En sus diferentes fórmulas la felicidad es el lucero que atiende los acontecimientos del hombre de hoy. Así que para satisfacer el ánimo inquebrantable por saber a qué atenerse verá preservado su mejor juicio orientándolo hacia la luz irradiada por aquella. Rechazada por incipiente la interpretación eudaimónica de los griegos, y superada la acogida salvífica con la que san Agustín se recoge en la grandeza del eterno Dios, llega a una concepción de felicidad solo auspiciada por el ensalzamiento del placer. Las razones quedan sujetas al ánimo que filtra cualquier actividad a la reducción del dolor y consigna al destierro todo lo que no implique el alivio de las penas. Este modo de verse feliz atenta contra su permanencia pues solo se ve librado del agotamiento merced a la velocidad con la que despacha nuevas promesas. Su dificultad para dar satisfacción última (el placer tiene marginalidad decreciente) unido a la urgencia de ver realizadas promesas con una escalera de excepciones infinitas (véase los prospectos de los medicamentos: por un lado, prometen la salud y, por otro, te atiborran de un sinnúmero de contraindicaciones), llena de angustia a un hombre insatisfecho que ve el dominio de sí violentado.
Movido de estas cosas, frena de golpe el ritmo de su vida y como el borracho que tantea el resquicio de la pared, se confía a los muros. Su fe en que los años, en lugar de quitar vida la realzan, se resiente, y con ello el miedo a la muerte aflora de golpe. Lo que antes solo hubiera sido la irritante aparición de otro virus, se le presenta ahora como una maldición. Abrumado por esta visión apocalíptica ha perdido de vista la felicidad y, sin embargo, recupera, sin saberlo, las dos condiciones que la hacen posible. Por un lado, hace depender su nueva no-felicidad de la de los demás cuando instala su preocupación por ver a todos sus semejantes vacunados. Por otra, al fijar su tranquilidad sobre la solidez de los confinamientos logra establecer una idea acerca de lo correcto (virtud) que redescubre la relación con el mundo que había perdido (¡yo me cuido; yo te cuido!). Esta nueva felicidad postpandemia (no-felicidad) abandona el frágil pero eficaz horizonte con el que uno transitaba seguro la senda del progreso. Del confinamiento ve reconducido el mañana a un presente eterno, y así, desbordado, se llena de pruebas médicas como si quisiera desterrar de sí una culpa inacabable. Hasta entonces la Providencia oculta pero latente en el modo inmortal de hacer ciencia, alimentaba su ánimo optimista. Hoy, en cambio, sacudido de ese ideal, se ve reducido a la desesperanza.
La historia volverá, y pondrá luz sobre declaraciones que creíamos superadas; “cuando la ciencia da armas hay que utilizarlas” – dice orgulloso el presidente francés a propósito de los pasaportes COVID. Bien haríamos con refrescarle los excesos que los nazis acometieron desde el servicio a la ciencia para censurar esta opinión patética
Esta restitutuio in integrum religiosa del mundo reconduce la existencia a una fórmula penosa por ganar la inmortalidad (¡bienvenidos a tiempos religiosos!). La felicidad que antes era hija del interés se hace ahora salvadora de los desmanes del progreso (véase la alegría en aquellos vacunados que resisten con el tapabocas y confinados). Y entonces el acuerdo a leyes se ve restituido por un sentimiento de culpa y un anhelo de salvación que impregna las preocupaciones del gentío. Con este aviso el hombre, fiel cumplidor del deber, ve alteradas sus funciones concretas. Si en el mundo prepandemia ejercía el rol de consumidor irrefrenable, se resiste ahora para redimir y expiar la culpa sobrevenida de un proyecto agotado.
¿Cómo lo hace? Suspende el derecho y abraza el estado de excepción. Único marco soberano capaz de reordenar lo que ahora se presenta de manera apocalíptica (colapsos de hospitales, nuevas cepas, etcétera). La democracia reposa sobre el futuro porque solo el horizonte es tan grande como para dar cabida a los acuerdos y las negociaciones. El mundo de la salvación, en cambio, sobrevive encumbrado por la emergencia apocalíptica del ahora y de la acción arrebatadora de la dictadura. Y sus consecuencias son decisivas. Carl Schmitt pone el dedo en la llaga cuando hace descansar el estado de excepción sobre la decisión arbitraria y nunca sobre la norma de la política fundante. “¿Quién asume la competencia en un caso para el cual no se ha previsto competencia alguna?” se pregunta perplejo. La mano mesiánica de un salvador le responde este servidor. En ella se recoge el temor de la sociedad entera, que le lleva a expulsar de sí cualquier rastro de libertad y derecho (véase sino la inconstitucionalidad declarada de los confinamientos en España). Y es lógico que así sea. El derecho se atiene al reconocimiento, pero solo la culpa desatada por un mundo descreído del progreso endereza sus desmanes en el perdón. La economía de la salvación es la política de la servidumbre donde el futuro ahora acorralado por la fantasía del hombre inmortal acepta entregado a las vilezas y sacrificios ver restituida la paz perdida.
La historia volverá, y pondrá luz sobre declaraciones que creíamos superadas; “cuando la ciencia da armas hay que utilizarlas” – dice orgulloso el presidente francés a propósito de los pasaportes COVID. Bien haríamos con refrescarle los excesos que los nazis acometieron desde el servicio a la ciencia para censurar esta opinión patética. Lo duro de la afirmación no es lo que dice el presidente sino lo que se aferra escondido tras sus palabras. Desapercibidas por los medios, el primero de los peligros del estado de excepción se vincula a una suspensión definitiva de la ética de las cosas ¡Criticar está demás! -balbucea la masa delirante. El sentido de emergencia que imprime a nuestra existencia hace de todo aquel insumiso a la vacunación un enemigo de todos. La severa ley del estado de excepción reza así: aglutino todas las excepciones para que el sistema sobreviva sin excepción. La libertad, fuente de todas las excepciones, ve arrebatada en la excepción cualquier proyecto en libertad.
Y es necesario que así sea pues la vacuna nunca fue vista más que como placebo (religioso) frente a la crisis existencial que enfrentamos. Por un lado, obra un ejercicio de expiación de la culpa reinante lo que impide bajar sus efectos a un debate público racional. ¿Es que acaso, no se siente uno mucho más limpio, perdonado, una vez que ha dado por buena su segunda dosis? ¿y no son, por otra, sus reparadores efectos rápidamente dilapidados con la llegada de nuevas cepas, tal y como ocurre, después de una confesión? Pero no queda ahí la cosa. Por otro, se le une el carácter redentor del pasaporte biológico. La nueva normalidad coloca sobre el individuo el peso de una ininterrumpida renovación de dosis y pruebas médicas donde su carga genética es controlada por el aparato estatal (¿les recuerda esto a algo?). Esta obcecación por mantener a raya una mínima defensa inmunitaria que haga a los ciudadanos confiables para moverse y actuar en voluntad, ¿no esconde el anhelo eugenésico que palpita tras la imagen preocupada de la humanidad?
Foto: Nathan Dumlao.