Abundan en las últimas semanas las opiniones, comentarios y análisis de la cuestión secesionista en Cataluña. En la inmensa mayoría de los casos se centran en los nombres concretos, de Junqueras a Sánchez, de Aragonès a Puigdemont o, todo lo más, se amplía el punto de vista para dar cabida a las estrategias u objetivos de los partidos políticos implicados en los acontecimientos, siempre desde la inmediatez o en el horizonte delimitado por la próxima convocatoria de elecciones generales. Quisiera en este artículo efectuar unas consideraciones de más largo alcance para complementar la perspectiva a corto plazo en la que se mueven los contertulios o colaboradores de la prensa diaria y los medios audiovisuales.

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La tónica habitual es cargar las culpas casi en exclusiva sobre el presidente del gobierno. No seré yo quien aduzca el más nimio argumento en su descargo, simplemente porque no hallo ninguno cuya formulación no hiera el pudor intelectual. Si Sánchez hubiera actuado movido por sus principios o, simplemente, porque creía que era la única vía posible en estos momentos, podríamos discutir lo que en mi opinión es reincidir en el mismo error de siempre. Pero es tan obvio que lo ha hecho simple y llanamente porque le da igual cualquier cosa con tal de mantenerse un día más en la Moncloa, que entrar en más disquisiciones es, como antes decía, ofender la inteligencia. Por cierto, ¡menudo papelón el de los Cercas, Vallespín y la mayor parte de la nómina de PRISA y la cadena SER –con la excepción de Savater: Chapeau!-, acudiendo como tropa disciplinada a los requerimientos de quien manda (y paga).

Ante una situación así, el Estado, cualquier Estado democrático, debe actuar sin aprensión, garantizando algo tan elemental como el cumplimiento de la ley y la preservación de los derechos de los ciudadanos que viven en el territorio bajo su control. Es lo que harían Francia, Alemania o Italia, esos Estados con los que nos gusta compararnos. Es lo que no ha hecho en ningún momento el Estado en España

Ahora bien, lo que acabo de exponer no debe ser obstáculo para reconocer igualmente que señalar solo a Sánchez o incluso, más allá de Su persona, extender la paternidad o sustento de las medidas a Iceta, al gobierno en su conjunto, al PSC, PSOE y a la mayoría Frankenstein, no deja de constituir una cómoda simplificación o quizá incurrir en un sectarismo de signo contrario. Dejo fuera de la argumentación a VOX, sencillamente porque no ha tenido responsabilidades de gobierno a nivel nacional. Pero la santa indignación del PP -¡ahora!- no resiste la prueba de la memoria reciente ni de la hemeroteca, pues hasta Aznar, el que hablaba catalán en la intimidad, entregó a Pujol todo lo que este le pidió para acceder al poder, y de Rajoy y Soraya, mejor ni hablamos.

Esta constatación nos conduce al escenario que quiero bosquejar en las líneas que siguen. Es innegable que Zapatero primero y Sánchez ahora han llevado el entreguismo a los nacionalistas catalanes hasta extremos inéditos, pero debe recordarse que en su momento fueron Suárez y, sobre todo, Felipe González, quienes pusieron las bases de una política, cuanto menos contemporizadora, que luego continuaría el PP en sus años de gobierno. Siempre la izquierda ha sido más receptiva a los cantos de sirena del nacionalismo periférico –no solo catalán; también vasco y gallego-, por razones de todos conocidas, que tienen mucho que ver con la equiparación del progresismo con el federalismo y la autonomía, por animadversión al centralismo tildado de franquista. Pero seamos claros y honestos: el PP, por sus complejos, cortedad de miras y apocamiento, nunca ha implementado de facto una política alternativa.

Por eso, cuando ahora tantos comentaristas indignados claman contra Sánchez y auguran la vuelta del PP al gobierno como remedio de los males que nos aquejan, yo me pregunto: ¿y para qué? ¿Tiene realmente el partido conservador una propuesta diferente? Ya sé que Casado, de llegar al poder, no cometerá los dislates de Sánchez –¡sería difícil superarle en este sentido!- pero realmente… ¿puede y quiere hacer algo distinto? Me refiero a distinto de verdad, no en las meras formas. Lo único cierto es que hasta ahora –y llevamos cuarenta seis años desde que murió Franco: ¡pronto hará medio siglo!- el Estado ha dado muestras de tal pusilanimidad con los nacionalismos vasco y catalán que en determinados aspectos está poniendo en jaque la propia arquitectura institucional.

