Las elecciones federales que hubo en Alemania, en febrero de este año, han arrojado una situación sin una clara mayoría. Los cristianodemócratas, la CDU más la CSU bávara, han sumado 208 escaños en el Bundestag. Alternativa por Alemania (AfD) casi ha doblado su representación, y es hoy el segundo partido de Alemania, con más de uno de cada cinco votos y 152 escaños. El SPD, el partido que más ha gobernado Alemania desde Adenauer, ocupa el tercer lugar, y mantiene 120 asientos de 207 que tenía. Es su peor resultado en la posguerra. Cierran la lista de partidos Los Verdes, con 85 (han perdido 33) y Die Linke (la izquierda ex comunista) con 64; 25 más. Súmenle uno más de una coalición de electores, y ya tenemos los 630 miembros del Bundestag. Fuera quedan los liberales (FPD) y la izquierda anti woke de Sahra Wagenknecht. La vieja izquierda ha vuelto a fracasar.
La CDU necesita el apoyo de 107 diputados para gobernar cómodamente, y AfD se los puede dar de sobra. Pero el heredero de Angela Merkel, Friedrich Merz, ha caído en los brazos de su vieja amante, el SPD. El 9 de abril firmaron un acuerdo, y Merz será el nuevo canciller alemán.
Dos de cada tres están convencidos de que la gran coalición no va a cambiar nada. Aumentar el gasto es la vieja política. Conservadores y socialdemócratas le están dando a AfD el monopolio del cambio de rumbo. Y cada vez más alemanes van a querer ese cambio
Todos contentos. Todos, eso es, menos los alemanes. En realidad, menos una parte de los electores alemanes, que se sienten decepcionados con el giro de Merz. Su discurso, desde que asumió el liderazgo del partido y hasta el día de las elecciones, le acercaba al otro partido de la derecha. Nunca anunciaron un gobierno con AfD, en el caso de que los números dieran. Sería un suicidio político. Pero muchos votantes podían pensar que esa opción podría ser realidad después de las elecciones de febrero. De hecho, según una reciente encuesta de INSA, el 44% de los votantes de la CDU/CSU se sienten decepcionados con su partido tras el anuncio de la grosse koalition.
No es así, y lo que se ha impuesto es el cordón sanitario puesto en torno a Alternativa por Alemania, y a su líder, Alice Weidel. En realidad, en Alemania como en otros países, como es el caso de Suecia o de Francia, el partido de la nueva derecha es el que marca la agenda política. Vamos a intentar entender qué le proporciona un apoyo tan notable.
En los dos primeros años de la tercera década del siglo, AfD entró en crisis. Pero la incidencia de la inflación, el desconcierto de los alemanes ante la abracadabrante política energética de Merkel, más el descrédito de todo lo que tenga que ver con el ecologismo, y la sempiterna cuestión de la inmigración han convencido a muchos de que este era el momento de votar a la AfD.
Su apoyo no está repartido equitativamente por todo el país. Es la primera formación de la Europa del Este, y ganó en casi todos los lander, y en varios de ellos (Sajonia-Anhalt, Sajonia, Turingia…) superó el 30% del voto. AfD cala cada vez más en la sociedad, y los jóvenes, los trabajadores y la clase media, incluso en el oeste, muestran un creciente interés por la formación.
Muchos alemanes entienden que viven peor porque están en el país más ecologista de la ecológica Europa. Sus facturas energéticas reducen su cesta de la compra de una forma significativa. AfD propone eliminar el impuesto al CO2, entre otros muchos. Y, en general, lo que ofrece el partido de Weidel es dejar de vivir para otros. Dejar de asumir ideologías prestadas; impuestas, en realidad. Dejar de alimentar nuevas bocas sólo porque les han dejado entrar. Dejar de apoyar a Ucrania si eso nos va a obligar a asumir aún más costes. Y poder decir sobre la política como si Alemania fuera una democracia, y no una delegación, aunque influyente, de Bruselas.
Entiendo que ese mensaje puede resultar atractivo. Pero AfD se enfrenta a graves problemas. No los tiene fuera. No son el resto de partidos políticos, no son los medios de comunicación, no son los artistas y famosos que viven de su relación con el poder. Los problemas los tiene dentro.
Es falso que AfD sea un partido nacional-socialista. Es nacionalista, sí, pero no ha caído en el socialismo de Reagrupación nacional (Marine le Pen) o Vox (Santiago Abascal). No asume los discursos del Partido Socialista Obrero Alemán, que así se llamaba (¿les suena?), ni reivindica esa parte de la historia de Alemania, ni es antisemita, ni habla del pueblo alemán en términos raciales. Pero tiene elementos dentro, en varios de los lander en los que tiene más apoyo, para los cuales no sería torticero llamarles nazis.
Matthias Helferich fue expulsado del grupo parlamentario de AfD cuando declaró ser “la cara amable del nacionalsocialismo”, y se identificó con Roland Freisler, juez nazi del Volksgerichtshof, una corte popular que hacía juicios sumarísimos. El Volksgerichtshof fue como lo que quiere implantar Podemos en España, pero en la Alemania de los años 30’ y 40’. Pero fue readmitido.
Björn Höcke dijo que el muro erigido en memoria de las víctimas del Holocausto es un “monumento de vergüenza”, que supone “un giro de 180 grados” en la historia de Alemania. En 2021 utilizó la expresión “alles für Deutschland”, que se asocia a los nazis. Höcke es el líder de AfD en Turingia. Podemos dar más nombres (Maximilian Krah, Steffen Kotré), pero sería ahondar en lo mismo: líderes de segundo nivel, pero no carentes de importancia, a los que se les dispara el brazo derecho a la menor ocasión.
AfD podría suavizar la oposición que encuentra en el resto de partidos, y en la propia sociedad alemana, si se desembarazase de esa chusma política. Pero si no lo hace es por algún motivo. Las viejas tradiciones políticas pueden marchitarse, pero no mueren. Y en un momento de crisis, y Alemania está viviendo en crisis, florecen. Quizás AfD no pueda permitirse cortar por lo sano. O no confía en su propia posición lo suficiente como para ganar apoyos sin ese apéndice.
Lo cierto es que su éxito ahora es indudable. La última encuesta, la misma que muestra el descontento de los votantes con Merz, le otorga una intención de voto del 23 por ciento. Están a cuatro puntos de ser el primer partido de Alemania. Según otra encuesta, en realidad no hay diferencia en el apoyo a los dos partidos: empatan en el 24 por ciento.
Los votantes, por cierto, están muy descontentos con los planes de aumento del gasto que ha anunciado el canciller en ciernes. Dos de cada tres están convencidos de que la gran coalición no va a cambiar nada. Aumentar el gasto es la vieja política. Conservadores y socialdemócratas le están dando a AfD el monopolio del cambio de rumbo. Y cada vez más alemanes van a querer ese cambio… siempre que no sea de 180 grados.
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