Recuerdo el interés que despertaba en la carrera de Derecho. Profesores y alumnos parecían enamorados intelectualmente de aquello del Estado social. Otros, los menos, quienes complementábamos las lecturas que ofrecían los docentes con textos que parecían proscritos, manteníamos una cierta distancia.

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El artículo 1 de nuestra Constitución incorporó la cláusula del Estado social. No era exactamente una novedad, pero se vendía como gran innovación y uno de los supraprincipios conforme a los cuales debe interpretarse todo el ordenamiento jurídico.

Esto significa que la organización político-administrativa adopta una posición más intervencionista, asumiendo nuevos fines y complementando el Estado democrático y de derecho, se nos decía. En la línea de lo defendido por el famoso Forsthoff, el Estado debía asumir nuevas funciones de tipo social para garantizar la comunidad y la vida en sociedad. El Estado, cualquier tipo de organización de poder, había sido siempre intervencionista y en ocasiones también muy social. A veces por convicción del gobernante, otras para evitar revoluciones y otras, no sé, por asegurarse apoyo.

Aunque usted no lo sepa, detrás los fenómenos recientes y de la radical transformación de la comunidad social que alumbró la Constitución, lo que también se oculta es una futura e inevitable demanda de un proceso constituyente, en parte ya iniciado en violación del propio texto constituciona

El caso es que aprendimos que la idea de Estado social venía de la dogmática alemana, en la que destacaban el citado Forsthoff y también Heller, para quienes era necesario articular una alternativa socialdemócrata. El Estado democrático y de derecho debía acompañarse de un sentido y contenido económico y también social, enfocándose en los ámbitos económicos, sociales, laborales, de familia, la justicia, etc… Y así es como se extiende entre nosotros la idea de redistribución de bienes y riqueza, organizada desde el Estado, es decir, desde los partidos políticos, por aquello del interés general.

A los estudiantes les hacían los ojos chiribitas cuando leíamos estas cosas porque quedaban embriagados con esta idea de justicia social y la posibilidad de hacer próspero y feliz, desde el Estado, a todo el mundo.

Este planteamiento fue exitoso entre la práctica totalidad de partidos y organizaciones políticas a lo largo del siglo XX. El siglo que había conocido los efectos devastadores del socialismo, el comunismo o el fascismo. La fórmula por la que había que apostar era, por tanto, la socialdemocracia.

Han pasado décadas y han sucedido muchos acontecimientos en nuestras sociedades. Podría decirse que durante mucho tiempo la cláusula del Estado social ha funcionado razonablemente bien en los países de nuestro entorno. Un éxito que no sabemos si se debe al planteamiento en sí, al éxito del crecimiento económico global como consecuencia del triunfo del capitalismo y la pax americana, o a una determinada clase política que entendía el alcance y los límites de esta fórmula.

Pero este ciclo parece haber llegado a su fin y basta ver lo que tenemos hoy en los hemiciclos para tomar conciencia de ello.

Del poder regulador y gestor del Estado, limitado como es lógico a la circunscripción territorial de cada país, hemos pasado a una expansión apoteósica de atribuciones y funciones del Estado que anda en paralelo al crecimiento de la estructura política, y no sólo en el ámbito interno de nuestro país, sino también en el ámbito exterior, de forma bilateral o multilateral por medio de organizaciones internacionales, o de modo directo como acción exterior.

Es indiferente el instrumento usado por el Estado para llegar a este punto, sea de tipo contractualista o no. El caso es que las políticas públicas ya no se limitan a asegurar a los nacionales unas prestaciones o servicios en el ámbito de la seguridad, la justicia, la educación o la sanidad, sino que se han ido extendiendo, y de qué manera, a los ámbitos económicos, a la protección difusa del medio ambiente, al patrimonio histórico, la energía, cultura, a los medios de comunicación y hasta a seres inexistentes, las generaciones futuras.

El Estado, y la clase política que lo dirige, hoy día está en todos y cada uno de los ámbitos de nuestras vidas y menesteres, alcanzándose hasta la rotulación de negocios y el lenguaje que usan los niños en los patios de colegio.

