Cuando en 1985 se dictó la Ley Orgánica del Poder Judicial actual, un elocuente y socarrón Alfonso Guerra dijo la famosa frase «Montesquieu ha muerto» en referencia al crimen nefando que figuradamente cometieron las Cortes Generales al privar a los jueces y magistrados de la posibilidad de elegir a doce de los veinte vocales judiciales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Ese día se consumó una gran lacra para este país que, pese a contar con una plantilla de jueces y magistrados independientes que han accedido por mérito y capacidad en un concurso objetivo, soporta la pegajosa sombra de la politización de la Justicia debido al espectáculo impúdico de quienes intercambian nombramientos como si se tratase de la colección de cromos de la LFP.

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Quienes defienden que los tres poderes emanan del pueblo y, por tanto, consideran legítimo que en España todos los vocales del CGPJ sean escogidos por las Cortes Generales -no solo los ocho previstos por el legislador constituyente-, no se han parado a pensar en lo vacío de esa afirmación. Además de que España, junto con Polonia, es el único país de la Unión Europea donde no se nos permite a los jueces elegir a ninguno de los vocales del CGPJ, no es cierto que los vocales del CGPJ sean elegidos por el Parlamento.

España se ha convertido en un Estado dirigido por clanes con traidores en su interior, en los que el jefe, como en la apocalíptica Mad Max, trata de mantener su estatus a toda costa y le pese a quien le pese. El pueblo sigue pensando que ha votado a sus representantes, pero en la práctica no se legisla, se ejecuta

En 2018 se completó todo el procedimiento administrativo para elegir a los nuevos vocales del CGPJ que finalizó en la proclamación de candidatos a vocales y presentación de estos ante las Cámaras. Sin embargo, ni Meritxell Batet -presidenta del Congreso- ni Pilar Llop -presidenta del Senado- han dado impulso a la culminación del proceso de designación. No han convocado a las Cámaras ni han incluido en el Orden del Día del Diario de Sesiones la votación de quiénes gobernarán a los jueces en los próximos cinco años. No hay explicación jurídica posible a tal pasividad. La única razón es política: las presidentas de las respectivas cámaras han decidido someter al Poder Legislativo con su falta de acción a los designios de los dos partidos políticos que tradicionalmente se han turnado en el gobierno de la Nación. Los vocales se mercadean en Ferraz y Génova, entre un señor que forma parte del Gobierno -el Ministro de Justicia- y otro que ni siquiera es Diputado aunque sí forma parte del Gobierno de la Comunidad de Madrid. Así que no. El CGPJ no es elegido por el Parlamento, sino por dos partidos políticos que no tienen en cuenta la representatividad ciudadana bajo el escudo de una supuesta democracia, maquillando así su ansia por controlar los nombramientos de quienes pueden acabar juzgándoles.

Sin embargo, la desaparición del Poder Legislativo es incluso más preocupante (o debería preocuparnos más) que los intentos de control del Poder Judicial por parte del Poder Ejecutivo. Al menos aún tenemos la garantía de que quienes dictamos sentencias a diario no dependemos jerárquicamente de nadie ni nos ha nombrado nadie. Hemos aprobado una oposición objetiva y dictamos las resoluciones de forma independiente. Somos un Poder profesionalizado y técnicamente preparado. De no ser así no habríamos conocido ciertas sentencias que provocaron el ingreso en prisión de miembros de la Familia Real, ex ministros y otros políticos, la anulación de sangrantes actos de la Administración, o la revulsión del sistema financiero a través del control de abusividad de determinadas cláusulas incorporadas a contratos-masa. Mientras no toquen el acceso a la Carrera Judicial y no se pervierta el modo de cubrir las distintas plazas judiciales por antigüedad, mérito y capacidad, los ciudadanos aún tenemos una esperanza de defensa de nuestros derechos al contar con un Poder Judicial independiente.

La efectiva anulación del Poder Legislativo por parte del Ejecutivo es un ataque a la democracia, entendida como el gobierno de la mayoría elegida en las urnas. Entiéndase que esta dilución de la función de quien dicta leyes no sólo se produce en el Gobierno central, sino también en los gobiernos autonómicos. En un país donde no estamos acostumbrados a pactar ni a ceder y donde las discusiones no se conciben como un intercambio de opiniones con las que enriquecer nuestro conocimiento sino como una competición en la que debe haber un ganador, los consensos no son reales. No en balde en España tradicionalmente no ha bastado con la palabra dada, sino que nuestros negocios jurídicos han ido derivando cada vez más hacia una documentación creciente, incluso con fe notarial. Desdecirse de los compromisos asumidos es algo tan aceptado y común que a nadie le extraña que se incumplan las promesas. Cómo no iba a ser igual en la vida política.

