Mientras el presidente del gobierno Don Pedro Sánchez se apresuraba a tomar el Falcon con rumbo a Davos, la vicepresidenta Teresa Ribera sacaba la pancarta y el megáfono para proclamarnos el Apocalipsis, ¡la emergencia climática! En una intervención bastante caótica y poco esclarecedora dio carta de oficialidad a una figura —la de la “emergencia”— que, aunque no esté recogida en nuestro cuerpo legal, nos va a costar un ojo de la cara y pierna y media.

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Poco a poco, estos prestidigitadores de la política van sacando el conejo de la chistera. No, esto de la lucha contra el cambio climático no va en absoluto de las emisiones de CO2 y la limitación del calentamiento global, sino de un nuevo intento de acabar con el capitalismo. Lo que básicamente se pretende es poner en jaque todo el sistema, es decir, se cuestionan la economía de mercado y el sistema parlamentario… ¿oyeron ustedes ayer algo sobre “asambleas ciudadanas”? ¿No? Yo sí.

Droga dura. Nada mejor para motivar a la ciudadanía en la demolición de aquello que les ha permitido prosperar y la obediencia a una determinada ideología que una “idea fuerza” con la apariencia de ser un imperativo de responsabilidad moral. Los comunistas y los nazis ya sabían bien cómo funcionaba esto, los unos prometiendo el paraíso a los proletarios, los otros la grandeza eterna de la nación y la raza. Siempre que los políticos, sin importar su color, buscaban un gobierno con poder absoluto, inicialmente alimentaban nuestros temores, para luego poder actuar como anhelados salvadores. Una vez conseguido en la turba el grado necesario de histeria, la justificación objetiva de sus acciones se convertía en un asunto menor. Los deslumbrados siempre han confiado en sus respectivas mayorías a ciegas.

Lo que los Iglesias y las Riberas están luchando por conseguir es la aquiescencia generalizada para la formación de una sociedad en la que todo se controla, diseña y corrige «desde arriba». Es la agenda del desarrollo del poder absoluto

La táctica es tan simple como exitosa, incluso hoy. Llevamos escuchando durante mucho tiempo de los profetas del ecoverdismo que la lucha sostenible contra el cambio climático no tendría éxito sin la «reestructuración de la economía». Lo que los Iglesias y las Riberas están luchando por conseguir es la aquiescencia generalizada para la formación de una sociedad en la que todo se controla, diseña y corrige «desde arriba». Es la agenda del desarrollo del poder absoluto. Una vez más.

No sólo la economía, todos y cada uno de nosotros deberemos inclinarnos ante el nuevo mandato. Se trata de nada más y nada menos que evitar el fin del mundo. ¿Qué importa que cada vez más investigadores climáticos como Martin Claussen, director del Instituto Max Planck de Meteorología, adviertan sobre el peligro del «pánico climático» y lo absurdo de los escenarios alarmistas?

Sin embargo, el éxito de los demagogos siempre ha sido limitado. Cuando accedieron a la economía sometiéndola a la planificación política, consumieron la sustancia productiva y humana dejando ambas en ruinas. Allí donde restringieron ideológicamente la libertad de pensamiento y de expresión, desaparecieron la creatividad y la innovación. La nuestra no ha sido nunca una democracia madura, tampoco fuerte. Siempre ha existido un riesgo de recaída en vicios pasados. La democracia se ha ido deteriorando en un escenario de corrupción y nepotismo que finalmente ha llevado a los ciudadanos a las barricadas del populismo.

Tal vez forme parte de la condición humana. Volvemos a correr encantados tras el flautista que interpreta melodías prometedoras de un futuro mejor al tiempo que nos amonesta por los pecados cometidos. Ya lo decía el bueno de Albert Einstein: «dos cosas son infinitas, el universo y la estupidez humana». Estúpidos sin los que los demagogos desaparecerían. Apenas es un consuelo saber que siempre han sido víctimas de su propia estupidez, tarde o temprano. No es un consuelo porque nos arrastran a los demás, queramos o no.

Lenin ya lo había dejado claro: “No se puede hacer tortilla sin romper los huevos”. Y justamente en esa tradición encontramos a los ecologistas. La por ellos forzada prohibición del DDT causó la muerte por malaria de millones de personas, aunque con el uso del insecticida se podría haber evitado. La lucha de los ecologistas contra los cultivos transgénicos golpea a los más pobres en los países en desarrollo, cuyo suministro de alimentos es escaso y caro. Bajo la presión de las organizaciones ecologistas, el gobierno de Zambia impidió la venta de maíz modificado genéticamente en Estados Unidos, provocando la muerte de miles de personas durante la hambruna de 2002. No les importa si el precio de aplicar una de sus medidas es una, cien o mil vidas humanas. Son los “efectos colaterales” que se deben asumir en la consecución del nuevo paraíso gaiano.

Hoy, para hacer política —y no importa si se trata de política verde, social o económica— , ya no es necesario ofrecer la posibilidad de medir los resultados de las medidas adoptadas. Ni siquiera es necesario ofrecer resultados. Lo único que verdaderamente importa es la “bondad” de los motivos que llevan al político a adoptar esta o aquella medida. Una política basada en la constante revisión de las conciencias, en absoluto basada en los contenidos, es una política sólo de intenciones, imposible de evaluar. El debate con el adversario político se hace completamente infructuoso: no conduce nunca a la discusión sobre qué hacer en el futuro para mejorar nuestro bienestar o nuestra prosperidad, sino que nos llevan siempre a la resignación ante una ideología de la autolimitación, de la mutilación de la razón y nuestra capacidad innovadora. Lo único que los Iglesias, Riberas y Garzones nos ofrecen es la limitación del consumo como norma, su gravamen como vía de financiación de su querido aparato “protector” y la adopción de gestos bienintencionados que no necesitan generar resultados contrastables. Declaremos, pues, ¡la emergencia climática!


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