El sector menguante de este gobierno que agoniza ha lanzado una cortina de humo; la de la meritocracia. La voy a cruzar. Como el toro al que le ponen el trapo y lanza contra él su media tonelada de carne, huesos y piel. No importa. Además, hoy me ganaré yo el título de matador.

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El debate sobre la meritocracia lo ha planteado la hija de. Según Lilith Vestrynge, “toda esta cultura del esfuerzo y la meritocracia es lo que genera esa fatiga estructural y toda esa pandemia de ansiedad”. “No te cuentan”, sigue Lilith, “que lo que importa no es tu esfuerzo, sino muy probablemente tu código postal, tu entorno y tu capital cultural”. “El ascensor social no funciona”. Vestrynge ha estudiado en la Sorbona y tiene un currículum virgen en el sector privado. Nació en la política y ahora vive de ella. Contra la meritocracia también ha escrito Berna León, que le ha quitado el “rdino” a su nombre para que no le confundan con su padre.

En la Rusia soviética se favoreció el mérito como en ninguna otra. A falta de otros incentivos, el socialismo impuso el mérito como combustible. Por ejemplo, se impuso un sistema que se llamó “crítica y contracrítica” que otorgaba premios a la delación privada

Es una pataleta infantil convertida en discurso político. No te cuentan ¿quiénes? ¿Tus padres? Es la frustración como guía para la vida. ¿Para qué esforzarte en conseguir tus objetivos si no los vas a lograr? Esta es una sociedad en la que el individuo no puede hacer nada. Su posición en el sistema, a no ser que lo rompamos, depende de circunstancias que no están bajo su control. Nadie ha elegido la familia con la que crece, con sus herencias culturales y económicas.

Esto último es cierto. La familia, el entorno y la cultura nos proporcionan las ideas sobre el mundo que nos rodea. ¿De dónde, si no, ha sacado Lilith todas esas tonterías sino de lo que ha aprendido en casa?

Los medios económicos con los que se abre camino una persona también le condicionan. Para progresar en la vida es necesario prepararse y, sí, esforzarse. Y cuanto mejores sean los medios con los que se prepara una persona para el ámbito laboral, mayores son las posibilidades de éxito.

No se trata sólo del capital humano o el económico, sino del social. Las conexiones personales otorgan oportunidades que se le abren a unos y no a otros.

Y aún hay al menos un elemento decisivo, y del que no habla Podemos ni, en general, la izquierda. Y es que somos animalitos, con un cuerpo que nos define y condiciona, y somos individuos, por lo que la herencia genética nos afecta al menos tanto como el resto de factores.

El coeficiente intelectual es el índice que mejor prevé los ingresos futuros, o al menos uno de los mejores. La inteligencia no sólo depende de las condiciones de la persona, también mejora en función de la educación.

Cualquiera de estos factores desmonta por sí solo la posibilidad de alcanzar una igualdad de oportunidades. Podemos, como instrumento menguante de la izquierda radical, plantea subvertir el orden político y económico y sustituirlo con un poder sin límites en sus manos. Qué posibilidades habrá entonces de alcanzar una igualdad de oportunidades, se las puede imaginar el lector. Por otro lado, igualar las oportunidades por medio de su acercamiento asintótico a cero tiene otros problemas.

Una sociedad buena no debe aspirar a una igualdad, sino a una ampliación de lo que Ralph Dahrendhorf, durante una breve fiebre liberal (volvió pronto al redil), llamó “oportunidades vitales”. Hayek lo expresó así: Una sociedad buena es aquélla en la que cualquier persona, elegida al azar, tiene las máximas probabilidades de éxito en la consecución de sus propios fines.

La cuestión de la meritocracia tiene otros problemas. Instintivamente, salvo que seas el hijo de Bernardino León, nos inclinamos por sancionar moralmente el mérito. Pero para acercarnos a él, tenemos que desbrozar el camino de infinidad de confusiones.

El mérito tiene su sentido en entornos controlados, con objetivos comunes y procedimientos más o menos reglados. Tiene un lugar en la escuela, en la empresa, en el Ejército, en la Administración Pública. Las alternativas al mérito son la arbitrariedad, la incompetencia y el caos, y el despotismo. Bajo el paraguas del mérito, cualquiera puede ganarse un puesto en condiciones al menos parecidas al resto. Y depende, al menos en una parte, de cómo maneje sus cualidades personales. En la medida en que el mérito tenga algún papel, en esa medida, las personas que carecen de herencia económica, cultural o genética tendrán opciones de progresar. Nada hay más igualitario que el mérito.

El mérito está vacío de contenido moral; depende del objetivo al que se encamine la organización. Regula el funcionamiento de una empresa, de una organización caritativa o de una organización mafiosa. En la Rusia soviética se favoreció el mérito como en ninguna otra. A falta de otros incentivos, el socialismo impuso el mérito como combustible. Por ejemplo, se impuso un sistema que se llamó “crítica y contracrítica” que otorgaba premios a la delación privada. Si denuncias que el entusiasmo de tu hermano por el régimen es menos que perfecto, el partido te otorga este año vacaciones, por ejemplo.

En el mercado, el mérito no tiene tanto sentido. Sin duda que el esfuerzo y el talento tienen mayores probabilidades de éxito que sus contrarios, pero lo que premia el mercado no es eso, sino el valor que se aporta a otros. Los bienes y servicios que se ofrecen a los demás necesitan producirse, y ese proceso exige una organización. En esas organizaciones, el mérito tiene un papel, pero su influencia sobre los ingresos es indirecta.

Foto: Ben Rosett.


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