Mientras el bipartidismo iba de mayorías absolutas o contundentes, no había problema para legislar. El parlamento de turno dictaba sus leyes y los demás las acatábamos, hasta que cambiaba el color del gobierno y se derogaban las anteriores para sustituirlas por otras leyes más acordes con la nueva ideología. No es que fuera un sistema perfecto, pero la técnica legislativa y la seguridad jurídica eran mejores. La irrupción de nuevas fuerzas políticas fruto del desgaste de los principales partidos, lejos de enriquecer la democracia, ha abocado a su desvirtuación. Y no me refiero a lo que me puedan parecer estos partidos, sino a la generalizada incapacidad para cumplir la palabra, a la ruptura sin pestañear de los pactos de gobierno, a la banalización del honor y de la honestidad, y al cambio de paradigma, en el que el poder se ha vuelto choni y discute en plena Carrera de San Jerónimo al nivel de un tronista de Mediaset.

Este hueco escenario en el que la democracia representa su función a diario se torna un espacio de equilibrio inestable, en el que no existe la serenidad y la reflexión y donde las formaciones de gobierno se convierten en actores de Macbeth, a la espera de ser traicionados o traicionar. Actores preocupados por no perder el asiento en el hemiciclo, para quienes los problemas sociales se sustituyen por problemas artificiosamente creados sobre los que no dejamos de hablar. No se legisla y, cuando se hace, se trata de parches, reformas y añadidos de leyes preexistentes que introducen contradicciones y lagunas legales de difícil aplicación. Esta falta de seguridad jurídica acarrea resoluciones jurídicas contradictorias.

Afuera, la vida sigue. La gente sigue naciendo, creciendo, reproduciéndose (cada vez menos), metabolizando y muriendo. Malviviendo en muchos casos. Esa sociedad a la que no se le ofrecen soluciones reales a problemas de verdad y a la que se le aplican analgésicos no curativos en forma de Real Decreto Ley. Este tipo de normas dictadas por el ejecutivo y concebidas para casos excepcionales, se utilizan abusivamente para tratar cuestiones que no son urgentes y que merecerían un consenso parlamentario.

Españoles: el legislativo ha muerto, como diría Alfonso Guerra mimetizado en Arias Navarro.

España se ha convertido en un Estado dirigido por clanes con traidores en su interior, en los que el jefe, como en la apocalíptica Mad Max, trata de mantener su estatus a toda costa y le pese a quien le pese. El pueblo sigue pensando que ha votado a sus representantes, pero en la práctica no se legisla, se ejecuta. Y mal. Tan mal que en demasiadas ocasiones estamos asistiendo al juego de que tenga que ser el Poder Judicial -ese a quien se trata de maniatar- quien deba resolver los entuertos políticos, eludiendo las responsabilidades de quienes tienen mucho por lo que rendir cuentas. El Poder Judicial, a quien no le corresponde ni legislar ni ejecutar, sino, simplemente, resolver en última instancia los problemas sociales, es quien tiene que componer el conflicto en Cataluña que no se arregla con sentencias, decidir si el Estado de Alarma puede cercenar determinadas libertades o si el Decreto de disolución de la Asamblea de Madrid de la Presidenta de la Comunidad de Madrid debe prevalecer sobre las mociones de censura presentadas por sendos grupos de la oposición.

Un país a la deriva, donde a la vez que se prostituye al Poder Judicial se le obliga a sacar las castañas del fuego de quienes no cumplen con sus obligaciones. Un país donde la soberanía popular es una entelequia. Un país donde, en realidad, quienes son candidatos a los respectivos gobiernos aspiran a gobernar sin control.

Si algo sale mal, ya tenemos a los jueces.

Foto: Benjamín Núñez González.


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Natalia Velilla
Soy licenciada en derecho y en ciencias empresariales con máster universitario en Derecho de Familia. Tras un breve periplo por la empresa privada, aprobé las oposiciones a las carreras judicial y fiscal, entrando en la Carrera Judicial en 2004. Tras desempeñar mi profesión en las jurisdicciones civil, penal y laboral en diversos juzgados de Madrid y Alicante y una época como Letrada del Gabinete Técnico de la Sala Primera del Tribunal Supremo, en la actualidad trabajo como magistrada de familia. He sido docente en la Universidad Carlos III, Universidad Europea de Madrid, Escuela Judicial, Instituto Superior de Derecho y Economía y otras entidades y a ratos escribo artículos de arte, derecho y opinión en Expansión, Vozpópuli, El Confidencial, El Español y Lawyerpress. Autora del ensayo “Así funciona la Justicia: verdades y mentiras de la Justicia española”, editada por ARPA.