ya anunciadas desde casi todos los sectores de nuestro espectro político. Después del discurso del monarca un aire de libertad en forma de disenso se ha colado en nuestra convivencia política. Esperemos que haya entrado para quedarse y que sea por mucho tiempo.
Felipe VI tendría que propiciar una atmósfera política que hiciera respirable todo aquello que ha estado postergado durante el régimen de su padre
Porque una nueva situación política de disenso significaría la antesala de lo que tendría que ser un nuevo régimen de poder en nuestro país. Un cambio político radical. Este nuevo sistema, en contraposición al actual, sólo puede ser democrático (no partitocrático). Para conseguirlo Felipe VI tendría que propiciar una atmósfera política que hiciera respirable todo aquello que ha estado postergado durante el régimen de su padre: defensa de la idea nacional de España; instauración de un régimen auténticamente democrático (separación de poderes, elección directa del poder ejecutivo, sistema representativo en las cámaras legislativas); y recuperación de los valores morales y sociales necesarios para vertebrar una sociedad de hombres y de mujeres libres. En definitiva: lucha implacable y directa contra la corrupción como sistema. Si Felipe VI auspiciara esta nueva posición, facultades y autoridad tiene para ello, obligaría a la recolocación del resto de actores políticos.
Algunos, como ha ocurrido con Cataluña, puede que queden permanentemente descolocados, pues nunca esperarían un movimiento tan genial como desconcertante de la figura del rey sobre el tablero en esa dirección. Pero, lo más importante, la apuesta por el disenso situaría a unos y a otros en condiciones de igualdad en la disputa política. Sin privilegios, preferencias, ni ventajas para nadie. Ya sean de izquierdas, de derechas o separatistas respecto a las demás fuerzas políticas. La fortuna sonríe a los audaces, apuntó Virgilio. Prudencia y audacia aconsejó Maquiavelo también a los Príncipes de su época. Felipe VI seguro que conoce ambas enseñanzas.
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