Entre 1974 y 1991 Dennis Lynn Rader, que se arrogó el acrónimo BTK (por Bind —«atar»—, Torture —«torturar» y Kill —«asesinar»—), acabó con la vida de diez personas, cuyo suplicio describió con todo lujo de detalles a la policía y los periódicos en una serie de cartas. Presidente del consejo eclesiástico y líder Scout en su patria chica de Kansas, Rader fue arrestado en 2005 y condenado a cumplir diez cadenas perpetuas. En una entrevista concedida al reportero Larry Hatteberg, se preguntaba: «¿Cómo es posible que un tipo como yo, padre de familia y de ir regularmente a la iglesia, fuese por ahí haciendo ese tipo de cosas?». «Personalmente creo» —se respondía— «que hay un demonio dentro de mí […] En determinado momento, siendo joven, entró en mí y básicamente empezó a controlarme».

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Habida cuenta del común asesinato del sentido común, la carnicería de las ideas, la hecatombe de manos sangrientas del entendimiento en nuestros días, ¿habrá otros demonios que nos posean de modo que pensemos lo que no queremos? ¿Entrará también en nosotros en las edades más tiernas, quedándose después a vivir, agazapado, en nuestras entrañas? No se trata de procurarse excusas que justifiquen los crímenes que diariamente cometemos contra el pensamiento, sino de indagar si hay razones intrínsecas para que el pensamiento crítico sea tan inusual y difícil. Más allá de la responsabilidad personal, indelegable, es claro que algo nos pasa a los seres humanos, dotados de una capacidad reflexiva exuberante que no obstante —a los hechos me remito—empleamos con cuentagotas.

Aún son muchos quienes creen, erróneamente, que un psicópata es incapaz de sentir empatía, esto es, de entender lo que sienten sus víctimas. Claro que puede: lo que ocurre es que sus motivaciones (su propio placer) van delante en su orden de prioridades

Sabemos desde hace décadas de un demonio llamado «razonamiento motivado», es decir, que cuando tenemos motivos (sentimentales, financieros o de otra clase) que interfieren en la verdad solemos desistir de buscarla. Son varios los sesgos cognitivos que se activan a consecuencia del interés propio. «Existen considerables evidencias» — escribía en 1990 la psicóloga social Ziva Kunda en “The Case For Motivated Reasoning”— «de que […] la capacidad para [acercarse a lo cierto] se ve limitada por la capacidad para construir justificaciones aparentemente razonables para las conclusiones» que nos convienen. Querer que algo sea verdad: ahí está el diablo. Este efecto alcanza incluso al almacén que nos sirve las piezas para nuestros razonamientos, la memoria, que como sabemos es una reconstrucción que hacemos y suele ser interesada. La próxima vez que nuestra media naranja nos diga «te acuerdas de lo que te conviene» podremos aludir a la universalidad del fenómeno; aunque dudo que cuele.

Kunda revisaba en su publicación la abundante literatura —psicología social— sobre este asunto, que se remonta a los trabajos de Festinger sobre la disonancia cognitiva. Y encontraba que no solo es un problema que ciertas verdades, como vio Festinger, amenacen nuestras creencias, sino también que esas verdades atenten contra la imagen que tenemos de nosotros mismos, que protegemos con furioso celo. Concurren asimismo como motivaciones nuestros clichés y prejuicios, obstáculos correosos en el camino a nuestras conclusiones libres. Por si fuera poco, resulta que pensar cansa y cuesta, tanto más cuanto menos se esté entrenado; muchas veces a ese demonio le basta con nuestra connatural pereza.

Con todo, no tiene sentido decir que la razón es «defectuosa». Nuestro razonamiento «funciona mal» solamente desde el punto de vista chato y desinformado de nuestro hoy. El cerebro humano es una solución brillante al complejísimo problema de un ser vivo que evoluciona en un medio en el que no solo la verdad cuenta. La clave evolutiva de que nos cueste tanto argumentar es que «la razón es, ante todo, una competencia social», como explican Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason. La razón tiene tres funciones sociales principales; la primera es autojustificarnos, una actividad imprescindible para amurallar nuestra autoestima; la segunda es saber si el otro nos engaña, y por eso somos mejores contraargumentando que argumentando (se nos da mejor desmontar lo que el otro propone que montar nuestras propias propuestas; y tres, razonamos también o ante todo para tratar de convencer a otras personas. Influir y convencer a los demás es una competencia clave en sociedad, de ahí que siempre vaya a haber más chamarileros y demagogos que sabios. Somos el más social de los seres vivos; la razón sirve para más cosas que encontrar la verdad y tomar buenas decisiones. La razón no es solo, y a lo mejor ni principalmente, un instrumento para encontrar qué es lo cierto, sino para ponernos de acuerdo y seguir adelante.

