Es seguro que caigo en la falta de la generalización si afirmo que una peculiaridad de Francia, además de su famoso chovinismo, es tener con cierta regularidad presidentes de la república propensos a la más bochornosa grandilocuencia. Seguramente este vicio presidencial esté relacionado con el mencionado chovinismo. El caso es que los presidentes franceses, según acceden al cargo, parecen verse arrastrados irremediablemente por el influjo de la Grande France.

Publicidad

La lista de nombres que han manifestado la enfermedad grandilocuente es larga, aunque unos la han exteriorizado con más acierto que otros, por supuesto. Me vienen a la cabeza Charles de Gaulle, Valéry Giscard d’Estaing o François Mitterrand, que sobrellevaron esta pulsión aún con cierta solvencia o, si se prefiere, sin parecer completamente ridículos. Pero como el paso del tiempo se ha empeñado en discurrir en paralelo con una decadencia de la política europea bastante preocupante, los que vinieron detrás han terminado cayendo en la grandilocuencia más ridícula, como el sinvergüenza de Nicolas Sarkozy, que durante la Gran recesión afirmó solemne que había que reinventar el capitalismo, y más recientemente Emmanuel Macron, que ha convertido la grandilocuencia francesa en un chiste o, todavía peor, una tomadura de pelo. La guinda de esta tradición francesa de la hipérbole ridícula es sin duda su sentencia histórica: que «estamos viviendo un cambio: el fin de la abundancia».

Lo que se nos viene encima es una emergencia energética que era perfectamente evitable. Esta emergencia es el resultado de imposiciones políticas que han logrado, entre otras cosas, que las industrias de energías fósiles dejaran de invertir en prospecciones, procesados e infraestructuras

Antes de explicar las razones por las que este vaticinio es una tomadura de pelo, conviene retratar al personaje, quién es y de dónde viene. Porque tiene bastante que ver con sus pretensiones de emular a Fukuyama y su anuncio de que la Historia había terminado.

Es obvio que Macron no es un self-made man que haya alcanzado notoriedad por logros al margen de la política; es decir, no es un talento extramuros. Es, por así decir, un producto certificado del sistema tecnocrático. Su madre, Françoise Noguès, es consultor médico de la Seguridad Social francesa y su padre, Jean-Michel Macron, profesor de neurología en el Hospital Universitario de Amiens. Por lo tanto, ambos son funcionarios de nivel. Con estos padres, lo previsible es que Macron siguiera un camino definido. Y así fue. Cursó bachillerato en el liceo Henri IV, de París, estudió Filosofía en la Universidad de París-Nanterre y se graduó en ciencias políticas en el Instituto de Estudios Políticos. Después, ingresó en la Escuela Nacional de Administración (ENA), que es donde se forman las élites francesas. Y de ahí salió como inspector de finanzas para, finalmente, desembarcar en la política.

Emmanuel Macron es, pues, un producto estándar del sistema meritocrático institucional que las propias élites francesas han diseñado a su imagen y semejanza, imponiéndolo como trayecto indispensable para acceder a los entresijos del Estado, algo que por estas latitudes admiran quienes consideran conveniente convertir la política en una actividad mucho más restringida.

Es lógico, por tanto, que en Macron no haya ni rastro de populismo, ni del malo ni del bueno, pero tampoco cualidades especialmente llamativas. Es un tipo aseado y bien educado. Pero, para el común, resulta distante y, en ocasiones, petulante. Lo que le permitió ser aspirante a presidente y convertirse en el campeón de la aristocracia tecnocrática francesa fue su entorno privilegiado, y no su cercanía, el don de gentes o un talento espontáneo.

Macron dice ser liberal. Pero no lo es realmente. Es socioliberal, que es muy distinto. De hecho, durante su primera campaña a la presidencia, su programa lo definía como el ideal francés del socioliberalismo, esa “nueva” vía que no solo las élites francesas, sino también las europeas han impuesto como única alternativa. Que Macron hiciera su doctorado sobre Hegel nos proporciona una pista bastante interesante sobre su liberalismo.

Pero que Macron tenga un perfil u otro, provenga de un entorno u otro, no es en sí mismo un demérito. Cada persona viene de donde viene y no tiene sentido censurárselo. El problema es que en plena globalización Macron representa el credencialismo teórico, la estandarización del conocimiento promovido por las élites estatales. Un sistema de certificación que resulta cada vez más rígido y excluyente, y está cada vez más alejado del mundo real, acelerado y cambiante, de las personas corrientes. De hecho, es antagónico al “mérito esencial” y democrático que, por un tiempo—casualmente el de mayor progreso de Occidente—, promovieron con éxito los padres fundadores de los Estados Unidos, alumbrando una sociedad no estamental y distinta de las europeas.

