Acostumbrados a que los EEUU fuesen un paraíso de estabilidad, democracia eficaz, generalizada en los usos y normas de sus instituciones, además de bienestar económico general, con las excepciones inevitables, parece que tendremos que adaptarnos a un régimen de cambios tan imprevisibles como bruscos, si hacemos caso de los primeros síntomas que se ponen de manifiesto con la presidencia de Trump.
Tal vez todo se quede en una primera impresión, pero hay muchas novedades que abonan el temor de que ese gran país se esté adentrando en un territorio desconocido. Para empezar, me gustaría subrayar un rasgo que no puede invocarse a favor de cierta idea de normalidad y es el papel absolutamente protagonista del presidente y de sus más estrechos colaboradores como Musk. La idea tradicional apuntaba a que el poder, en especial los grandes poderes, debían operar con discreción, mejor en la sombra que a la luz de una platea. Por ejemplo, nadie puede imaginar a un Papa, aunque no tenga muchas divisiones a su servicio, comentando con desahogo lo que va a hacer en la Iglesia y a cuántos cardenales u obispos va a poner a caldo. Sé que el ejemplo puede ser inadecuado, pero, en general, los poderosos se han caracterizado por dar pasos lentos y seguros a ser posible sin mucho escándalo.
Si Trump no hubiese sido presidente ya por cuatro años cabría decir que es como un niño que está experimentando con un juguete nuevo, pero no es el caso. ¿Qué está haciendo entonces?
Trump es un caso aparte, tiende a apabullar y por eso resulta inquietante. Es verdad que ya fue presidente cuatro años, nada malos, por cierto, y que se puede suponer que conoce el paño mejor que cualquier nuevo presidente, pero da la sensación de que está buscando algo que lo haga absolutamente excepcional. Esto podría dar lugar a resultados milagrosos, si somos optimistas, pero también resultar terrible si nos dejamos llevar por lógicas más pegadas a la experiencia.
Que me corrijan los que saben más, pero me parece que se podría asegurar que ninguna de las grandes bravatas que han salido de su boca tienen base cierta en su anterior presidencia ni tampoco en promesas explícitas durante su larga campaña, al menos antes de tener el éxito asegurado. La sensación de que está improvisando a ver qué pasa es extraordinariamente fuerte, aunque puede que sea equivocada. Anexionar Canadá, quedarse Groenlandia, recuperar el canal de Panamá o, por hablar de hoy mismo, sancionar gravemente a Putin si no se dispone a detener la guerra con Ucrania (ya hablaremos luego de los detalles, como le dijo a Zelenski) no parecen acciones que se puedan llevar a cabo apretando un botón y en una democracia republicana como la de los EEUU se exige pasar por una serie de trámites legislativos y de control que tampoco dependen al cien por cien de la voluntad expresa de Trump.
Si Trump no hubiese sido presidente ya por cuatro años cabría decir que es como un niño que está experimentando con un juguete nuevo, pero no es el caso. ¿Qué está haciendo entonces? Mi impresión es que Trump cree que las normas que rigen el mundo internacional y el juego político están muy avejentadas y no sirven en un mundo que está cambiando de manera excepcionalmente fuerte y a enorme velocidad. En esto es seguro que tiene gran parte de razón, pero detectar un problema, por grave que sea, no garantiza que resolverlo esté a tu alcance.
En el caso de la política internacional Trump está jugando sus bazas, si se puede hablar así, frente a unos actores que tienen una idea muy distinta del tiempo, de las reglas del juego y de las dificultades. El presidente chino es el heredero de un imperio milenario que ha pasado por una revolución que ha cambiado muchas cosas, pero, en el fondo nada esencial en la cultura política china, se parece mucho más a un emperador de hace un par de siglos que a cualquier líder de un partido comunista, y algo muy similar cabe decir de Putin que ha llegado a dirigir Rusia con mano de hierro tras pasar por los estrechos callejones del inescrutable poder primero soviético y ahora no, pero que sigue siendo a muchos efectos, el poder de una monarquía absoluta sin la menor mezcla de controles liberales, aunque con cierto riesgo de que te pase lo que le ocurrió al último de los zares.
Trump da la sensación de vivir al ritmo del show business en el que él mismo adquirió su primera notoriedad, pero es muy discutible que el legendario aparato de la Unión, Defensa, Estado, Cámaras y judicatura, por no hablar del poder financiero, acepten sin rechistar ponerse a funcionar con un régimen que les es extraño por completo y ahí puede tener don Donald sus primeros tropezones, con jueces exaltados, congresistas díscolos, diplomáticos refinados, militares patriotas o banqueros que vean que se podrían ir a pique negocios enteros. Los EEUU no son el tío Gilito que se bañaba en una habitación rebosante de dólares y oro, deben lo que no está escrito y si a Trump le falla el mecanismo previsto para frenar ese cáncer no parece razonable pensar que lo pueda arreglar con una bronca en directo al jefe de la Reserva Federal, aunque lo cambie previamente.
El mundo está cambiando más que nunca y Trump puede ser no sólo un síntoma sino un agente muy poderoso en ese cambio, pero lo que no está claro es que la clave de su supuesto poder pueda seguir siendo su capacidad de sorprender, un carisma que da para unas semanas, pero no para cuatro años. Por eso no es arriesgado suponer que lo que está pasando no es lo que vemos, sino lo que no vemos y que no se verá, si es que llega a suceder, hasta que no se despejen los humos de una oposición dispuesta a negarle al presidente hasta el aire que respira, una resistencia que no responda a la enemistad política sino a que la realidad siempre se acaba vengando de las caricaturas con las que la confunden.
Cuando lo que no está a la vista aflore y sea algo distinto a lo de ese congresista que fue expulsado de la cámara por gritón, sólo entonces se verá si Trump ha venido a matar un dragón que no es invencible o qué demonios ocurre, si el dragón se lo lleva por delante o cualquiera de las partes del mundo que no domina le da una sorpresa inesperada que le obliga a sentarse y a despachar pausadamente no con Musk sino con muchas de esas gentes a las que pensó que podría despedir, como hacía en la tele.
De momento, Trump está siendo un experimento, incluso un test decisivo, si se quiere, pero la sabiduría más prudente y serena se expresó por boca de don Eugenio D’Ors cuando advirtió aquello de que los experimentos se hacen con gaseosa, no con champan.
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