La política siempre ha tenido muchas bazas para ser impopular, y los políticos con un mínimo de perspicacia tienen que ser muy conscientes de que, sean las que fueren las circunstancias, es extremadamente improbable que su gestión acabe bien. De ahí la tentación que siempre afecta a los más avisados de retirarse a tiempo, pero eso tampoco suele funcionar y tenemos ejemplos bastante recientes muy a la mano.
La política es, por tanto, abrasiva para quienes la practican y suele resultar insoportable para quienes la sufren. Solo algunas cuadrillas de desaprensivos y de incautos pueden tener la inconsciencia necesaria como para seguir de manera ciega e irreflexiva las consignas y cuentos de quienes dirigen la facción de su preferencia, porque, por desgracia, no abunda la política sin facciones ni fanatismos. Lo que suele ocurrir, y en esta época pasa en casi todas partes, es que las mesnadas más aguerridas de cada partido llegan arriba y convocan a la batalla, es decir, a la guerra, una insensatez que puede acabar en el desastre, porque por mucho que la llamen cultural, una guerra no es la mejor manera de lograr que se establezca y perfeccione la concordia que debiera ser el primer objetivo de cualquier política, cosa que solo negarán los profesionales del enredo y los revolucionarios de guardarropía.
¿Pudiera ser que el virus del fanatismo no sea sino una cortina de humo que evite que los ciudadanos nos detengamos en los menudos asuntos del dinero de todos (versión conservadora) o de nadie (versión Calvo, vicepresidenta primera) para no perdernos detalle del gran combate ideológico que se desarrolla ante nuestros atónitos ojos?
Pero, más allá de la incorregible lucha existencial que propugnan los puritanos, los antisistema y los fanáticos, una estrategia de la izquierda a la que se rinde y se adhiere muchas veces el supuesto contrario, la política resulta también insoportable por razones que no se reducen al fanatismo ideológico, sino que son consecuencia de la rutina y del tacticismo, de la falta de una política imaginativa, buena y valiente. Para mostrar con claridad este aspecto insostenible de la política me referiré al incesante aumento del volumen de las administraciones públicas y, por consiguiente, al creativo efecto de ampliar la deuda. Hace muy poco, una administración que presume de liberal, no hay muchas, por cierto, anunció con cierto júbilo que acudiría a los mercados para obtener mil millones de euros, y tal noticia no se dio con tono contrito y exculpatorio (somos tan malos administradores que no sabemos conformarnos con lo que tenemos), sino que sirvió para sacar pecho y presumir de la fiabilidad financiera de la Comunidad. Tampoco nadie se dignó explicar cuáles eran las razones de esa necesidad extraordinaria y menos aún se dio la más ligera noticia de en qué se iban a gastar esa morterada de euros.
Es increíble que el mismo público que se atemoriza porque oye decir que una vacuna tiene cierto riesgo (muy asumible, por otra parte) no experimente la menor inquietud al saber que, a comienzos del ciclo presupuestario, sus austeros gobernantes han decidido usar unos euritos de más no se sabe para qué. A muchos madrileños no se les ocurrirá preguntarse por las razones que expliquen que habiendo tenido administraciones que se precian de liberales la deuda de la Comunidad de Madrid haya pasado de 2.806 millones de euros en 1995 a 34.604 millones de euros en 2020, es decir que se ha multiplicado por más de doce en 25 años. Una razón podría estar en suponer que los madrileños asumen que, en caso de haber tenido un gobierno más social, si cabe, el incremento habría sido todavía mayor, pero esa es una explicación que no me convence, y diré por qué.
Entre unos y otros se ha persuadido a la gente de que cualquier política supone un gasto creciente y un aumento constante del personal al servicio del gobierno, de funcionarios y allegados, y eso, claro está, cuesta dinero. Esa convicción es, en mi modesta opinión, irresponsable y suicida, porque hace imposible cualquier política que no consista en más de lo mismo, más gasto, más empleo público, mayor control burocrático, y mayor insolencia de las administraciones que no sienten de ninguna manera que estén al servicio del público, sino que, por el contrario, el público está para asentir, obedecer y aguantarse. Cualquiera que examine sin pasión, por ejemplo, la supuesta transformación de las administraciones hacia una mayor transparencia se quedará perplejo al comprobar como ahora mismo es imposible dirigirse a cualquier órgano administrativo sino es a través de una indescifrable maraña de páginas web diseñadas por un sádico en las que suele aparecer una pestaña dedicada a la transparencia a cuyo través puede contemplarse la más oscura y deforme acumulación de datos para el despiste que nadie haya podido imaginar.
La pandemia que estamos padeciendo debiera servir para que muchos caigan en la cuenta de las inconsistencias y arbitrariedades de las distintas administraciones y de la absoluta inutilidad de tantos pomposos servicios. ¿Qué decir de los dedicados a la previsión de pandemias?, por ejemplo, o de los planes de vacunación, que Sánchez presentó haces meses presumiendo de haberlos hecho antes y mejor que nadie. Y no es que haya disminuido el número de empleados públicos que crece sin cesar, sin que, salvo los agraciados con un puesto de por vida, nadie acierte a ver en ese aumento la menor ventaja.
Pues bien, esta política es insoportable y, sin embargo, la hemos de soportar con paciencia y sin rechistar porque no sabemos exigir a los que nos gobiernan el mínimo de coherencia y la decencia de dar cuenta pública y clara de lo que hacen con lo que se gastan. Gastar y gastar es la única estrategia que comparten todos los políticos sin rechistar. En las últimas elecciones autonómicas, las regiones en las que triunfaron las coaliciones que eran contrarias, en teoría, al crecimiento del gasto se apresuraron a aumentar el número de consejerías para que cupiesen con comodidad todos los afortunados. Claro es que en este campo el campeón imbatible es Sánchez que gobierna con dos docenas de ministros y cuatro vicepresidentas, un récord no solo por lo femenil sino por la cantidad y ha incorporado a 220.000 funcionarios en solo dos años.
¿Pudiera ser que el virus del fanatismo no sea sino una cortina de humo que evite que los ciudadanos nos detengamos en los menudos asuntos del dinero de todos (versión conservadora) o de nadie (versión Calvo, vicepresidenta primera) para no perdernos detalle del gran combate ideológico que se desarrolla ante nuestros atónitos ojos? Esto de que el mismo dinero sea de todos y de nadie podría darnos una pista, por claro que sea que solo sale en forma nada voluntaria de nuestros bolsillos, ahora y por los siglos de los siglos, mientras no aprendamos a poner en cuarentena a nuestros generosos padrinos que presumen de darnos un continuo y generoso aguinaldo como si fuera el maná. Busquen en el portal de transparencia que prefieran, y si encuentran alguna explicación al despilfarro creciente avisen.
P.S. Los lectores que sientan interés por esta clase peculiar de incontrolable gasto que padecemos, deberían leer a la mayor brevedad los luminosos trabajos de Alejandro Nieto, como “La organización del desgobierno”, “La nueva organización del desgobierno”, y “El desgobierno judicial” o la más reciente “El desgobierno de lo público”.
Foto: Photo Boards.