Uno de los grandes mitos de la modernidad es el de la juventud. Se habla de ella como epítome del futuro y, por tanto, depósito de nuestras esperanzas. La obsesión por la juventud procede de capas de nuestro pensamiento que tenemos tan asumidas que ni siquiera las notamos.

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La primera capa es la pérdida de la idea de trascendencia. El europeo vivía en este mundo como doloroso y fugaz tránsito hacia la eternidad, con el temor de no ser aceptado a las puertas del cielo, y la esperanza de ser por el contrario merecedor de la infinita misericordia de Dios.

Estos jóvenes asumen su fracaso. Tres de cada cuatro cree que vivirán peor que sus padres, y dos de cada tres reconoce que tiene una menor cultura del esfuerzo que la generación precedente. Yo interpreto que esto puede ser muy positivo, si ese descreimiento hacia las instituciones los lleva a pensar que, en última instancia, dependen de ellos mismos

Desde la muerte de Dios, nuestra mirada ya no se eleva tan alto. Nos miramos a nosotros mismos, y en ocasiones al suelo. Como el Catoblepas. Y hemos trasladado nuestra esperanza de la redención, asunto estrictamente personal, en que las cuentas con el pecado se hacen uno a uno, al futuro de nuestra sociedad.

Pero esta mirada al futuro no tendría mucho sentido si no tuviéramos otra capa en nuestro pensamiento, que es la del cambio. Tradicionalmente, y por herencia del pensamiento griego clásico, se pensaba que el ideal era mantener lo que tenemos, en la conciencia de que cualquier cambio será a peor.

La era de las revoluciones, entre otros elementos, cambió eso. Inglaterra albergó la revolución de la revolución; es decir, la constatación de que podía haber una revolución que cambiase el sistema político vigente. La revolución francesa fue más allá; introdujo de la mano de la Ilustración la idea de que todo era posible, de que el hombre puede tomar el control de la Historia y encaminarla a un acuerdo de progreso y justicia infinitos.

A ese progreso se le oponen las instituciones y las formas de pensar actuales. Y es necesario destruirlas, y sustituirlas por unas nuevas. En última instancia, la creación de una sociedad nueva exige la creación de un hombre nuevo, que no esté condicionado por las corruptas instituciones actuales (Russeau), y que pueda ser portador de la nueva llama que guiará a la sociedad futura. Es evidente que los candidatos ideales para ese nuevo hombre son los jóvenes.

Hay aún una capa añadida que explica el fetichismo de la juventud, que es la de la tabla rasa. El hombre es un animal maleable; su mente llega virgen al mundo, y todo lo que se encuentra en él la va conformando. A esta idea, que expuso John Locke, la puso en funcionamiento Helvétius con un razonamiento impecable: Si es así, lo que debemos hacer es moldear las mentes de los púberes para transformar desde ahí toda la sociedad. Esto no ha cambiado un ápice, dos siglos y medio después.

Este fetichismo de la juventud se renovó con la I Guerra Mundial. Fue la primera guerra total, realizada con armas propias de la era industrial, y se produjo después de unas décadas de relativa paz en Europa. En la mente de los europeos estaba la Guerra Franco-Prusiana, pero una vez en el frente los contendientes se dieron cuenta de que la capacidad mortífera de las armas superaba la capacidad de actuación de los soldados. Además, tras las inmóviles trincheras, la guerra alcanzó también a la retaguardia.

La I Guerra Mundial convenció a todos de que la sociedad heredada había traído el mal absoluto, y que sólo los jóvenes, rompiendo con lo establecido, podían traer al mundo algo de esperanza. De ahí la obsesión del fascismo, por ejemplo, con la juventud.

Y aquí estamos, escuchando a una niña ignorante sus proclamas sobre el cambio climático, que es una de las cuestiones más complejas desde el punto de vista científico. Cuestiones que, por supuesto, se le escapan a la malhadada Greta Thunberg, y que quizás sólo pueda llegar a comprender después de una larga vida dedicada al estudio.

Pero para cuando lo hubiera completado, ya no le daríamos crédito alguno. Sería una científica más, como otras (y otros) que han hecho sus pequeñas aportaciones al océano de conocimientos por cubrir que es la ciencia del clima y la incidencia de la acción del hombre sobre este aspecto de la naturaleza. Es su ignorancia lo que admiramos; porque esa ignorancia está aireada por una voz pura, no contaminada. Joven, en definitiva.

El éxito político de Podemos en España, que fue arrollador, se debe sobre todo a ese fetichismo. Los líderes del partido, ahora en decadencia, eran jóvenes. Su mensaje decía que el PSOE, factótum de la izquierda en España, era tan parte de un sistema corrupto como el PP.

Ellos no eran corruptos. ¿Cómo podían serlo, si eran jóvenes? No estaban contaminados por el sistema político actual. No formaban parte de la casta, esa capa de intereses creados entre la política y el empresariado que utilizaba los recursos de todos para beneficio de unos pocos. Luego resultó que sus ansias de medrar y progresar con los recursos del Estado eran también jóvenes y ambiciosas.

El fetichismo de la juventud nunca funciona. No funcionó con el fascismo, no ha funcionado con Podemos y no funcionará en ninguna otra forma. Es más, la excesiva atención de la política a la juventud ha acabado, claro, por corromperla.

Según una encuesta realizada por Metroscopia para el diario El País, el 80 por ciento de los jóvenes cree que las instituciones actuales no les presta la debida atención. Décadas de políticas dedicadas a ellos han desembocado aquí.

Estos jóvenes (nacidos entre 1987 y 2003) asumen su fracaso. Tres de cada cuatro cree que vivirán peor que sus padres, y dos de cada tres reconoce que tiene una menor cultura del esfuerzo que la generación precedente. Yo interpreto que esto puede ser muy positivo, si ese descreimiento hacia las instituciones los lleva a pensar que, en última instancia, dependen de ellos mismos.

Foto: Ivan Lapyrin.


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