Las últimas elecciones generales permitieron a un nutrido grupo de partidos, movimientos, agrupaciones y algún aparente espontáneo, conformar una mayoría parlamentaria y un nuevo gobierno. Pasados casi dos años puede afirmarse que desde un punto de vista institucional y constitucional el balance ha sido, y es, una calamidad.

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Los motivos para sostener esta afirmación son numerosos. Los ataques a la fórmula del Estado de derecho desde el propio ejecutivo se suceden casi a diario, el desaguisado normativo originado con ocasión de la pandemia nos ha llevado a ver al poder judicial ejercer de poder legislativo y también a descubrir un inexistente mecanismo de «cogobernza», por no hablar del justamente criticado abuso del Decreto-Ley, es decir, legislar ordinariamente por vía de excepción y casi siempre sin justificación, la expansión del comisariado político por todos los organismos y medios más o menos vinculados a la Administración o el conflicto con el poder judicial, que ha causada una actuación de la Unión Europea sin precedentes en nuestro país.

Lo que decide el gobierno o el gobierno a través del parlamento bien está y a rechistar. Y si alguien lo impugna o algún tribunal o magistrado lo contradice, le caerá entonces un aquelarre mediático que le lleve a pensárselo dos veces la próxima vez

Pero no son estas las únicas manifestaciones, medidas, decisiones, acciones o iniciativas cuestionables o abiertamente contrarias a los estándares de reconocimiento de un sistema democrático y que prueban el declive institucional de España. Y eso que no vamos siquiera a reproducir las majaderías profundamente antidemocráticas que declaran también casi a diario los trostkistas-bolivarianos que hoy rigen el BOE. Dos son, a mi juicio, los movimientos o tentaciones que debemos tener presente los ciudadanos para tomar conciencia de la hoja de ruta en la que estamos.

La primera la hemos podido comprobar en la tramitación de la Proposición de Ley Orgánica de reforma de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, impulsada por uno de los socios del Gobierno para suprimir el recurso previo de inconstitucionalidad y los mecanismos que en 2015 se dotaron al Tribunal Constitucional para que pudieran hacerse efectivas sus resoluciones. Es decir, en el Parlamento de la Nación se intenta diseñar un marco jurídico para poder repetir situaciones similares a las vividas no hace mucho. Me explico: ante la previsible modificación de estatutos de autonomía, se pretende posponer el control que ejerce el Tribunal Constitucional para repetir así el escenario acaecido durante la vigencia del Estatut de Cataluña antes de que se declarase la inconstitucionalidad de un número importante de artículos de aquella disposición. Veremos en qué queda esto.

La segunda, si acaso más grave que la primera, consiste en crear un estado mental y de opinión pública que censure toda impugnación judicial de los actos o decisiones del Gobierno o del Parlamento. Se evidencia así el deseo de ejercer el poder de modo tiránico. Es decir, sin revisión ni control de ningún tipo. Lo que decide el gobierno o el gobierno a través del parlamento bien está y a rechistar. Y si alguien lo impugna o algún tribunal o magistrado lo contradice, le caerá entonces un aquelarre mediático que le lleve a pensárselo dos veces la próxima vez. Inevitable recordar a este respecto al juez que cita G.K. Chesterton en «El club de los negocios raros». Había perdido todo interés por la Ley, parecía triste y sombrío ante un proceso largo y complicado con numerosas implicaciones y derivadas. Dictó sentencia cantandillo en voz baja lo siguiente: «Tarará, tarará, tarará; tararí, tararí, tarará; tarará, tarará, tararí, tararí, tarará…». Y se retiró de la vida pública asqueado.

En definitiva, la sociedad libre y el Estado constitucional parece hoy estar en manos de quienes ponen en entredicho la actuación de los poderes del Estado y la someten al debido control judicial. No sólo están en su derecho, es también su deber. Y además, ante las continuas amenazas que sufre el régimen constitucional, ayudan a hacer entender que lo lógico sería fortalecer los sistemas de protección y no promover su debilitamiento, apostar por la independencia judicial y no por aumentar el ya de por sí intenso control y tutelaje. Justamente lo contrario de lo que se pretende.

También hay que dar la razón y agradecer a quienes manifiestan que hoy día se promueve la peor de las perversiones constitucionales, es decir, el desbordamiento del principio de legalidad, el siempre complejo pero fundamental equilibrio de poderes, para que determinados asuntos se puedan plantear políticamente como un enfrentamiento entre legitimidad y legalidad. Una vuelta al nefasto pasado por todos conocido.

Nuestro sistema constitucional de 1978 es el resultado de un ejercicio importante y meritorio de equilibrios y bondades por parte de los legisladores y constituyentes de la Transición, también de la propia ciudadanía. Nadie, hasta ahora, se había adentrado tanto en sus deficiencias, resquicios y debilidades. En un principio se podría pensar que esto sucede por la necesidad de mantener un determinado gobierno, pero conforme pasa el tiempo parece evidente que se trata más bien de cumplir un programa conjunto que apunta al desmantelamiento del sistema constitucional mismo.


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