No hace mucho tiempo, cuando aún gobernaba Mariano Rajoy, se escuchaban muchas quejas sobre sus comparecencias en pantalla de plasma y sobre su táctica gubernamental del avestruz, escondiendo la cabeza a esperar que pasase el chaparrón de turno. Su ausencia de liderazgo proactivo, su inoperancia en crisis flagrantes, su tendencia hacia la evasión de los problemas, fue elemento coadyuvante de muchas de las circunstancias que le llevaron a la pérdida de la presidencia del gobierno. Se fue como gobernó: como sujeto pasivo de la moción de censura de otros, viendo el debate desde fuera, puesto que ni siquiera estuvo presente en la sesión parlamentaria que puso a Pedro Sánchez en su lugar.
El “avestrucismo”, esa forma de gobernar como si contigo no fuera el tema, comenzó su gloriosa etapa con el Sr. Rajoy y ahora, con el Sr. Sánchez, ha alcanzado su excelencia.
Bajo la aparente excusa de un “bien superior”, la reserva de Ley Orgánica y el principio de legalidad quedan en entredicho para el futuro
El líder de la resistencia civil activa, Gandhi, rechazaba la lucha armada y predicaba la no-violencia, utilizando para sus fines la desobediencia civil bajo los dictados de la propia conciencia de cada uno. Sin embargo, jamás eludió ni pidió que se eludieran las propias responsabilidades, atribuyéndosele la frase que decía «es incorrecto e inmoral tratar de escapar de las consecuencias de los actos propios». Por ello asumió con honestidad sus detenciones y privaciones de libertad, que acataba como resultado ineludible de su particular lucha frente al dominio británico.
Y es que todo poder acarrea una enorme responsabilidad. El liderazgo consiste en eso, en ponerse al frente del grupo al que representas y encarar en nombre propio y como representante del resto, las tribulaciones y amenazas que se ciernen sobre la comunidad. Poner excusas no es propio de un líder.
Con la crisis del Coronavirus, sin embargo, se ha producido una creciente desresponsabilización del Gobierno de la Nación difícil de superar. Un Gobierno que se ha “borrado” del problema, descargando primero en las Comunidades Autónomas las decisiones que era imprescindible tomar para evitar las consecuencias de la pandemia para más tarde hacerlo en los jueces. El “avestrucismo” ha convertido a los togados en los dirigentes del país.
Cuando en marzo de 2020 se decretó el primer estado de alarma y se ordenó el confinamiento de toda la población, los juristas se debatían entre la aplicación extensiva de la Ley Orgánica 4/1981 reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio y la inconstitucionalidad de las medidas adoptadas. Para algunos el artículo 11 dejaba claro que no podía limitarse completamente la libertad de movimiento ni otros tantos derechos fundamentales afectados por el Decreto del gobierno, como el de reunión o manifestación, debiéndose recurrir al estado de excepción para poder instaurar el estado jurídico contenido en el Real Decreto 463/2020 de 14 de marzo. En aquellas fechas el marco legal del que disponíamos era insuficiente: además de la ley mencionada -una ley formal de desarrollo del artículo 116 de la Constitución-, sólo teníamos la Ley Orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia sanitaria (complementada por la Ley 14/1986 general de sanidad). Esta ley cuenta con cuatro artículos, el tercero de los cuales se ha convertido en la navaja suiza de la restricción de derechos, porque con una redacción un tanto ambigua, ha permitido dar un cuestionable paraguas jurídico a restricciones de derechos en las que ni por asomo pensó el legislador del 86 cuando redactó la norma. El dudoso estado de las cosas llevó al grupo parlamentario VOX a interponer un recurso de inconstitucionalidad contra el Decreto Ley 463/2020. Posteriormente se han interpuesto otros recursos de inconstitucionalidad contra otros Decretos del gobierno dictados tras la declaración del estado de alarma, como el presentado por el grupo parlamentario Popular contra el Real Decreto Ley 8/2020, todos ellos aún pendientes de resolver.
Si bien existían dudas sobre las medidas adoptadas en aquel momento, el sentido común y el interés público general llevaron a la mayoría de los juristas a considerar que la situación y el estado de las cosas hacían imprescindible tomar medidas drásticas: la ausencia de mascarillas y de equipos de protección individual unidos a la saturación de las UCI, la ausencia de respiradores, el desconocimiento del comportamiento del virus y de la forma en la que debían tratarse los síntomas y el desbordamiento de las morgues, convertían en inoperante andar con exquisiteces legales. Podríamos decir que la fuerza mayor constituía el mejor marco jurídico para adoptar medidas restrictivas.
Sin embargo, catorce meses después no es admisible que no se haya acometido una reforma legal que complemente o sustituya a la exigua ley del 86 con el fin de dotar a las administraciones sanitarias competentes de un marco legal completo y seguro. Se hacía imprescindible que las Comunidades Autónomas pudieran decretar medidas sanitarias adaptadas a las circunstancias de cada territorio conforme al marco regulatorio de una Ley Orgánica de emergencia sanitaria que permitiera, previa autorización judicial, restringir determinados derechos para evitar la propagación de la enfermedad. La inoperancia y la omisión generalizada de gobierno y cortes generales no tiene otra justificación que el “avestrucismo”, el lavado de manos y la táctica de echar balones fuera con el fin de evitar consecuencias electorales negativas. El presidente del gobierno ha estado prácticamente desaparecido. Quien tenía que liderar el país se ha “borrado” del mapa y ha omitido impulsar una ley necesaria e imprescindible. Del plasma hemos pasado al vacío.
