Cunde a mi alrededor un sentimiento apocalíptico a morirnos de sopetón. En esto veo reaccionar al pueblo de manera alocada, enfrascados en citas, proyectos, viajes cada vez más ostentosos y extenuantes. El último pasa por recorrer los últimos pasos del poeta Antonio Machado en su destierro. Mañana, ¿qué será? Hemos sacado el psiquiátrico a la calle, nos quema la vida, nos ahogamos en las aguas del carpe diem. Escucho en muchos de los míos decir, “aprovecha, mañana quién sabe dónde estarás”. Atemorizados, presentimos escurrirse la vida de nuestras manos para no ser nunca más nuestra, arrebatada de golpe por la fortuna, acosada, así como la tenemos ante un sinfín de “enemigos” (pandemias, guerras, cambio climático).

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Pongamos luz a este desbarajuste. ¿De dónde nos viene esta hiperaceleración de la vida que nos hace andar enfrascados en muchas cosas y a la vez en ninguna? Muy sencillo; del sentimiento a que mañana no estemos para sacarle el jugo. Y, entonces, antes de que nos veamos incapaces la llenamos de cosas con tal de que, si no se nos presta más larga, parezca, al menos, más intensa. Ahora bien, esta frenética aceleración no está desprovista de secuelas. Nos cansa, nos aturde, nos fatiga, ante todo nos deja insatisfechos. Andamos consternados ante catástrofes que se nos agolpan y de las que no sabemos de otro remedio que poner en boga aquel refrán que dice “de perdidos al río”.

Nacemos más libres de lo que pensamos a pesar de ser educados para vivir para el préstamo y la mendicidad

Sin embargo, ninguna amenaza ha sacado al mundo de su sitio, y menos parece que lo vaya a hacer. No me turban las amenazas sino la preocupación que nos formamos en torno a ellas. La historia demuestra que son más duraderas y perniciosas las catástrofes que ocurren de la piel hacia adentro. Hay que penetrar en el alma, en esa caja negra del hombre, a ver que nos cuenta. Y dice así: cuando alguien vive la vida de otro haciéndola pasar por la suya no tardará mucho en ver cómo su cuerpo lo fastidia. Para ello le infunde miedo a fin de que si sigue en sus treces pronto su cuerpo se dé por despachado. El miedo a morir antes de tiempo, que hoy día nos entumece, es el miedo de morir por no haber hecho buen uso del tiempo. ¿Y qué mejor uso se puede hacer de una vida que viviendo la que es de cada uno suya? Nadie que haya vivido su vida puede temer a la muerte, pues nada puede arrebatarle que no haya ya consumado por sí mismo. Pero, cuando uno se apremia en vivir la vida de otro, su espíritu lo atormentará hasta que, turbado por un escalofrío de muerte repentina, se desembarace de los turbios negocios que acarrea la servidumbre voluntaria. No me pararé en explicar por qué nos precipitamos a las cosas de los demás antes que a las nuestras (esto ya lo hice en Liberfobia), pero sí que daré cuenta de las estrategias que usamos para hacer frente a esa bofetada de muerte repentina que nos empuja a llevar una vida superacelerada.

Ya te adelanto que para curar esta extrañeza solo funciona un remedio, el único que pasamos por alto: la libertad. El precio: ajustar tu vida para que, además de desearla te veas luciéndola. De nada vale moverte entre las aguas de las libertades si luego no sabes nadar entre ellas. Nos tiran al océano y nos dicen: ¡nada!, ya tienes agua con la que instruirte. Así veo hacer con la educación universitaria. Nos enseñan a efectuar ensayos, pero no a efectuar acciones. Despojan a las letras del ardor con la que fueron confeccionadas, y a la ciencia del manto de asombro para servir como técnicos. La vieja historiografía es por entero poesía, así como también lo es la primera filosofía. Es el lenguaje de los dioses; el de hoy, en cambio, con sus soporíferos pies de notas y artículos de impacto (que no impactan), el del burócrata, mucho más dado a saber de Sócrates que a saber a la manera de Sócrates. Entra un hombre y sale un universitario. ¡Qué horror! Ya no somos poetas ni científicos, mudamos a catedráticos e ingenieros. Se estruja la vida para servir de parásito, al modo de la experticia, sepa usted del tema, pero no se le ocurra meterse en ninguno. Y es que es mucho más fácil hablar como Cicerón y vivir como César que hablar y vivir como Sócrates.

