Dos meses llevaba el nuevo virus coronado causando estragos en China, dejando tras su paso miles de muertes y decenas de miles de personas infectadas, lo que no impidió que nuestras autoridades y políticos sostuvieran hasta hace apenas tres días que el virus se comportaría —por acción de alguna magia oculta y misteriosa— de manera diferente aquí, en Europa, respecto a Asia. Que se trataba apenas de una especie de gripe. Bastaba con que mantuviésemos un brazo de distancia con nuestro interlocutor para evitar el contagio y nos amonestaban diciendo que conservásemos la calma, que lo tenían todo perfectamente controlado. De repente, con la caída del sol el pasado día 9 de marzo, próxima la hora de las brujas, un golpe de magia politológica convertía al virus en una amenaza real de la que, entonces sí, debíamos preocuparnos.

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¿Se trataba de magia o algo peor? Si traemos a la memoria la información y el material gráfico que nos llegaba desde China durante los últimos dos meses, los informes procedentes de todo el mundo en las últimas 6 semanas, el comportamiento de países como Corea del Sur, Japón o Singapur primero, Italia después, y a ello le sumamos el conocimiento científico y epidemiológico sobre el virus COVID_19 (SARS-CoV-2), el enfoque que nuestras autoridades nacionales y autonómicas le han dado al asunto sólo nos permite llegar a dos conclusiones: su actuación es una negligencia grave o mala voluntad.

Ningún político en España consideró necesario hacer nada (n-a-d-a) hasta que se dieron cuenta de que, llegada la hora mágica, había más de 900 personas contagiadas y más de 20 fallecidas por causa del virus. De repente, la pregonada “magnífica preparación del gobierno para enfrentar la crisis” ya no era ni magnífica ni, y esto es peor, efectiva. ¡La gente se estaba muriendo! La amenaza del Coronavirus, que era calificada poco menos que de teoría conspirativa hace solo tres semanas (a saber, que el alcance y el impacto de la epidemia, basados ​​en la experiencia en China y en otros países, podía ser un serio problema no ya para los ciudadanos —esto parecía evidente— sino para el mismísimo sacrosanto sistema público de salud), inesperadamente se convertía en prioridad gubernamental en plena resaca tras los festejos del 8-M.

Luego nos sorprende que el «cambio de comportamiento» del coronavirus fuera repentino, tan repentino como sincronizado con los deseos de quienes no estaban dispuestos a ver «su» 8M desconvocado. ¡Seremos ingenuos!

A partir de ese instante mágico, con el virus atizan las hogueras del aquelarre terapéutico y paternalista de nuestra postdemocracia. Todo lo demás ya no es ni urgente ni importante. Los medios afines al régimen proclaman sin recato —ahora ya pueden— que serán necesarios duros recortes en las libertades civiles para combatir el peligro. Al fin y al cabo, así ha detenido China su propagación. Podemos aprender de ellos. Muchos se quejan de que se hizo con medidas relativamente draconianas y totalitarias. Y algunos argumentan que no podemos hacer lo mismo en España… pero no son muchos, ¿no les parece?

Arrojados por el abismo de nuestros pánicos recurrentes volvemos a renunciar al ejercicio de nuestra voluntad, responsable e informada (aunque también es cierto que la desinformación del gobierno no ha ayudado mucho), para ponernos en brazos del salvífico Estado y sus directrices. Los políticos toman el mando (felices), adoptando «decisiones» que no hubieran podido tomar hace apenas un mes sin desencadenar agrios debates sobre “la democracia” y alguna que otra protesta. Limitación, bajo amenaza, de la libertad de reunión, de movimiento… el miedo siempre funciona para la política. Aquí cabe preguntarse, y de hecho me pregunto, si estas medidas son necesarias —y parece que lo son—: ¿acaso no estamos demostrando que mayoritariamente somos incapaces de adoptar medidas de autocontención?, ¿no estamos poniendo en evidencia que somos incapaces de entender que este virus no es sólo un peligro para nosotros, también lo es para aquellos con los que entramos en contacto?

Entretanto los medios de comunicación nos hacen mirar en una única dirección, algunas menudencias pasan inadvertidas en medio de la crisis viral —nunca mejor dicho—. Así, el Pacto Verde de la Unión Europea, según el cual se deben invertir 1.000.000.000.000 de euros de los contribuyentes para salvar el «clima», se ha convertido en legalmente vinculante sin que nos hayamos enterado.

En Alemania y Francia se prohíbe la exportación de equipos de protección sanitaria, interfiriendo gravemente con los derechos de propiedad de las empresas. A partir de ahora no importa quién es el propietario de los medios de producción, lo que importa es quién los controla, quién los regula, quién tiene su jurisdicción. El poder de los estados se ha vuelto absoluto sin oposición alguna.

Asistimos al colapso de la economía, los mercados bursátiles se derrumban y tenemos el culpable perfecto: no es la política monetaria de los últimos años lo que ha convertido este colapso en una profecía que se cumple a sí misma. Es el virus. Sólo el virus. Se están proyectando, anunciando o implementando nuevas medidas no convencionales por parte de los bancos centrales: intereses más bajos o intereses negativos, compra de bonos, provisión de préstamos de emergencia y, en consecuencia, la devaluación de la moneda, lo cual es una expropiación encubierta a los ahorradores. A usted, querido lector.

Siguiendo el ejemplo de China, las Naciones Unidas recomiendan que la población se abstenga de usar monedas y billetes, es decir, dinero contante y sonante. ¡Qué oportuno! El hecho de que el FMI, los bancos centrales y las ONG lleven años empeñados en eliminar el dinero en metálico para poder implementar tasas de interés negativo más consistentes y «proteger a los ciudadanos contra el terrorismo y el crimen organizado» no tiene nada que ver. ¡Es el virus! ¡Todo es el virus!

Luego nos sorprende que el «cambio de comportamiento» del coronavirus fuera repentino, tan repentino como sincronizado con los deseos de quienes no estaban dispuestos a ver «su» 8M desconvocado. ¡Seremos ingenuos! Ingenuos y dóciles.

Foto: Camilo Jimenez

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