La manera de entender el mundo en que vivimos ha estado determinada de forma inmemorial por lo que se llama tradición, por el hecho de que venimos al mundo en medio de una familia, una cultura y una moral que han sido los elementos básicos con las que se nos enseñaba a ser humanos. Los hombres hemos sido herederos y ese legado del ayer, transmitido mediante la educación y las formas básicas de socialización, ha sido nuestra principal seña de identidad hasta hace muy pocas décadas. Esas tradiciones eran, sobre todo, locales, como era fácil de comprobar cuando se viajaba, incluso por Europa, hasta hace unas décadas, pues se percibían con claridad las diferencias en vestido, costumbres, comidas y aficiones. Ahora es todo mucho más monótono y similar, y casi podría decirse que de no ser por las lenguas y lo que queda de paisaje natural, no se podría decir con facilidad si estamos en Holanda o en San Sebastián, en Oporto o en Flandes.

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Todos llamamos a este fenómeno globalización y nos ha traído, junto a incontables ventajas prácticas, un cierto número de pérdidas bastante significativas que muchos tratan de combatir reclamando el fortalecimiento y la vigencia de una identidad que ven amenazada. No me voy a meter ahora a discutir las ventajas y los inconvenientes de esta realidad tan nueva y peculiar, solo quiero resaltar que da lugar a fenómenos que habrían sido inconcebibles unos años atrás, y uno de los más sorprendentes, me parece, es el que sirve de título a estas líneas, Greta Thunberg, nacida en 2003, que se ha convertido en una especie de profeta ambulante de una nueva religión, un caso cuya novedad más destacable es que ha adquirido esa condición oracular sin apenas esfuerzo, sin especiales méritos, a muy tierna edad, y en medio de los aplausos de incontables fieles que la van a esperar a las puertas de sus respectivos territorios con muestras evidentes de entusiasmo, devoción y entrega.

Se piense lo que se piense del fenómeno, y hay bastante que pensar, sería interesante caer en la cuenta de que el éxito de esa adolescente de mirada algo estrábica solo puede ser considerado de dos maneras, o como un milagro, o como la consecuencia de la actuación de poderes sofisticados, eficientes y poco conocidos, pues no es nada fácil conseguir una notoriedad y un protagonismo ni siquiera ligeramente semejante en tan poco tiempo como lo ha hecho nuestra Greta.

Puesto que no es razonable reducir el fenómeno ni a una casualidad ni a un milagro, es muy oportuno preguntarse por cuáles son algunos, al menos, de los poderes que han causado la aparición de esta figura y que gobiernan sus universales devaneos en nombre de la causa climática

La tendencia a considerar el éxito de su cruzada ecologista como un milagro tropieza con la razonable resistencia a admitir semejante linaje de explicaciones, pero encaja bastante bien tanto con la devoción que provoca su presencia como con algunas características bien notables del credo alarmista que proclama y del riguroso celo con que presenta sus exigencias.

Si no es un milagro ha de ser, por fuerza, la consecuencia de un trabajo bien hecho de algunas agencias, empleando este término en su sentido más general, cuyos fines y recursos ignoramos de manera precisa, si bien se han ido abriendo paso algunas noticias sobre poderes que están empeñados en usar el fenómeno Greta como una estrategia de fondo en defensa de intereses más fáciles de comprender. No estoy sugiriendo ninguna teoría conspiranoica, señalo que, puesto que no es razonable reducir el fenómeno ni a una casualidad ni a un milagro, es muy oportuno preguntarse por cuáles son algunos, al menos, de los poderes que han causado la aparición de esta figura y que gobiernan sus universales devaneos en nombre de la causa climática.

Muchos se conformarán con creer en lo que Greta dice, otros se dedicarán a hacer chanzas sobre el particular, pero no debiéramos abandonar el propósito de esclarecer de manera pública y con cierto detallismo los procesos y los costes que han llevado a conseguir un éxito tan espectacular. He oído a algunos periodistas que la comparaban con el Papa, y no solo por la reciente afición pontificia a los grandes viajes y a la visita de lugares otrora exóticos, sino, en especial, por su capacidad de hacer que la agenda de los debates públicos se oriente hacia determinadas cuestiones. Piénsese lo que se piense de la comparación, ya es notable que se pueda comparar el alcance de una institución milenaria con las ocurrencias de una adolescente anónima hace solo unos meses.

Por eso me parece que el fenómeno Greta dice mucho de nosotros, de nuestra forma de vivir, pensar y valorar, de las maneras en que asignamos relevancia y fama a determinadas personas, de cómo un asunto, como el del clima, sus alteraciones, los efectos que se suponen perniciosos y las posibles formas de controlarlo, un conjunto de cuestiones que son muy complejas, se puede convertir en objeto de una creencia colectiva casi universal y bastante sesgada hacia el tremendismo sin que eso suscite la sospecha de que hayan de abundar los intereses que tuercen la deriva del caso en la línea de sus provechos.

La rapidísima escalada entre cambio climático, crisis climática y emergencia climática, es un fenómeno que estoy seguro suscitará muchos estudios en el futuro, tanto si el calentamiento intelectual y político que supone resultare al final justificado, como si no. No hay duda ninguna de que el fenómeno Greta ha podido prender con fuerza en el clima moral de vuelta a la naturaleza (que tanto tiene que ver con lo que se dice líneas arriba), de pesimismo tecnológico, en el que florecen las pretensiones de forzar cambios sustanciales en nuestra manera de vivir o de viajar, de comer o de divertirnos. Greta puede resultar algo parecido a lo que Bill Gates llamaba una aplicación asesina, un fenómeno capaz de provocar un cambio en el orden de magnitudes en el que, hasta ahora, se colocaba la preocupación por el futuro climático, que ya es grande, pero que gracias a Greta podría convertirse en un factor de agitación social, en un argumento político muy virulento.

Este es, en efecto, un mundo raro, un momento histórico en el que podríamos estar en condiciones de alcanzar metas inéditas de prosperidad y esplendor cultural, pero que también podría convertirse en esclavo de formas de manipulación que catalicen explosiones de emotividad, en formas de pensar que resuciten las peores prácticas de sumisión a lo que se estima correcto y obligado, en formas de tiranía impuestas por credos fáciles de compartir, pero de dudosa consistencia. La entronización de profetas que manipulan el miedo puede resultar muy beneficioso para algunos, pero es fácil que acabe por ser un mal negocio para todos.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web