Como digo, durante un tiempo lo lograron. Por ejemplo, Harry S. Truman fue uno de los presidentes más notables de los Estados Unidos, y también de los más ilustrados y competentes… aun sin haber cursado estudios universitarios. De hecho, según se graduó en la escuela secundaria, Truman entro a trabajar en el ferrocarril de Santa Fe. Y durante años vivió acomplejado por su falta de credenciales, por eso se esforzó en aprender y formarse por sus propios medios. Es obvio que el Truman luchador y el tecnocrático Macron se parecen entre sí como un huevo a una castaña. Y me dirán que es que los tiempos cambian. Es verdad. Pero el genio y la integridad siguen sin poder comprarse con los títulos.

Pero volvamos a la sentencia de Macron, con la que anuncia a franceses y europeos que «estamos viviendo un cambio: el fin de la abundancia». ¿Por qué digo que es una tomadura de pelo? Primero, porque Macron llega casi cinco décadas tarde. Esto es algo que la crisis del petróleo de los años 70 del pasado siglo ya se había encargado de anunciarnos. Desde aquella crisis hasta el presente, la búsqueda de la eficiencia ha sido una constante, casi diría una obsesión en todos los órdenes… menos en el ámbito de lo público, por supuesto. Esta competencia por hacer más con menos es lo que nos ha permitido ser mucho más eficientes que en los 70 consumiendo cantidades mucho menores de recursos.

Sin embargo, lo verdaderamente indignante no es que Macron parezca desconocer la historia reciente y, sin embargo, se atreva a profetizar el futuro, después de llevar el gasto público en Francia a alcanzar el 58,1% del PIB. Lo más indignante es que lo que Macron realmente nos anuncia es que vamos a asistir a la consumación de una profecía destinada a cumplirse a sí misma; es decir, lo que vamos a padecer es el resultado previsible del constante incremento del gasto y control públicos en Europa, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el presente, con la guinda de dos décadas de una planificación energética desastrosa impuesta por las élites europeas.

El problema no es el fin de la abundancia, porque, como digo, en ese camino estamos desde hace tiempo. Lo que se nos viene encima es una emergencia que era perfectamente evitable. Esta emergencia es el resultado de imposiciones políticas que han logrado, entre otras cosas, que las industrias de energías fósiles dejaran de invertir en prospecciones, procesados e infraestructuras. De tal suerte que, frente a una demanda, o bien estable, o bien creciente (según momentos y países), la oferta no ha hecho sino reducirse drásticamente los últimos 20 años. Las consecuencias son precios en ascenso y una fuerte competencia entre países para asegurarse el suministro.

Además, las élites europeas tuvieron la feliz ocurrencia de crear el mercado de derechos de emisión, que es donde las empresas tienen que negociar el precio de sus emisiones de CO2. En su contexto teórico ideal, consideraron que esta era una buena idea a la hora de que se generaran incentivos y desincentivos de forma espontánea, evitando la regulación directa. Y digo en su contexto ideal porque los tecnócratas asumieron que la transición energética iba a discurrir de forma constante y progresiva sin demasiadas conmociones. Así, poco a poco, las empresas cambiarían de actividad o de tipo de energía hacia “actividades sostenibles” o energías limpias.

Pero ni las energías renovables han evolucionado como habían planificado (a día de hoy están muchísimo más lejos de lo previsto de ser una alternativa), ni la transición ha discurrido ajena a las tensiones geopolíticas y económicas. El resultado ha sido que el precio que las empresas deben pagar por emitir una tonelada de CO2 se ha disparado. Así que, además de hacer frente a una energía muchísimo más cara, deben pagar sus emisiones a precios extraordinarios, entre 90 y 100 dólares la tonelada. Una locura.

Pero nadie recula. En plena emergencia energética, planificar nuevos gasoductos sigue chocando frontalmente con las directivas crediticias impuestas por los legisladores europeos. Y ni que decir tiene que hacer prospecciones o fracking es el anticristo. Ni siquiera la energía nuclear se libra. Por más que parezca reabierto el debate, no va a gozar de un tratamiento más favorable. Todo este delirio es lo que nos va a conducir a un invierno antológico. Para que se hagan una idea, los expertos británicos ya adelantan que durante esa estación la energía acabará costando el doble que ahora. Y que este aumento, si no cambian las cosas muy sustancialmente, podría ser una constante en los siguientes inviernos. Posiblemente lo que ocurra en el que viene será clave. Veremos si, por fin, se impone el sentido común en alguna medida o si la Unión Europea definitivamente decide suicidarse.

En definitiva, el fin de la abundancia que Macron anuncia es, en realidad, un cínico reconocimiento a la estupidez de las élites políticas, que vieron en el ideal “verde” un bonito y estupendo argumento para hacer crecer sus parroquias, sus competencias, sus presupuestos y, por supuesto, su poder.

Foto: Zbynek Burival.