Comparar la pandemia provocada -y sus efectos- con el Cambio Climático, tal y como pretenden algunos, es un claro indicador de que no se entienden ninguno de los dos problemas. Los posibles paralelismos entre la actual crisis de COVID-19 y el cambio climático parecen obvios. Pero, contrariamente a los que algunos analistas y defensores del alarmismo climático defienden, esos paralelismos revelan cuán diferentes son los dos desafíos.

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La pandemia que ha provocado el SARS-CoV-2 se ha desarrollado rapidísimamente, en apenas cuatro meses, alcanzando prácticamente todos los rincones del planeta donde habitan humanos y provocando, en ese corto período de tiempo y a día de hoy, más de 17.000 muertos. El Cambio Climático se desarrolla muy despacio, durante décadas y siglos, habitualmente de forma tan imperceptible que las condiciones climáticas nos permiten cambios adaptativos para nada traumáticos. Un virus plantea cuestiones de inmediatez: debemos detener su expansión mediante medidas de contención, aislamiento, cese de la actividad económica y, espero que pronto, desarrollo de tratamientos y vacunas. El cambio climático se presenta como un problema complejo, lo que significa que sus causas, impactos, actores clave y palancas óptimas para conseguir la mejor adaptación, o mitigación de este sean objeto de grandes controversias. Responder al COVID-19 mediante cambios en nuestro comportamiento significa poner nuestras vidas temporalmente en modo “espera” durante meses, tal vez un año, arriesgando a ciencia cierta nuestra prosperidad y renunciando conscientemente a muchas de nuestras libertades. El premio es conservar la vida… mañana. Responder al cambio climático mediante cambios de comportamiento significa un compromiso de por vida, si no multigeneracional, con los diseñados cambios de estilo de vida de toda la población. Y lo más probable es que nosotros no vivamos lo suficiente como para disfrutar del “premio”, si es que al final de ese camino existiese uno.

Hace apenas unas semanas el gobierno de la nación nos declaraba en estado de “emergencia climática”, y en los aledaños del poder surgían, como setas en primavera, las secretarías y direcciones generales dedicadas a desviar fondos de los presupuestos generales del estado para enfrentarse a la amenaza. Están callados, inactivos, apenas cobrando un sueldo. Y nadie parece preocupado por fiscalizar la acción de estos funcionarios, o interesado en los avances obtenidos. Quizás ello se deba a que estamos presenciando cómo es realmente una emergencia global. La escuela y los comercios están cerrados. Las personas estamos confinadas en nuestros hogares. Los viajes y el turismo están suspendidos. Bodas, reuniones sociales, y los mismísimos Juegos Olímpicos cancelados. Gran número de trabajadores viendo en alto riesgo sus puestos de trabajo, muchos los han perdido ya. Hermanos, hermanas, padres, madres, abuelos y abuelas fallecen en soledad tras muros que no nos dejan cruzar (y que, por responsabilidad con nosotros mismos y nuestro próximos, no debemos cruzar). El miedo y el aislamiento dominan ahora nuestra cotidianeidad.

Buena parte de la magia que sostenía la sensación de imperiosidad a la hora de enfrentar las posibles consecuencias del cambio climático está quedando diluida en la contundente inmediatez de la pandemia

Efectivamente, las emisiones de CO2 descenderán este año como consecuencia del parón al que nos obliga esta pandemia. Es muy triste comprobar la alegría indisimulada con que algunos parecen dispuestos a cambiar 1°C por miles de vidas humanas. Alarmistas en el medio y largo plazo, pero ciegos a lo que ocurrirá pasado mañana: cuando en algún momento de este año consigamos domeñar la pandemia, China y otros países relajarán las regulaciones ambientales y sobre los combustibles fósiles para impulsar la recuperación económica. Al mismo tiempo, es bastante probable que la inversión en tecnologías limpias sufra un impacto negativo significativo. Resulta que la caída de la economía mundial afectará a los sectores y las tecnologías que no nos gustan, pero también a las que nos gustan.

Buena parte de la magia que sostenía la sensación de imperiosidad a la hora de enfrentar las posibles consecuencias del cambio climático está quedando diluida en la contundente inmediatez de la pandemia. La declaración de “estado de alerta” no ha salvado a los más de dos mil personas que ya han fallecido víctimas del SARS-CoV-2 en España. La declaración del “estado de alerta” tampoco nos salvará de las terribles consecuencias económicas que se vislumbran para los próximos meses. La pandemia también nos enseña que las emergencias no se combaten “decreciendo”, sino aglutinando los recursos disponibles para obtener la mejor protección posible de nuestras vidas y nuestra prosperidad. Desarrollo y tecnología (biomédica/farmacéutica en este caso) nos ayudarán a salir del apuro. Quiero recordarles que la pobreza mata. Tanto o más que el virus. Tanto o más que el cambio climático.

Efectivamente, todos tendemos a comparar situaciones de crisis, para intentar obtener experiencias de unas que nos puedan servir para solucionar las nuevas. Sin embargo, las conclusiones útiles tras comparar crisis que son fundamentalmente diferentes en su naturaleza son, a menudo, pocas y decepcionantes. La crisis climática puede percibirse tan inmediata y apremiante como una pandemia para aquellos que trabajan en el alarmismo climático, pero ello se me antoja irrelevante: los gobiernos y las comunidades no aceptarán la adopción de medidas destinadas a combatir pandemias en horizontes temporales de meses y aplicarlas para enfrentar un desafío de décadas, como es el cambio climático. Sigamos buscando otras fórmulas. Y dejemos de abusar de las “alarmas”, no sea que cuando llegue una de verdad, nadie se mueva… o un gobierno decida no hacer nada porque sus intereses políticos son otros. Y no miro a nadie.

Foto: Anastasiia Chepinska

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