Una de las características que definen la posmodernidad es la hegemonía del pensamiento débil y del denominado marxismo cultural. El pensamiento débil, término acuñado por el pensador italiano Gianni Vattimo, alude a una filosofía de corte relativista, que tiende a cuestionar la vigencia de fundamentos sociales, culturales y políticos. Esta opción epistemológica y ontológica lleva a posiciones que debilitan la racionalidad, los valores occidentales y que califican como “violencia estructural” cualquier pretensión de autoridad, evidencia o búsqueda de la verdad.
Esta opción posmoderna por cuestionar nuestra herencia judeocristiana e ilustrada se ha traducido en el surgimiento de una serie de “ismos” (multiculturalismo, ideología de género, pacifismo radical, animalismo…) que suponen una enmienda a la totalidad del sistema de valores y creencias que nos hemos dado en nuestro proceso evolutivo como especie humana. El marxismo cultural es la otra derivada que define la posmodernidad y que se caracteriza por cuestionar cualquier manifestación social, cultural o política que no visibilice la naturaleza supuestamente injusta e inhumana del capitalismo y de sus construcciones culturales.
En un clima dominado por la hegemonía aplastante del marxismo cultural, luchar contra la dictadura de lo políticamente correcto es un deber moral para un pensador verdaderamente crítico. Se puede calificar de auténtica guerra asimétrica la que mantienen unas pocas voces críticas con este clima intelectual opresivo. Por eso no debe sorprender la virulencia que se exhibe contra todos aquellos que se atreven a cuestionar alguno de los mitologemas de género o relativos a la defensa suicida que hace la izquierda posmoderna del llamado multiculturalismo. Hoy en día cualquier crítica al fundamentalismo islámico es calificada de islamofobia.
Hablar del derecho a usar libremente el burka es tanto como defender el derecho de los judíos en el Tercer Reich a llevar la estrella de David o de los afroamericanos a ocupar espacios segregados en la América de la era de la reconstrucción
Un ejemplo palmario de esto lo encontramos en la defensa casi unánime de la izquierda posmoderna en relación al uso del llamado burkini y en la calificación como islamófoba de cualquier medida que busque restringir su uso en lugares públicos. Por otro lado, el feminismo al uso, tan dado a ver manifestaciones de patriarcado en cualquier manifestación de género, no tiene problema alguno para defender el llamado burkini. Una prenda de baño utilizada por mujeres de religión islámica, que cubre casi completamente su cuerpo, excepto la cara, los pies y las manos. Llevando esta prenda las mujeres islámicas protegen supuestamente su honestidad frente a las posibles miradas lascivas y pecaminosas de los varones.
La prenda, creada en 2004 por la diseñadora libanesa Aheda Zanetti, busca compatibilizar las rígidas exigencias morales de la llamada sharía, ley islámica, con la modernidad y la moda femenina asociada a la cultura occidental. El burkini promete a las mujeres islámicas conciliar algo aparentemente contradictorio: el respeto escrupuloso de la moral islámica con el disfrute de una imagen jovial y supuestamente occidentalizada. Al fin y al cabo, como señalan muchos de sus defensores, no deja de ser el burkini una prenda similar al traje de neopreno, que utilizan multitud de surfistas en las playas de medio mundo.
La defensa a ultranza de este nuevo signo religioso de sumisión de la mujer a los dictados de una religión profundamente patriarcal y misógina se ha convertido, por paradójico que esto resulte, en la enésima excentricidad del movimiento de género. En un ejercicio de cruel cinismo, Ignacio Ramonet calificó el burka como un progreso para la mujer islámica, en la medida en que permitía a las mujeres el acceso a lugares públicos en sociedades profundamente patriarcales como las islámicas. También se ha alegado el derecho a la libertad religiosa o al de la libre autodeterminación moral de las mujeres como posibles justificaciones que permitan conciliar las posiciones feministas con la tolerancia hacia un signo que, en las sociedades islámicas, simboliza la sumisión femenina.
Hablar del derecho a usar libremente el burka es tanto como defender el derecho de los judíos en el Tercer Reich a llevar la estrella de David o de los afroamericanos a ocupar espacios segregados en la América de la era de la reconstrucción. Las feministas posmodernas alegan que hay mujeres que quieren llevar el burka. También había judíos que llevaban la estrella de David de buen grado o afroamericanos que aceptaban su segregación racial. Ese hecho no puede conferir legitimidad a una medida, el burka, que busca estigmatizar públicamente la condición femenina.
La razón es que, como decía Burke en su Reflexiones sobre la revolucion en Francia, no existen los derechos en abstracto, desligados de las condiciones históricas y culturales donde éstos se desarrollan. Es un contrasentido hablar del burka como un derecho, pues surge en un contexto de fundamentalismo islámico, donde la mujer no es sujeto sino objeto de derechos que son determinados en un contexto claramente machista.
Resulta curioso que las feministas y los “feministos” posmodernos insistan tanto en la búsqueda y captura del micromachismo en nuestras «patriarcales” sociedades o denuncien el abstracto terrorismo de la violencia de género y en cambio pasen por alto el «macromachismo» del fundamentalismo y el verdadero terrorismo de género que se practica en muchas teocracias islámicas y que se cobra la vida de muchas mujeres.
Mientras que lo que califican de genocidio de género no es más que una construcción ideológica que busca criminalizar a la masculinidad, la violencia religiosa del fundamentalismo islámico contra las mujeres, sí que se aproxima bastante más a ese propósito genocida que las feministas posmodernas dicen combatir y que sin embargo no se atreven a combatir. Sin embargo “los y las farsantes de género” callan y se hacen cómplices del auténtico machismo cuando se trata de dar la cara frente a violaciones auténticas de los derechos de las mujeres. Cada vez que una ideóloga de género denuncia el machismo de nuestras sociedades, pero exculpa, justifica o mira a otro lado ante las aberraciones de género del fundamentalismo islámico, se hace cómplice de dichos crímenes y practica una hipocresía que deslegitima, trivializa y ridiculiza todavía más su mensaje supuestamente feminista.
A quienes sostenemos un discurso netamente crítico con el feminismo imperante se nos acusa de practicar lo que ahora se denomina con una terminología pomposa “postmachismo”. Dicen que con nuestra “filosofía de la sospecha” sobre las inconsistencias, las contradicciones y las exageraciones feministas realizamos una descalificación grosera y aberrante de un movimiento legítimo, que, con todas sus insuficiencias, ha conquistado derechos y denunciado injusticias para con las mujeres.
Cuando la lucha feminista y el fundamentalismo islámico entran en colisión, a los que ponemos el acento en la contradicción inherente al discurso oficial se nos acusa de practicar el etnocentrismo, según el cual minusvaloramos una cultura que supuestamente desconocemos.
Edward Said en su obra Orientalismo deslegitima todos los discursos culturales procedentes de occidente relativos a la cultura islámica apelando al desconocimiento y al prejuicio. Gadamer en Verdad y método rehabilita epistemológicamente el prejuicio frente a la mala prensa que ha tenido en buena parte de la teoría del conocimiento occidental, señalando que el prejuicio se entronca en último término con el respeto a la tradición. La tradición occidental en la que pretenden insertarse buena parte de los discursos buenistas con el islam más retrógrado desconoce la experiencia histórica de la que nace el propio derecho al prejuicio occidental: la de haber experimentado las nefastas consecuencias de una concepción teocrática de la sociedad en forma de guerras de religión y sobre todo haber experimentado el carácter liberador de una crítica ilustrada al fundamentalismo como forma crítica de superación de mitologemas.
Foto: Engin Akyurt