En su forma ideal, la política debiera ser un ejercicio de la razón que busca hacer que los conflictos inevitables se reduzcan a sus menores dimensiones. En su forma real, la política partidista es con mucha frecuencia lo contrario, un ejercicio de la emotividad que busca acorralar al enemigo, lo que supone colocar a la política del lado de la guerra, más que del lado de la construcción de unas sociedades capaces de permitir la vida libre y de crear el consenso razonable que permita un progreso común en el marco de instituciones independientes y sabias.
El mundo contemporáneo es tan complicado de entender, y tan imposible de predecir, que una reacción muy común nos lleva a refugiarnos en lo que consideramos principios básicos y a estar a la defensiva. Las actitudes defensivas son propias de la guerra, no de la vida pacífica y nos arrastran a identificar una serie de enemigos, digamos, existenciales, gentes contra las que nos parece imperativa una especie de lucha sin cuartel. El que una expresión como guerras culturales se haya hecho tan común es una muestra de que están fallando los supuestos básicos de cualquier política razonable, pacífica y sometida a principios democráticos (gobierna la mayoría, pero respeta a las minorías y no altera las reglas básicas de juego).
No hay escapatoria al dilema entre extremismo y democracia, por difícil que pueda ser, en cada caso, fijar los límites entre el fanatismo y la cordura. Esos límites existen y olvidarlos conduce al desastre
Los ciudadanos que no se dedican de ninguna manera directa a la política pueden, y tal vez deban, sentir asco frente a las desviaciones de las políticas extremas, frente a quienes hacen evidente que no trabajan por un porvenir común, que exacerban las diferencias o que intentan engañar de forma intolerable a los electores, más aún si creen que los políticos hacen eso en forma deliberada, bien porque estimen que la polarización y un cierto grado de belicismo les conviene, bien porque su ceguera les lleve a preferir un país roto y atrasado, en lugar de una patria común en la que sus ideas puedan subsistir, pero sin exclusividad alguna.
Los ciudadanos en las democracias conservamos un poder enorme, aunque los que se benefician de nuestro voto, los gobiernos, siempre traten de disminuir nuestras capacidades destitutivas por todos los medios a su alcance. A veces llegan a cambiar las reglas de juego político y electoral para forzar que sea cual fuere el clima de opinión en su contra se conviertan en un poder por encima de la democracia misma. Un caso extremo de esta avidez por el poder sin control democrático se da cuando se pretende anular un resultado electoral, algo que, por desgracia, hemos visto más de una vez.
La salud de cualquier democracia depende de la voluntad de los electores y se pone en riesgo siempre que estos actúan en función de su preferencia, cosa en principio, esencial y legítima, y se eximen de castigar a los gobiernos que ponen en riesgo la democracia misma. Esta es una regla que no conoce excepciones y cuyo olvido ha hecho posible que las democracias llegasen a desaparecer, como pasó con todos los experimentos totalitarios que asolaron la Europa de la primera mitad del XX.
No hay escapatoria al dilema entre extremismo y democracia, por difícil que pueda ser, en cada caso, fijar los límites entre el fanatismo y la cordura. Esos límites existen y olvidarlos conduce al desastre, que es lo que ocurre cuando el fanatismo deja de ser visto como un delirio peligroso, cuando no se percibe como un atentado a la libertad y a la convivencia. Fanático es quien no es capaz de entender los motivos que tiene el ciudadano común para sentir asco de las políticas que no trabajan por la concordia, la libertad y el respeto, las políticas que sobreponen los deseos de minorías radicales al buen sentido que se refugia en lo que se ha han llamado las mayorías silenciosas.
Los grandes batacazos en política, los verdaderos triunfos de la democracia, ocurren cuando el electorado es capaz de superar el chantaje emocional y moral que tratan de imponer los gobiernos fanatizados y son capaces de ejecutar el castigo político que merecen los que se olvidan de estar al servicio de la comunidad para ser esclavos de sus pasiones ideológicas.
Las fuerzas políticas siempre tratan de obtener un equilibrio entre su capacidad de movilizar de manera muy activa a sus extremistas, que son siempre los más propensos a convertir la política en guerra, y la necesidad de no perder píe en sus apoyos más templados, el lado por el que pueden arruinar la mayoría política en la que se sustentan, con mayor razón si es precaria. Cuando esta es la situación, quienes están en el poder solo pueden recurrir a una forma muy engañosa de persuasión.
La única retórica que está a disposición de los gobiernos que se encuentran en una tesitura de este tipo consiste en hacer cada vez más tenue la relación entre lo que dicen y lo que hacen, en mentir de manera sistemática. Este tipo de mentira tiene una doble función, primero sirve para engañar a los templados que propenden a creer antes en lo que se les dice que en lo que ven, y, en segundo lugar, no desengaña a los extremistas que asumen con naturalidad que, para ganar las elecciones, hay que hacer concesiones retóricas a los electores menos radicales.
El poder de los electores es enorme en estas ocasiones, y su responsabilidad también lo es. Si los electores partidistas son capaces de hacer que sus valores ideológicos se subordinen a los principios democráticos, castigarán al gobierno para deponerlo. Si los electores más independientes son capaces de superar los prejuicios que puedan tener contra la política en general y se atienen a la prudencia que aconseja la alternancia, no se abstendrán y votarán del modo más inteligente para que el gobierno tenga que dejar paso a otras fuerzas.
El asco que unos y otros puedan sentir es un factor motivacional muy fuerte, pero no debiera ser suficiente para olvidar que la democracia exige reglas de imparcialidad, compromisos muy sólidos con las razones de la mayoría para imponerse, pero respetando siempre el principio esencial, que la política existe para lograr convivencia, progreso y libertad, no para imponer nuestras creencias al universo mundo. Las políticas pueden inspirar asco y, cuando lo hacen, cavan su propia fosa, por lento que pueda parecer el proceso, pero lo que no puede inspirar ningún asco es la idea de que tenemos que convivir y que eso exige un importante grado de tolerancia con quienes defienden ideas que nos repugnan, con quienes hacen cosas que no nos gustan, en la confianza de que podrán ser derrotados por opciones mejores, incluso en un mundo tan difícil e imprevisible como el nuestro.
Foto: Noah Buscher.