No hay ninguna duda de que para el Estado la ciencia es una incomodidad. La razón es muy sencilla: pone límites a su actuación, revelando sus fallos e inconsistencias. El caso más obvio es el de la teoría económica, contra la que el Estado libra una batalla prácticamente desde los orígenes de la concepción moderna de la disciplina, que se puede datar casualmente (o no) muy en las proximidades del origen de la concepción actual del Estado como regulador de la vida cotidiana.
En efecto, en la medida en que la teoría económica sea generalmente conocida, las posibilidades de actuación del Estado en pro de un supuesto interés general se verán estrechadas. Es por ello que al Estado no le conviene que la teoría económica sea clara, robusta, no ambigua y de conocimiento general. El ejemplo paradigmático lo constituye el salario mínimo. Cualquier economista honesto sabe que la subida del salario mínimo genera desempleo. Sin embargo, los gobiernos lo suben (miren al español los últimos dos años) y al mismo tiempo dicen estar luchando contra el desempleo, que es una de las principales preocupaciones de los españoles. Más grave aún, siempre encuentran pseudoeconomistas dispuestos a poner en duda la aseveración inicial.
Se ha generado el caldo de cultivo para que se oscurezca la verdad o mentira del funcionamiento de las vacunas ante el COVID, lo que nos deja en mano de las decisiones meramente políticas, y no científicas
Con una teoría económica clara y generalmente aceptada, los Estados quedarían desenmascarados, lo mismo que si nos dijeran que la ley de la Gravedad no afecta a los individuos y que podemos saltar desde nuestras ventanas sin peligro. Pero mientras haya confusión y ambigüedad, podrán seguir haciendo estas y otras cosas, como subirnos los impuestos por nuestro bien. Así pues, tienen todos los incentivos, y desgraciadamente los recursos, para embarrar el terreno de juego. Y por eso en la actualidad la mayor parte del trabajo de los economistas se dedica a buscar fallos de mercado y formas de solucionarlos con la intervención estatal, esto es, a buscar excusas para la existencia del Estado. Nadie muerde la mano que le da de comer.
Las características de la teoría económica, su metodología, la hacen especialmente vulnerable a este tipo de ataques, dado que no hay elementos objetivos externos al economista que permitan validar o refutar sus teorías. Pero lo que hemos podido comprobar durante los meses que llevamos de pandemia es que las disciplinas científicas (como la epidemiología en este caso) también están sujetas a estos ataques por parte de los Estados, que tampoco quieren que las ciencias naturales pongan coto a su actuación. Las razones por las que esto es así se me escapan: a mi entender un político debería estar deseoso por dejar este marrón en manos de los científicos y lavárselas como Poncio Pilato. Pero no lo hacen. Quizá sea porque perciben ventajas para ellos en esta situación (obtención de mayores poderes a costa de la sociedad civil) o quizá simplemente porque no están dispuestos a reconocer que han cometido graves errores en la gestión de la pandemia, lo que les podría suponer un descalabro electoral en nuestros sistemas democráticos.
El caso es que les conviene que no haya claridad sobre cómo se propaga el virus, sus efectos y sus consecuencias, para que nadie sepa si lo que hacen está bien o mal hecho. Así, hemos descubierto que los datos no son tan objetivos como parecen, que los muertos por COVID pueden o no ser por COVID, que los PCRs negativos se pueden hacer positivos con un número suficiente de iteraciones, y así con cada uno de los datos que construyen la evidencia “científica” sobre la que se basan las decisiones políticas.
Esa falta de claridad la estamos pagando en vidas humanas y deterioro económico. El ejemplo más prominente es el uso de la mascarilla en espacios abiertos. Cualquier epidemiólogo y profesional de la medicina te dirá que es una medida inútil; sin embargo, ahí está toda la ciudadanía con el cacharro por la calle, incluido cuando sales solo por la montaña, mientras que se la quita en los momentos de más riesgo, como estar charlando media hora con unos amiguetes tomando unas cañas. ¿Por qué no se aclara de una vez el mecanismo de contagio del COVID?
Y es que los Estados saben perfectamente lo que tienen que hacer en nuestras sociedades para aparentar que sus decisiones son científicas. Nos lo explica magistralmente el gran Malcolm Tucker en una escena inolvidable de la serie británica “The Thick of It”, en la que explica al ministro de educación cómo apartarse de los consejos de un experto en la materia legislada:
– Bueno, mi experto estará totalmente en contra.
– ¿Quién es tu experto?
– Ni idea, pero te puedo conseguir uno esta misma tarde. Has hablado con el experto equivocado. Tienes que hablar con el experto adecuado.
En esta ceremonia de la confusión, los Estados han encontrado un gran aliado espontáneo en las redes sociales, donde para cada testimonio supuestamente fiable en un sentido, es facilísimo encontrar dos o tres en sentido contrario, de forma que cada uno se puede quedar con la verdad que le convenga.
Esta situación, sabiamente dirigida por gobiernos y medios de comunicación afines, termina llevando a la sociedad a un marasmo en que la única realidad válida y útil es la legislación gubernamental. Nadie sabe cómo se propaga el virus, lo único cierto es que no podemos salir de casa sin mascarillas porque nos pueden multar.
Pero, claro, eso nos sitúa ante otro problema. Si hacemos esfuerzos conscientes para dinamitar la expansión de la ciencia, tampoco nos valdrá la ciencia para salir de la situación en la que estamos, pues a esta situación no hemos llegado como respuesta científica a un fenómeno natural, si no como respuesta meramente política, guiada por criterios más o menos opacos. Por ello, por increíble que nos pueda parecer, solo cabe una salida política de la situación en que nos encontramos. Tal salida política tiene en estos momentos un nombre (vacuna) y muchos apellidos (Astra Zeneca, Pfister, Johnson & Johnson…).
Una vez más, poco van a importar los estudios científicos que se hagan sobre la validez o no de dichas vacunas. Ya tenemos las redes sociales colapsadas con muertos por causa de la vacuna, vacunados que han contraído la enfermedad, poca duración de los efectos, necesidad de vacunarse todos los años… todo ello previsible en un mundo a la caza y captura de clicks. De nuevo, se ha generado el caldo de cultivo para que se oscurezca la verdad o mentira del funcionamiento de las vacunas ante el COVID, lo que nos deja en mano de las decisiones meramente políticas, y no científicas.
Por si no queda claro: el fin de las restricciones asociadas a la pandemia (que es lo que realmente ha trastocado nuestras vidas y no el virus, por muy pernicioso que sea) no será una cuestión científica sino política. De esta saldremos cuando los políticos así le decidan, o, alternativamente, cuando los ciudadanos se rebelen.
En resumen, flaco favor el que han hecho las redes sociales a la ciencia y a los ciudadanos a los que sirven; ojalá lo terminen pagando de alguna forma.
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Publicado originalmente en el Instituto Juan de Mariana.