Por esto mismo pasa desapercibida la gravedad de las palabras de Carlos García Gual, un prolífico profesor mallorquín, un gran experto de lo clásico, apegado a lo peor de lo moderno. Su nombre está asociado al repositorio de lo mejor que nos ha legado la antigüedad. Pero a la vista está que no le ha servido de mucho cuando dice que los héroes están para entretener nuestros días, antes que para conducirlos. Nos servimos de ellos, pero no nos sirven para nada. Un saber, el de nuestro amigo académico, que no ensancha la vida, la amputa. Viste con lenguaje académico la sabiduría, el honor, la grandeza -necio y deshonroso ornamento. Su espíritu es el del universitario y no el de lo universal. No me extraña que nuestros aprendices anden tan afligidos. Escucha esto que te digo, pues para ponerle remedio me sirvo a mí mismo, por eso solo leo a los que escriben sobre las cosas, nunca a los que escriben sobre lo escrito ¡No hemos dado a este mundo para resignarnos con saber que existió un Alejandro en Macedonia, si luego no nos servimos de su ejemplo! La libertad hace aguas cuando lo heroico ha dejado de sernos útil. No es que alabe el uso de la espada, pero enaltezco el coraje. No llamo a la sangre, pero si a la lucha diaria. No convengo en sitiar territorios, pero sí en poner cerco a la libertad. Porque si te alimentas de los héroes y no con su ejemplo te verás como aquel que, creyéndose libre porque sigue a un hombre libre no cae en la cuenta de que se hace esclavo de su libertad. Nos sobran profesores acreditados (¿quién acredita al acreditador?), nos faltan intérpretes de la heroicidad, cuna de lo más auténtico y remedio efectivo contra el miedo a la muerte ¡Dad de lo que tenéis miedo a perder, y el miedo se irá con lo que entreguéis! Vive por tu libertad y deja de hacerlo por tu vida; el primero es inmortal, el segundo para un rato. No andaremos tranquilos mientras que no andemos libres.

En cambio, el hombre débil de corazón se verá maniobrando para menguar el miedo antes que para desterrarlo. Y así, lo veremos aplicarse infructuoso de dos maneras: se persuadirá vanamente de que su vida tiene más recorrido y más solidez de lo que el miedo le induce a creer. Para lo primero se armará de una actitud hedonista llenando sus horas de distracciones (viajes, compras, ocio), con lo que sustraerse del mañana por temor a que nunca llegue. Si no es bastante se aficiona a la medicina estética e induce a su razón a que, quitándose las arrugas se está quitando años. No le bastará con fingir que su vida es muy larga que necesitará hacerla más sólida, más consistente, más arraigada. A tal fin, llena el mundo de catástrofes, así si lo peor no sucede, cosa de lo que está de un modo u otro persuadido, fingirá estar a salvo, pues dará por bueno haber transitado con éxito acontecimientos que quiso creer insuperables. No hay más que echar un ojo afuera para reparar que estas estrategias nos dejan invariables pues no dejan de volver sobre nosotros.

Solo basta la libertad; lo demás estorba o atiborra. Y es que así con todo, nacemos más libres de lo que pensamos a pesar de ser educados para vivir para el préstamo y la mendicidad. Estos hábitos socavan nuestra heroísmo, aplanan el horizonte y nos hacen endebles frente a la fortuna. Tan predecible hemos querido hacer la vida, que la hemos resuelto insufrible. Puedes jactarte de la facilidad con la que te haces espectador de tu vida al no tener que poner nunca los pies en la arena, arremangado por la burocracia, pero resulta lamentable hacerlo tan fácil. Con ello, te habrás visto desprovisto de tu dignidad, de la libertad, serás poco más que un almacén de datos, un festín de fechas muertas, un funcionario de formularios. Será una vida tan soporífera la tuya, que para no sucumbir habrás tenido que estrechar tu humanidad, tu ánimo, tus aspiraciones llenándolas de rebujitos, de ferias, de conciertos, de viajes, de perros, de vanidades; de vergüenza.

Foto: Ian Noble.

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Antonini de Jiménez
Soy Doctor en Economía, pero antes tuve que hacer una maestría en Political Economy en la London School of Economics (LSE) por invitación obligada de mi amado padre. Autodidacta, trotamundos empedernido. He dado clases en la Pannasastra University of Cambodia, Royal University of Laws and Economics, El Colegio de la Frontera Norte de México, o la Universidad Católica de Pereira donde actualmente ejerzo como docente-investigador. Escribo artículos científicos que nadie lee pero que las universidades se congratulan. Quiero conocer el mundo corroborando lo que leo con lo que experimento. Por eso he renunciado a todo lo que no sea aprender en mayúsculas. A veces juego al ajedrez, y siempre me acuesto después del ocaso y antes del alba.