Escuchar a la vicepresidenta Calvo decir sin sonrojo que las Comunidades Autónomas disponen de un marco legal adecuado para restringir derechos, además de ser una afirmación falaz, tira por la borda la justificación tanto del último estado de alarma como de los anteriores. Dentro del propio gobierno no se ponen de acuerdo: mientras que el ministro de Justicia afirmaba que, en su opinión (y en la mía) las Comunidades Atónomas no pueden declarar el toque de queda con la legislación actual, el Presidente del Gobierno desdijo a este afirmando que cuentan con instrumentos legales adecuados. Por tanto, si ahora disponemos del mismo marco legal que en marzo de 2020 y en octubre de 2020, ¿por qué entonces se declararon sendos estados de alarma si ya disponían las Comunidades Autónomas de instrumentos legales adecuados, según el gobierno? O el estado de alarma fue innecesario o ahora mienten. O ambas cosas.
Para tratar de arreglar el desaguisado que supone dejar a los territorios a su suerte, se ha creado de forma novedosa un recurso de “casación exprés” a través -¡cómo no!- de un Real Decreto Ley, para permitir a los gobiernos de las respectivas Comunidades Autónomas recurrir ante la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Supremo, las resoluciones de los Tribunales Superiores de Justicia que no ratificaran las medidas que pudieran adoptar. La inoperancia del Gobierno y la desaparición del legislativo han dado paso al gobierno de los jueces. Ya lo dije en un artículo anterior (véase Españoles: el legislativo ha muerto): vivimos en una democracia aparente y frágil, como un cascarón de huevo. Disponemos de instituciones formales que en la práctica no cumplen la finalidad prevista para ellas. El legislativo no legisla pero es que últimamente parece que tampoco el ejecutivo gobierna. En medio de una pandemia mundial donde la Unión Europea no ha gestionado el suministro de vacunas de forma eficaz y nos encontramos en estos momentos con menos del 30% de población española inmunizada, se ha alzado el estado de alarma sin dotar a las Comunidades Autónomas de herramientas legales para contener los contagios. Como parche, les han concedido la posibilidad de recurrir al Tribunal Supremo si el Tribunal Superior de Justicia de su territorio -que es quien tiene atribuida la competencia para ratificar las medidas restrictivas de derechos- no valida las decisiones administrativas adoptadas. Los españoles dependemos, por tanto, de la interpretación más o menos extensiva que hagan los tribunales de justicia del manido artículo 3 de la Ley Orgánica 3/1986.
El otro día bromeaba en redes sociales con este tema, consciente de que no estamos para bromas, pero, a veces, con la reducción al absurdo se entienden mejor los conceptos. En la trilogía de J.R.R. Tolkien El Señor de los Anillos, el anillo único tenía una inscripción en su interior escrita en la lengua de Mordor que decía:
Un Anillo para gobernarlos a todos.
Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos
y atarlos en las tinieblas.
Si sustituimos “anillo” por “artículo”, tenemos la clave de nuestros derechos: el artículo 3 de la famosa ley de 1986. Este precepto dice que “con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Un artículo ambiguo, genérico y pensado para infecciones hospitalarias o brotes en instituciones cerradas o pequeñas poblaciones, no para aplicarlo con carácter general a sanos y enfermos. Un artículo que se estira como un chicle y que da lugar a una interpretación tortuosa y forzada por parte de las autoridades y de algunos tribunales que, de forma nada pacífica, han dado el visto bueno a decisiones más que cuestionables de las Comunidades Autónomas.
Con la creación del excéntrico recurso ante el Tribunal Supremo, el Gobierno pretende que se unifiquen los criterios y que la Sala Tercera fije qué puede y qué no puede hacer un gobierno autonómico para limitar los derechos de sus ciudadanos. Ha dejado, en definitiva, en manos de los jueces el gobierno de la pandemia. Pero no nos llevemos a engaño: el Tribunal Supremo no puede pronunciarse sobre la valoración de los hechos efectuada por los Tribunales Superiores de Justicia. El objeto del recurso ante la Sala Tercera es meramente jurídico, ya que únicamente se puede manifestar acerca de cómo se debe interpretar la norma. No puede entrar en cada caso concreto a examinar las cuestiones fácticas. No faltarán quienes a la vista de las resoluciones que dicte al Supremo digan que los jueces “se ponen de perfil” alegando un supuesto lavado de manos (inexistente, el recurso de casación es el que es) para tapar un auténtico lavado de manos por parte del gobierno.
No obstante, esta excentricidad normativa va más allá de un simple “parche”: las sentencias del Tribunal Supremo generan jurisprudencia, que significa que lo que pueda llegar a decirse con ocasión de esta unificación de doctrina habrá venido para quedarse. Y nadie sabe aún hasta donde llegará la interpretación que efectúe la Sala Tercera. Por tanto, se abre una peligrosa vía que puede justificar acciones futuras de las Comunidades Autónomas sin amparo legal claro y que puedan vulnerar derechos fundamentales. Bajo la aparente excusa de un “bien superior”, la reserva de Ley Orgánica y el principio de legalidad quedan en entredicho para el futuro.
Y, mientras tanto, los órganos constitucionales en parálisis permanente. Un legislativo que constituye un trampantojo de la soberanía popular ante su inoperancia; un Tribunal Constitucional que es incapaz de deliberar recursos de la envergadura de los presentados, haciendo inútil la tutela constitucional encomendada; un gobierno que se lava las manos como si con él no fuera la pandemia; y unas Comunidades Autónomas a la deriva. El gobierno de los jueces es un hecho.