Nótese bien, he dicho el Estado, porque cuando todos los gobiernos que se han sucedido desde 1975 a esta parte, de uno u otro signo, han incurrido en la misma política de cesión ante las demandas insaciables del nacionalismo periférico, entonces ya no estamos hablando de un tema de partidos, de programas, de ideologías o del poder ejecutivo en cuestión, sino de un problema de Estado. He aquí el gran problema de España que, por tanto, trasciende a Sánchez y al PSOE por una parte, de la misma manera que va más allá de la supuesta alternativa –conservadora- que representan Casado y el PP.

Se me dirá que entregados el ejecutivo y el legislativo a la deriva centrífuga, resiste aún, a duras penas, el poder judicial. En efecto, pero reconózcanme que es magro consuelo y, en cualquier caso, su margen de maniobra es limitado, sobre todo si tomamos la perspectiva a largo plazo. Un Estado no se puede sostener mucho tiempo tan solo sobre una de sus patas (instituciones, si prefieren con hable con más rigor), ni la judicialización permanente puede ser el remedio de una política suicida.

Aunque se habla mucho de la complejidad del problema nacionalista en España, las cosas son mucho más simples desde la perspectiva del funcionamiento de un Estado democrático. En determinados territorios de España hay una minoría privilegiada –me resisto a llamarla élite- que busca la secesión para consolidar o aumentar sus privilegios. Una minoría enquistada en las instituciones que utiliza los resortes del Estado para debilitarlo, como un cáncer, ahora ya en estado avanzado, con metástasis generalizada. Aunque se disfracen de demócratas y progresistas, sus objetivos nada tienen que ver con la democracia y el progreso, sino todo lo contrario, con la desigualdad y la exclusión.

Ante una situación así, el Estado, cualquier Estado democrático, debe actuar sin aprensión, garantizando algo tan elemental como el cumplimiento de la ley y la preservación de los derechos de los ciudadanos que viven en el territorio bajo su control. Es lo que harían Francia, Alemania o Italia, esos Estados con los que nos gusta compararnos. Es lo que no ha hecho en ningún momento el Estado en España. Más bien me atrevería a decir que ha hecho todo lo contrario, en una deriva interminable que nos ha llevado a la actual situación. ¿Hasta cuándo? ¿Reaccionará el Estado en algún momento o se irá deshaciendo como un edificio contaminado de aluminosis?

No nos engañemos. Por más que se repita a menudo -¡dime de lo que presumes!- el Estado en España no es fuerte sino muy frágil. El historiador Gabriel Cardona utilizó en un libro el sintagma de gigante descalzo para caracterizar al ejército bajo Franco: era un gigante, sí, parecía poderoso, pero a la hora de andar, no disponía siquiera de botas. Yo quiero aplicar la metáfora ahora al Estado español. Por supuesto que es un gigante, que llega hasta los más recónditos rincones de nuestro entramado social y que, con su sola presencia, determina hasta la estructura económica del país: ¡que se lo digan si no a esos empresarios timoratos que configuran nuestro capitalismo de amiguetes, siempre a la sombra benefactora del BOE!

Pero es un gigante torpe y desmañado. Y con escasa fe en sus propias fuerzas, como esos individuos fofos incapaces de arrostrar un desafío de largo aliento. La fuerza del Estado consiste en una estructura institucional sólida y estable, capaz de hacer frente a los desafíos internos y externos. Es precisamente en estas ocasiones críticas cuando se pone a prueba, donde debe dar muestras de vigor. Lejos de ello, vemos en la presente situación un Estado cada vez más anémico, inepto incluso para cumplir sus cometidos más elementales. Lo hemos visto con la pandemia. Con todo ello se resiente la imagen del país, con las consecuencias que estamos viendo, desde la presión marroquí al ninguneo en los foros internacionales (¡ese patético Sánchez ante Biden!). Un Estado que no se respeta a sí mismo, que ni siquiera garantiza sus derechos a los ciudadanos dentro de sus fronteras tampoco puede esperar respeto fuera de las mismas. No le demos más vueltas: lo que falla es el Estado.

Foto: La Moncloa – Gobierno de España.


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).