Borja Semper, portavoz de campaña del Partido Popular explicaba recientemente que su partido está en consonancia con los liderazgos «que ya existen en la sociedad» porque son el resultado de «una evolución razonable y lógica, algo positivo». Traducido del politiqués lo que Semper vendría a decirnos es que el Partido Popular no va a remover el statu quo progresista porque, nos guste o no, ya es un hecho consumado.
Aun suponiendo, y es mucho suponer, que Semper hable desde la más candorosa ingenuidad y que sus declaraciones sean una expresión más de ese “todo el mundo es bueno” al que el PP ha reducido el centro político, tampoco se haría más llevadero comulgar con determinadas ruedas de molino.
Comprar mercancías averiadas por mera conveniencia táctica es un error, pero un error subsanable. Sin embargo, elevar la conveniencia a la categoría de estrategia convierte a quien lo hace en ese necio inconcebible que trota alegremente en dirección al precipicio
Por más que ese statu quo progresista parezca inamovible, debe ser sometido a la contrastación, a ese empirismo al que tanto le gusta referirse a Semper para justificar inclinar la cerviz ante el dogma de que “a las mujeres se las mata meramente por ser mujeres”.
Hasta la Iglesia, que necesita de lo sobrenatural, somete a exigentes procesos sus milagros y santidades. Si esto es así en la religión católica, las religiones laicas no pueden ser menos. Deben asegurase de que las evoluciones sociales sean realmente fruto de la interacción y la suma agregada de las elecciones de millones de individuos. Y dirimir si las convenciones imperantes son fiel reflejo de la sociedad o si, por el contrario, son imposiciones.
Lo cierto es que hay indicios más que suficientes para sospechar que en España lo que hay es lo segundo, que nuestra sociedad no ha evolucionado tan libremente como insinúa Semper. Más bien al contrario, ha sido en buena medida forzada a hacerlo en una determinada dirección y velozmente por grupos muy bien organizados que han encontrado en los partidos a sus mayores valedores.
La pregunta es, por tanto, ¿por qué los partidos sirven a estos grupos en vez de representar los intereses de las grandes mayorías? Llevo tiempo analizando este asunto y tengo algunas ideas al respecto.
La primera explicación es la de la selección perversa, que habría vaciado a los partidos no ya de conocimiento, sino también del buen juicio para seleccionar a sus asesores. Los líderes no ficharían a sus validos por sus capacidades intelectuales, lo harían por su obediencia.
Así, por pura vacuidad, los partidos se habrían visto en la necesidad de incorporar a sus programas las ideas elaboradas por minorías bien organizadas y ruidosas, por los activistas más vociferantes y fanáticos, por muy absurdos que sean sus postulados. Sería eso o la nada, el vacío. Así la gestión pública quedaría más orientada por creencias y supercherías que por criterios objetivos y técnicos.
Este es sólo un argumento preliminar en el que, tal vez, estemos de acuerdo. Sin embargo, es necesario seguir profundizando. Aun asumiendo que los partidos se hayan convertido en páramos intelectuales, incluso la estupidez tiene límites. Hasta el más necio es capaz de advertir el peligro cuando éste se manifiesta de forma muy evidente. No necesita entender la fórmula que expresa la ley de la gravedad para saber que correr hacia un precipicio significa la muerte. ¿Por qué los partidos, sin embargo, parecen no tener ninguna conciencia del peligro?
En A Theory of Political Parties, (2012) Kathleen Bawn y sus coautores ofrecen una explicación para esta actitud. La política habría sufrido una fuerte reideologización porque los partidos, en su búsqueda de atajos hacia el poder, han descubierto que ganan votos más rápida y fácilmente incorporando las ideas de los activistas bien organizados que elaborando y defendiendo las suyas propias. De esta forma, obtienen los votos de numerosas facciones y sólo pierden el respaldo de los ciudadanos capaces de procesar la información, resistir la abrumadora propaganda y vencer el miedo al qué dirán, un tipo de votante al que los partidos desprecian por creer, erróneamente, que es muy minoritario
Esto ha obrado un efecto perverso: los programas coinciden cada vez más con los intereses de los activistas y se alejan paulatinamente de las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos.
No es una teoría descabellada. Los sucesivos Barómetros del CIS, donde se encuestan las principales preocupaciones de los ciudadanos, parecen validarla. Estos barómetros revelan mes tras mes que los asuntos en los que más énfasis ponen los partidos no se corresponden con las preocupaciones abrumadoramente mayoritarias.
Un ejemplo paradigmático es el cambio climático. Omnipresente en los discursos políticos y elevado por los partidos a la categoría de emergencia apocalíptica, en realidad el cambio climático ocupa la posición nº20 entre las preocupaciones de los españoles. Lo mismo ocurre con la también omnipresente violencia de género, esa supuesta “lacra social” que ni siquiera está entre las 20 principales preocupaciones ni de los varones… ni de las mujeres.
Para explicar esta disonancia cognitiva, además de la teoría de Kathleen Bawn, existe La lógica de la acción colectiva, de Mancur Olson. Muy resumidamente, La lógica de la acción colectiva advierte que los grupos pequeños suelen ser muy eficaces porque persiguen beneficios directos e inmediatos fácilmente apreciables individualmente. Frente a estos grupos, con fuertes incentivos y muy conscientes de sus objetivos, la sociedad se presentaría desorganizada, con intereses muy dispersos y con el incentivo del “bien común”, que es muy general y cuyos beneficios, a priori, resultan bastante imperceptibles porque han de dividirse entre decenas de millones de individuos.
Este desequilibrio entre el interés general y la enorme eficacia de los grupos minoritarios a la hora de defender sus intereses particulares es lo que ha convertido la política en un artefacto inútil. Y si algo debería ser la política es útil. Útil para validar y reforzar lo que funciona y enmendar o eliminar lo que no funciona.
Pero para lograrlo, la política necesita que los partidos sean verdaderos espacios de debate, participación… y representación. De lo contrario, la política acaba convirtiéndose en patrimonio de las minorías mejor organizadas y finalmente en imposiciones que son ratificadas a conveniencia por las cúpulas de los partidos. Esto es, en mi opinión, lo que hace que España no funcione. Y Semper y el PP deberían saber que lo que no funciona no puede ser fruto del liderazgo social. No pude serlo por la sencilla razón de que la sociedad, a veces de forma desesperantemente lenta y otras más velozmente, progresa mediante el método de prueba y error. Por eso no nos hemos extinguido.
Así pues, el consejo más valioso que puedo darle al PP es que empiece a ser mucho más cuidadosos a la hora de reconocer liderazgos sociales y validar convenciones, porque en demasiados casos lo que hay son imposiciones.
Si los responsables del PP desprecian este consejo, si no se toman mucho más en serio la política, me aventuro a pronosticar que el futurible gobierno de Feijóo será efímero; es decir, que el aprendiz de brujo será rápidamente removido del poder por brujos mucho más consumados.
Y es que comprar mercancías averiadas por mera conveniencia táctica es un error, pero un error subsanable. Sin embargo, elevar la conveniencia a la categoría de estrategia convierte a quien lo hace en ese necio inconcebible que trota alegremente en dirección al precipicio.