Nos cuesta especialmente pensar contra lo que nos da de comer. Por eso la verdadera libertad de pensamiento se demuestra cuando tus ideas —y, coherentemente, tus acciones— te cuestan el dinero. Dicen las encuestas que en Estados Unidos hoy en día hasta el 96% de la población general cree —sabe— que el tabaco es perjudicial para la salud. Esa proporción ha ido creciendo con los años, a medida que las abrumadoras evidencias científicas se filtraban al público en un sinnúmero de comunicaciones, acciones formativas, escabrosos mensajes en las cajetillas, etcétera. En cambio, la proporción de trabajadores de la industria norteamericana del tabaco que creen lo mismo apenas ha superado nunca el 60%.

En la película Charada, Regina Lampert (Audrey Hepburn) se pregunta por qué miente tanto la gente. El personaje que interpreta Cary Grant, Brian Cruikshank, alias Peter Joshua, alias Alexander Dyle, alias Adam Canfield, que del tema sabe un poco, le responde: «Porque desean algo y temen no conseguirlo diciendo la verdad». El interés nos pone anteojeras ante lo real; es un obstáculo muy serio. No por ser voluntaria es menos grave esta ceguera. Nos cuesta mucho menos ponernos en guardia frente a los intereses ajenos que frente a los propios. La capacidad distorsionadora de lo que nos interesa creer es mucho más potente, por su constante presencia. Nos manipulamos mucho más de lo que nos manipulan; el enemigo está en casa.

Cuando de pensar se trata, no cabe duda de que el poder es un grave contratiempo, y por eso es urgente que en las organizaciones se haga espacio a la reflexión libre. Se habla mucho de lo que cuesta que la creatividad sobreviva en las empresas, pero el espíritu crítico no sufre menos. Entre otras cosas porque las organizaciones son jerarquías, y el éxito, la moneda común para ascender por esas escaleras, es muy peligroso, más que nada para la toma de decisiones. Como explican en la Harvard Business Review y cualquiera que haya pisado moqueta sabe, la egolatría es una de las patologías básicas de la clase dirigente. El ego es curare para el razonamiento, y, como decía Sacha Guitry, «la diferencia entre un hombre inteligente y un tonto radica en que aquel se repone fácilmente de sus fracasos, mientras que un tonto nunca logra reponerse de sus éxitos».

Así pues, y en cuanto al pensamiento, la libertad tiene menos que ver con expresarse que con librarse de todos los motivos descritos. Como no podemos ni debemos dejar de sentir, querer y desear, es poco probable que vayamos a desprendernos de nuestras motivaciones; pero el rigor exige localizarlas primero y vadearlas después. De lo contrario, caeremos en una esclavitud encubierta, y, antes o después, en las malas decisiones y alguna clase de ridículo.

En el libro en el que Rader vierte sus últimas confesiones, leemos que tenía previsto cómo mataría a su undécima presa, una mujer, justo antes de ser arrestado. Detalló las torturas y previó hacerla morir colgada boca abajo. Aún son muchos quienes creen, erróneamente, que un psicópata es incapaz de sentir empatía, esto es, de entender lo que sienten sus víctimas. Claro que puede: lo que ocurre es que sus motivaciones (su propio placer) van delante en su orden de prioridades. Algo así ocurre en muchos de los juicios críticos que naufragan: el demonio de lo que queremos creer arruina la aventura del pensamiento.

Foto: Jose A.Thompson.


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David Cerdá García
Soy economista y doctor en filosofía. He trabajado en dirección de empresas más de veinte años y me dedico en la actualidad a la consultoría, las conferencias y la docencia en escuelas de negocio como miembro del equipo Strategyco. También escribo y traduzco. Como autor he publicado ocho libros, entre ellos Ética para valientes (2022); el último es Filosofía andante (2023). He traducido unos cuarenta títulos, incluyendo obras de Shakespeare, Rilke, Furedi, Deneen, Tocqueville, Guardini, Stevenson, Ahmari, Lewis y MacIntyre. Más información en www.dcerda.com