El triple salto mortal con doble tirabuzón ha llegado con la acción exterior, la cooperación internacional y la denominada ayuda humanitaria, que paulatinamente ha hecho que el contribuyente nacional se haga cargo de cientos de miles de extranjeros. Imposible no recordar aquellas declaraciones del ex Ministro García Margallo cuando le preguntaron por su cartera y reconoció que no sabía ni cuánta gente trabajaba para el Ministerio de Exteriores ni sabía tampoco cuál era el presupuesto ni qué hacían exactamente, lo mismo habría que preguntar hoy al de Hacienda y al de Interior.

Puede entonces uno preguntarse si esta extensión del Estado social, en los términos que todos podemos imaginar, tiene sustento en nuestra Constitución o si es razonable el desarrollo normativo efectuado.

El Estado social, tomado de la Ley Fundamental de Bonn, tenía el contexto histórico y sociopolítico que tenía, nuestros artículos 1 y 9.2 de la CE de 1978, también. No es irracional pensar que una cosa es que el Estado español, el contribuyente, deba preocuparse de las atenciones que deben recibir sus ciudadanos, que le preceden, lo financian y hacen posible, y otra muy diferente es que estos ciudadanos deban asumir las necesidades más o menos elementales, más o menos reales, del universo mundo, mientras ese universo mundo, a la vista está, se desentiende de sus propios ciudadanos.

El artículo 42, de hecho, cuando se refiere a la emigración se refiere a la protección social, económica y jurídica de los nacionales propios, no los de la totalidad del globo porque esto, racionalmente, no es una carga que se pueda imponer al contribuyente, no ya en la retórica política, ni siquiera en la Constitución, menos aún en acuerdos o tratados internacionales.

Sin olvidar los efectos, incentivos o desincentivos que esto provoca, porque este estiramiento es lógico pensar que desactiva a los países de origen en sus obligaciones y atenciones, además de que, antes o después, provocará una huida de contribuyentes al tomar conciencia de los esfuerzos que van a requerir determinados programas. Por qué vamos a ser globalistas para asumir cargas pero no aprovechar beneficios, aunque sea fiscales, de autotutela. Cada vez más acabarán en residencias donde no se impongan misiones de justicia social de tipo histórico o universal que todos sabemos que acaban en confiscación de rentas del trabajo y de todo tipo.

En fin, estamos hablando de las siempre polémicas mutaciones y problemas constitucionales del Estado, que son en última instancia los problemas de la ciudadanía, aunque ya se han preocupado algunos de divorciar Estado y nación y abocarnos a un magma estructural difícil de comprender pero que resulta muy beneficioso siempre a la clase dirigente.

Los límites del Estado social y democrático de derecho ya se sabe que generan tensión y que la actividad expansiva de los poderes públicos y su organización administrativa, unido a la ideología, pueden hacer saltar por los aires el equilibrio, dando así razón a los liberales clásicos y a los libertarios, algunos de los cuales consideraban el Estado social el caballo de troya que acabaría con el Estado democrático y de Derecho. El tiempo empieza a dejar en evidencia a los defensores del denominado socialismo democrático, que según parece, vieron en la Constitución, en el artículo 1 y el Título VII, una oportunidad para, una vez adoctrinado el personal y controlados ideológicamente los medios, los centros de enseñanza y poderes del Estado, retomar la senda comunistizante que en 1978 era inviable.

Y en algo así estamos. Porque, aunque usted no lo sepa, detrás los fenómenos recientes y de la radical transformación de la comunidad social que alumbró la Constitución, lo que también se oculta es una futura e inevitable demanda de un proceso constituyente, en parte ya iniciado en violación del propio texto constitucional, pero inevitable cuando se vaya concretando ese cambio étnico, religioso y de todo tipo en nuestro país. No van a faltar grupos políticos apoyándolo ni argumentos de cambios radicales en la Constitución. El resultado será algo parecido a un espectáculo pirotécnico.

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